Patronas y sirvientas

Una reflexión sobre tres películas que describen vínculos enrevesados entre empleadas domésticas y sus empleadoras: Cama adentro (2004),  La nana (2009) e Hilda (2014).
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Cada foto muestra a dos mujeres sentadas frente a la cámara. Ambas llevan una camiseta blanca y ningún adorno. Una es la patrona y la otra su empleada doméstica –quien mira la foto debe adivinar cuál es cuál–. Decenas de fotos idénticas, donde solo varía el par de fotografiadas, forman el mural Lugar común, que se exhibió en la primera Bienal Internacional de Arte de Cartagena de Indias, en 2014. El contexto influía en la lectura de la obra. Por un lado, la muestra exploraba las formas actuales de la herencia colonial. Por otro, Cartagena de Indias fue el mayor mercado de esclavos de América del Sur.

Pude ver la obra in situ y observar las reacciones del público frente a ella. La confusión de la mayoría confirmaba la hipótesis de Ruby Rumié y Justine Graham, autoras de la muestra. Sin tener información ni referentes de clase, no era fácil asegurar quién empleaba y quién servía. Aún más, entre las mujeres se observaban más semejanzas que diferencias. En algunas el parecido era físico, como si su cercanía de años las hubiera llevado a mimetizarse. Lugar común buscaba demostrar que los presupuestos que usamos para decodificar el entorno perpetúan realidades y estereotipos –y no, como se cree, a la inversa–. Mirar a las mujeres despojadas de su caracterización de opresora/oprimida permitía imaginarlas habitando el mismo estrato.

El cambio de perspectiva es incómodo porque obliga abandonar el discurso ideológico. Y es políticamente incorrecto, algo tolerable en el arte contemporáneo pero no tanto en el cine, donde hay que pensar en target groups y rentabilidad. Prueba del tabú es la escasez de cintas latinoamericanas recientes que eviten la perspectiva tramposa de las telenovelas, que en teoría condenan el contrato de servidumbre pero lo explotan a morir en sus fábulas de Cenicienta. Tres excepciones honrosas son la argentina Cama adentro (2004), de Jorge Gaggero; la chilena La nana (2009), de Sebastián Silva, y la mexicana Hilda (2014), de Andrés Clariond. Humorísticas sin ser comedias, las tres describen vínculos enrevesados entre empleadas domésticas y sus empleadoras.

Situada en Argentina tras la crisis del 2001, Cama adentro (equivalente a “de tiempo completo”) muestra la codependencia entre Beba, socialité en decadencia, y Dora, su mucama estoica. A lo largo de los treinta años de convivencia, Dora ha aprendido los códigos de sofisticación de Beba. Ahora que la patrona se niega a aceptar su nueva situación económica, Dora la ayuda a sostener la mentira: rellena botellas de whisky caro con otro de supermercado, paga con su dinero artículos de limpieza y se emperifolla para atender partidas de canasta. Lo hace con mala cara y amenazando con irse: Beba le debe seis meses de sueldo, y esto ha frenado la construcción de la pequeña casa en la que planea retirarse. Aunque la patrona la remunera a su modo (aplicándole mascarillas de lodo, llevándola al salón de belleza) eso no la detiene: renuncia y se retira a su casa a medio terminar. En las escenas que siguen a la separación de las mujeres, Gaggero sugiere el problema de fondo: tanto Dora como Beba han dejado de encajar en la clase social en la que nacieron. Las separa un abismo de valores y educación, pero se cuidan y acompañan como no lo hace nadie más. Cuando Beba visita a Dora, esta la invita a pasar la noche. La frase cama adentro cobra un sentido distinto, y muestra la inversión de roles que igual sugiere Lugar común.

Más oscura de lo que aparenta, La nana se centra en Raquel: el personaje del título que ha trabajado por más de veinte con una familia chilena. La primera secuencia presenta a esta familia festejando el cumpleaños de su empleada con pastel, regalos y aplausos. Raquel, sin embargo, se muestra huraña y siempre en guardia. Sus constantes migrañas sugieren ser somatizaciones, aunque nadie –ni el espectador– adivina de qué. Cuando Pilar, la señora, intenta contratar a una segunda empleada en la casa, Raquel hace imposible la vida de las candidatas. Solo Lucy, una nana sonriente, resiste con paciencia los ataques de Raquel y un día vislumbra el porqué de su hostilidad: comprende que la mujer ha depositado todo su afecto en la familia que la emplea. La sola idea de compartirla le causa un miedo enloquecedor.

En un tono más satírico, Hilda pone la neurosis en la figura del empleador. En el contexto del México actual, narra la historia de Susana: una ama de casa atrapada en una jaula de oro, dominada por un marido clasista que la ignora, la humilla y se burla de su pasado como activista de izquierda. En busca de una nana que cuide de su nieto, Susana contrata a la esposa de su jardinero: la Hilda del título, por quien empieza a desarrollar una obsesión malsana. Le dice que quiere que sean amigas, le habla de sus ideales marxistas y le regala un huipil para que puedan verse “igualitas”. Hilda intenta volver a su casa y Susana se lo impide. Durante el breve secuestro, la patrona baña a la empleada en una tina de espumas, le hace una cena de lujo y se pone su uniforme. Cuando uno de sus guaruras la confunde con Hilda, Susana se muestra orgullosa de parecerse a ella.

Muchos dirán que estas películas, como las fotos de Lugar común, “suavizan” el problema de base: la falta de derechos que amparan a las trabajadoras domésticas, el doble filo de considerarlas “parte de la familia” y la creencia de que el afecto compensa todo lo demás. Les diría que, por el contrario, estos desequilibrios son el elemento más inquietante de sus historias. Ahí está la dependencia patológica de Raquel a un clan ajeno, la cosificación que hace Susana de Hilda o, en las tres películas, apuntes brutales sobre el clasismo arraigado en las señoras: las palmaditas con las que Beba se anuncia en casa de Dora, la campana con la que Pilar llama a Raquel para que apague las velas de su pastel, o Susana diciéndole a la propia Hilda que “nunca había tenido ‘una Hilda’”.

Pero invitan a considerar algo más. En Cama adentro, La nana e Hilda los lazos emocionales no resuelven la desigualdad pero tampoco son poca cosa. Vistas de otra manera, estas películas son retratos de mujeres con vidas vacías, despojadas de su identidad y condenadas a aparentar que son felices fingiendo roles. Hablo de las señoras, que solo con sus empleadas forman un vínculo real. ~

 

(Letras Libres, septiembre 2015)

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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