Murnau estaría orgulloso

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El vampiro es una figura trágica: destruye lo que ama. Y lo que ama lo destruye. Basta ver Nosferatu de Murnau y su icónico final, donde el vampiro/rata muere tras el engaño de una mujer que deja que el bicho beba de su cuello hasta que salga el sol; basta ver el Drácula de Coppola: el destino del conde está sellado en el instante en el que encuentra la reencarnación de la mujer que ama. No es exageración asegurar que, antes de la saga de Twilight, todo vampiro moría por amor o por lujuria: por querer tener a esa damisela, por querer morder ese cuello, por querer entrar por esa ventana.

Este paradigma vampírico se ha desvirtuado en los últimos años. Los Edward Cullens y Bill Comptons han hecho a un lado lo trágico y enfatizado lo romántico. Han dejado de ser monstruos para convertirse en oscuros príncipes, rescatando doncellas de sus rutinas mundanas. Y en estas malas épocas para los fanáticos del vampiro old school llega Chan-wook Park –director de Oldboy– a rescatar el género del chupasangre con su última cinta: Thirst.

Thirst cuenta la historia de un sacerdote católico llamado Sang-hyeon (Kang-ho Song, a quien recordamos por The Host) que se somete a un tratamiento médico cuyos efectos secundarios lo transforman en un vampiro. En su primera lectura, la cinta de Park resulta una obvia alegoría sobre los conflictos entre la religión y la naturaleza humana. Si ya no se es estrictamente humano, ¿cómo juzga Dios a un vampiro? ¿Acaso es muy distinto al zorro que caza a la gallina? Esas interrogantes bastarían para una película interesante, pero Park no se conforma. Thirst parece querer explorar cada regla, convencionalismo, estereotipo e idea del vampiro, destruyendo y reinterpretando en el proceso.

Como en su anterior trilogía de la venganza (compuesta por Sympathy for Mr. Vengance, Oldboy, y Lady Vengance) un pequeño e insignificante acontecimiento es el inicio de la tormenta. Sintiéndose diferente por su repentina transformación, Sang-hyeon empieza un ligero flirteo con Tae-joo, la esposa de un amigo de la infancia. Pronto se encuentran en una relación que tejerá el hilo narrativo del resto de la película.

Al principio esta relación es casi platónica: Tae-joo admira los nuevos poderes de Sang-hyeon. En este sentido es similar a la relación representada en Twilight, y Park parece comentar de manera ácida sobre ésta. Pero cuando Tae-joo se convierte en vampiro, la relación entre ambos protagonistas cambia. Ella asume sin chistar su papel depredador y cree que sus poderes son clara muestra de que están destinados a matar para alimentarse. Por otro lado, Sang-hyeon decide reprimir sus instintos y vivir como una especie de parásito, alimentándose de sangre humana sin asesinar (después de todo, el tipo había sido sacerdote). Esta discrepancia dará lugar al impactante último capítulo: una especie de puesta en escena de Who’s Afraid of Virginia Wolf? dirigida por Stanley Kubrick.

Durante la cinta el tono va mutando. Es característico de Park no alejarse del humor sin importar qué tan sombrías son las imágenes en pantalla. Thirst no es la excepción. A veces es una cinta tan seca que parece de Aki Kaurismäki. Después cambia de nuevo y suelta un chiste tan burdo como los de John Waters.

La película entera es un ejercicio de estilo sobre contenido, y a nadie familiarizado con la filmografía de Park le tomará por sorpresa. Por momentos sacrifica coherencia a cambio de instantes visualmente impactantes, visceralmente desgarradores. Retos que Park le pone al espectador: sus películas no son para todos. No son para los amantes de los vampiros que adornan las revistas para adolescentes. Son, más bien, para los fanáticos de Near Dark, Hunger o Trouble Everyday. En suma, Thirst es una bofetada a Twilight: un coctel irresistible de sangre y tragedia. Murnau estaría orgulloso.

– Rodrigo Rothschild

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