In every dream home a heartache
And every step I take
Takes me further from heaven
Is there a heaven?
I’d like to think so.
For your pleasure, de 1973, es el segundo álbum de Roxy Music, banda inglesa integrada por Bryan Ferry, Andy Mackay, Phil Manzanera y Brian Eno. Animado por un espíritu polémico y experimental, es una obra clave que mezcla influencias glam, krautrock, sintetizadores, elegancia vocal crooner y letras turbulentas de alto contenido sexual. Si bien las ocho canciones que integran el disco podrían considerarse como clásicas, la composición más celebrada es “In every dream home a heartache”, un monólogo que relata la relación amorosa entre un millonario y una muñeca inflable en un penthouse de ensueño. La ambición de la pieza rebasa la provocación escandalosa: detrás del relato sobre un individuo trastornado que se imagina como siervo de una amante hecha de vinil subyace una crítica ácida a las trampas aspiracionales de los setenta. La satisfacción es imposible. Los paraísos a nuestro alcance son la perversión, el plástico y la eyaculación sin compromiso. El hogar idílico es una mentira. Lágrimas y corazones destrozados. Nada más.
“In every dream home a heartache” abre el primer episodio de la segunda temporada de Mindhunter, la serie creada por Joe Penhall que registra la historia de la división de élite del FBI nacida en 1977 con el fin de investigar el entonces poco explorado fenómeno de los asesinos seriales. Al igual que la canción de Roxy Music, condenada en su tiempo por romantizar comportamientos torcidos, Mindhunter ha sido mal interpretada como un entretenimiento orientado a satisfacer a una audiencia hambrienta de morbo y placeres vicarios. El reduccionismo es absurdo. A diferencia de la mitología creada por el novelista Thomas Harris y los numerosos productos que esta ha generado en cine y en televisión (El silencio de los inocentes, Manhunter, Hannibal), el programa dista de presentar a los asesinos como villanos de inteligencia suprema y estilización impecable. En Mindhunter el asesino es más pretexto que fin; una plataforma para explorar temas de mayor alcance y densidad. La primera temporada utilizaba los laberintos mentales de sicópatas e investigadores para reflexionar sobre la naturaleza subjetiva del “mal”, el extravío existencial, la responsabilidad del observador ante la violencia y los efectos del creciente empoderamiento femenino sobre la sociedad estadounidense. Todo esto sigue presente en la segunda temporada, aunque esta vez los temas están enmarcados en una dinámica deliberadamente anticlimática, casi frustrante, donde la confusión y el desasosiego se anteponen a la espectacularidad operística usualmente asociada a esta clase de narrativas.
Casas vacías
La segunda temporada de Mindhunter gira en torno a tres ejes fundamentales: hogar, conexión y control. Los vectores se establecen desde los segundos iniciales, antes siquiera de que aparezca la primera imagen. Tras escuchar en off la voz de Bryan Ferry, la tipografía establece que estamos en Park City, Kansas. Vemos a una mujer que entra a su casa. Algo anda mal. Escuchamos una serie de ruidos provenientes del baño (¿gemidos?, ¿forcejeos?). La mujer se acerca a averiguar qué sucede. La lentitud es desesperante. Hemos visto esta escena enésimas veces en cientos de películas. Damos por sentado que alguien morirá. Error: la mujer abre la puerta y descubre a su marido masturbándose mientras se asfixia con una soga amarrada al picaporte. El hombre porta una máscara y viste ropa de mujer. Se trata de Dennis Rader, también conocido como el asesino BTK (Bind, Torture and Kill). La secuencia pasa del terror al humor desternillante. La mujer sale disparada mientras su esposo intenta decirle que puede explicar lo que acaba de ver. Los episodios subsecuentes mostraran la evolución sicótica de BTK. Rader debe soportar con docilidad los regaños de su esposa, quien lo obliga a leer libros religiosos para corregir su depravación y conservar la normalidad familiar. El asesino, comprendemos, es un reflejo distorsionado de los protagonistas. Incapaces de construir una vida doméstica sana, la doctora Wendy Carr (Anna Torv) y los agentes Bill Tench (Holt McCallany) y Holden Ford (Jonathan Groff) experimentan una tensión similar: los tres viven en casas quebradas, lejos del hogar, en un estado de soledad permanente.
El caso más extremo es el de Bill, cuyo matrimonio ya mostraba señales de fatiga en la primera temporada. Lejos de acercarlos a su aspiración de formar una familia ideal (una meta de vida para Nancy, esposa de Bill), la adopción de Brian, un niño con aparentes problemas patológicos para comunicarse se convierte en una fuente de desasosiego para la pareja. Las cosas lucen bien en la superficie: Nancy se encuentra entusiasmada con su trabajo de agente de bienes raíces y, si bien continúa ignorando la existencia de Bill, Brian muestra avances sustanciales en la interacción con su madre y comienza a jugar con otros niños.
La tranquilidad se resquebraja cuando el cadáver de un bebé es descubierto dispuesto en forma de cruz en el sótano de una de las casas que vende Nancy. Al principio los vecinos creen que están frente al ataque de una secta, pero más tarde la policía comprueba que se trata de un asesinato imprudencial cometido por los amigos de Brian. Además de atestiguar el crimen, el hijo de los Tench sugiere la crucifixión de la víctima. Nancy argumenta que las intenciones de Brian eran nobles, pues probablemente pensó que la criatura podía revivir si lo colocaban en forma de cruz, como Jesús en la Biblia. No hay nada que nos permita creer en las buenas intenciones de Brian; al contrario: el programa juega de manera un tanto perversa con la idea de que el niño es una mala semilla, un asesino en potencia. Ni siquiera sus padres están convencidos de su inocencia. La situación lleva a los Tench a un punto de ruptura. Nancy se torna más castrante y agresiva. El rencor no es gratuito: mientras la carrera de ella como vendedora de hogares soñados termina abruptamente por el comportamiento de Brian, Bill se convierte en el alma de las fiestas gracias al anecdotario interminable que le brinda su trabajo como profiler de asesinos en serie. La última vez que vemos a Bill es en una casa vacía. Su familia lo ha abandonado.
La metódica doctora Carr intenta romper el aislamiento emocional que caracteriza su cotidianidad a través de una relación con Kay, una bartender desenfadada con la que “tiene el mejor sexo de su vida”. Kay se presenta como un espíritu libre que busca reconstruir su vida tras dejar a su esposo e hijo. La liberación sexual experimentada por Wendy le permite generar la confianza suficiente para pedirle que se mude con ella. El entusiasmo dura poco. El temor de no estar a la altura de la exfamilia en la percepción afectiva de Kay juega un papel determinante. Tras un desencuentro provocado por una visita inesperada del hijo y exmarido, la relación termina en rencor y recriminaciones mutuas. El adiós de Wendy es demoledor:
“¿Quieres honestidad? No eres la persona que crees ser. No eres libre. Tampoco eres un ser iluminado con un nivel de vida superior. Eres una bartender que recibe consejos sentimentales de las revistas que recoge de las paradas de autobús. Espero que las cosas funcionen para ti.”
El hijo de Atlanta
Los miembros del Departamento de Investigaciones del Comportamiento del FBI se enfrentan todo el tiempo a fuerzas que los condenan por realizar la actividad que los define y dota de identidad. Nancy censura a Bill cada vez que habla de su trabajo, Kay minusvalora la investigación de Wendy, Holden es visto como un freak por la policía de Atlanta, y hasta Gregg, el nuevo recluta, debe esconder sus verdaderas preferencias sexuales por temor a la presión social. Frente a esto, resulta casi natural que los investigadores reflexionen sobre sus propios miedos durante las entrevistas carcelarias que realizan con los sicópatas más famosos de la época: Edgar Kemper (Cameron Britton, fantástico), David Berkowitz (Oliver Cooper), ¡Charles Manson! (Damon Herriman). Observadas con ánimo esquemático, las conversaciones podrían ser interpretadas como exploraciones morbosas de los crímenes más cruentos en la historia de Estados Unidos. El prejuicio es injusto. El programa evade la construcción de mitologías: los asesinos en serie que platican con los agentes del FBI son hombres fracasados e ineptos que buscan inyectarle control a su existencia. Las entrevistas constituyen el corazón de la serie: el espacio donde los asesinos e investigadores empatizan con la persona detrás del disfraz. Un alegato recurrente contra Mindhunter consiste en etiquetarla como un compendio de diálogos verborreicos donde no sucede nada. En realidad, pasa todo, sobre todo en términos cinematográficos. Dirigida por David Fincher (Seven, Fight Club), Andrew Dominik (The assassination of Jesse James by the coward Robert Ford) y Carl Franklin (One false move), la estética de la segunda temporada es imponente y ominosa: coloraturas frías, saturación de sonido, múltiples emplazamientos y un inspirado sentido del blocking
((El blocking es un término utilizado en cine para describir la disposición física de los actores en relación a la cámara. ))(*) para describir las relaciones de poder entre los personajes. Quizá la serie sea pródiga en conversaciones, pero la destreza fílmica con la que éstas son presentadas es deslumbrante.
La última vez que lo vimos en la primera temporada, Holden Ford se encontraba literalmente en el suelo, víctima de un ataque de pánico. Nervioso por la llegada de un nuevo director al FBI, Bill esconde la crisis nerviosa de Holden –detonada por un encuentro con Kemper en el hospital– y lo ayuda a rehabilitarse. Bill, sabemos, es la figura paterna de Holden (al punto en que el espectador se pregunta por qué el primero se empeña tanto en conectar con Brian cuando su otro “hijo” lo necesita en el trabajo). La relación experimenta una fractura cuando Bill se ve forzado a atender sus problemas domésticos. Holden queda a cargo de investigar la desaparición de al menos 30 niños en Atlanta, sucedida entre 1979 y 1981. El agente asume un compromiso personal con las madres de los desaparecidos, quienes nunca dejan de tratarlo con escepticismo y desdén. Holden también debe lidiar con la abierta hostilidad del alcalde y la policía local, quienes minimizan en un principio las desapariciones con el fin de no ahuyentar las inversiones del estado.
El investigador del FBI está convencido de que el asesino es de raza negra (“un niño de color nunca subiría al coche de un blanco”, argumenta); la comunidad, en cambio, atribuye las desapariciones al Ku Klux Klan, siempre activo en la zona. Las investigaciones derivan en el arresto de Wayne Williams, un productor musical de dudosas credenciales que cumple con todas las características del perfil elaborado por Holden. Interpretado con carismático engreimiento por Christopher Livingston, Williams luce y actúa como culpable, pero no admite involucramiento alguno en los crímenes. La policía tampoco presenta evidencia que lo vincule con el grueso de las víctimas. Presionadas por la opinión pública, las autoridades condenan a Williams por dos homicidios y lo exhiben como el responsable histórico de todas las desapariciones. Nadie queda satisfecho con la investigación, ni siquiera el mismo Holden, cuyo narcisismo creciente le impide cobrar conciencia de sus propios errores metodológicos. El desenlace recuerda al tono de Crónica de un asesino en serie (2003), cinta dirigida por Bong Joon-Ho que relata la investigación infructuosa de una cadena de asesinatos acontecida en Corea del Sur a mediados de los ochenta. La adrenalina de la caza deviene en impotencia y parálisis: el compromiso de los investigadores de Mindhunter naufraga en el sabotaje burocrático, las limitaciones intelectuales y el deseo de esconder la verdad.
Pese a las dudas que rodean las pesquisas, el FBI considera la aprehensión de Williams como un éxito: Holden y Bill son coronados como héroes cuyo nuevo estatus les gana el derecho de viajar en avión privado. El encomio de los superiores contrasta con la decepción de los afectados. La responsabilidad moral asumida con las madres de los desaparecidos ejerce un costo sobre la ya fracturada sique de Holden. Durante buena parte de la segunda temporada, el agente asume el rol de un “guardián entre el centeno” dedicado a proteger a los niños desamparados de la ciudad (el nombre, como confiesa el mismo Penhall, es un guiño al libro de J.D. Salinger). Atlanta, sin embargo, nunca acepta a Holden como hijo: tras el carpetazo a la investigación, las madres le manifiestan su decepción. Ni siquiera Tanya, la recepcionista de hotel que lo introduce al caso, le ofrece simpatía. Las únicas personas dispuestas a abrazar a Holden son los sicópatas que entrevista cotidianamente; ellos son su única y verdadera familia, nadie más. Al igual que Wendy y Bill, Holden regresa solo a casa, sin mayor compañía que la televisión, un plato de espagueti y una camisa manchada de sangre que no puede limpiar.
A manera de epílogo, vemos cómo BTK se masturba tras contemplar las fotos y “trofeos” de sus víctimas. A diferencia de lo sucedido en el prólogo, esta vez el orgasmo está garantizado: el asesino se encuentra en un cuarto de hotel, seguro, a años luz del hogar soñado.
Las primeras dos temporadas de Mindhunter se encuentran disponibles en Netflix.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.