Año tras año, la prensa, analistas, cinéfilos y entusiastas del cine de diversas extracciones, intensidades y conocimientos se enfrascan en absurdas quinielas y discusiones en torno a quién merece ganar en los Premios Óscar. A juzgar por la febrilidad con la que se entablan estos debates, cualquiera pensaría que los Óscar son la última palabra en distinciones de calidad cinematográfica, por lo que el ejercicio de detectar quiénes van a ser los ganadores es un certificado instantáneo de erudición. Mentira. El Óscar es un termómetro para saber el grado de poder que detentan los principales jugadores de la industria (estudios, productores, directores, actores), así como las tendencias demográficas, culturales y políticas que sigue Hollywood en ese momento, pero de ninguna manera es una acreditación de valor cinematográfico. Es más, muchas de las películas ganadoras van de lo olvidable (Argo, El discurso del rey, Gandhi) a lo malo (Alto impacto, Shakespeare enamorado, La vuelta al mundo en 80 días), pasando por lo francamente patético (Una mente maravillosa).
Ganar el Óscar tampoco es sinónimo de grandeza. Realizadores como Stanley Kubrick, Alfred Hitchcock, Sidney Lumet, Charles Chaplin, Howard Hawks, Orson Welles y Robert Altman, entre otras figuras, jamás ganaron en la categoría de mejor director. Algunos de ellos fueron reconocidos con premios honorarios, los cuales funcionaron más como anuncios de jubilación o muerte inminente que como gestos laudatorios. No en vano, Alfred Hitchcock aceptó el reconocimiento Irving Thalberg con el discurso más breve en la historia de la estatuilla dorada: un despreciativo “gracias”. Para los actores la historia no es muy distinta. Por cada celebridad que gana la estatuilla y desdobla una carrera exitosa, hay un histrión que también la obtiene y termina marginado de la memoria del público o relegado a cintas de bajo presupuesto o miniseries de televisión (Cuba Gooding Jr., Marlee Matlin, F. Murray Abraham, Hilary Swank, Geena Davis). La supuesta obsesión de Leonardo DiCaprio por ganar el Óscar en 2016 radicó más en la necesidad de ser vitoreado por una industria que él mismo ha ayudado a dimensionar, que en ser reconocido como un actor talentoso.
La atracción es otra. Los Óscar son una celebración de Hollywood y su glamur en el imaginario colectivo mundial; un ritual necesario para el marketing cultural de la industria; un pretexto para reafirmarnos como admiradores o detractores de ciertas figuras pop; una aceptación sin ambigüedades de la disfrutable frivolidad escapista del universo del espectáculo. Nada más, pero tampoco nada menos. Este año, sin embargo, existía un factor de interés adicional: el enfrentamiento del actual presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, con una industria del entretenimiento abiertamente liberal, compuesta por actores de múltiples orígenes, y sobre todo, con una audiencia configurada en términos globales. Hollywood vive un dilema: alinearse con las políticas aislacionistas de Trump (y perder los mercados internacionales que constituyen por lo menos la mitad de sus ingresos), o jugar una dinámica independiente a la Casa Blanca. Antes Hollywood era parte de la maquinaria propagandística estadounidense. Su rol no parece tan claro ahora. Estados Unidos y la globalización han dejado de ser sinónimos, y pocas industrias evidencian esa nueva lógica con tanta contundencia como la del entretenimiento. Todo parecía indicar que esa tensión iba a darle un tono combativo a esta entrega. La tibieza y la confusión terminaron por imponerse.
1-En términos de espectáculo, la ceremonia del Óscar es pobre. Es una tradición. Los números musicales, por ejemplo, casi siempre son tan ñoños como olvidables. Esta carencia es una de las razones que explican la pérdida gradual de audiencia de los premios. Otro factor: la estructura y diseño de la premiación remiten a un mundo donde el cine era la fuerza predominante en el debate público sobre la cultura popular. Antes, el simple hecho de congregar a Hollywod en una fiesta donde la gente pudiera gozar a sus estrellas era un diferencial suficiente para captar público en la transmisión televisiva. Hoy, en un contexto definido por las taquillas decrecientes y el surgimiento de múltiples plataformas, el mercado demanda otras ofertas. Con la excepción de la apertura alegre de Justin Timberlake, así como del morbo suscitado por la confusión final, la premiación celebrada el 26 de febrero fue un desfile ocioso y aburrido. Casi ningún presentador o nominado se salió del guion, por lo menos no de manera voluntaria. En el momento más penoso de la noche, los organizadores invitaron al Kodak Theatre a un grupo de turistas que paseaban en un tour por Hollywood. Bajo el supuesto engaño de que visitarían una exhibición de moda, los introdujeron de forma inesperada en medio de la acción para ver cómo reaccionaban al estar frente a las estrellas más grandes del planeta.
En teoría, el segmento debería haber funcionado como una estrategia para romper la cuarta pared con el espectador y hacerlo sentir como parte de la “fiesta” de los Óscar. En la práctica, el resultado fue diametralmente opuesto: lejos de enloquecer de asombro, los turistas se tomaron un par de fotos con celebridades que bien habrían podido ser sustituidas por cualquier figura de Madame Tussauds, el museo de cera ubicado a unas cuadras del Kodak Theatre. Las estrellas de cine hoy son figurines que no acreditan su fama con la construcción de personalidades que conecten con segmentos populares. En ese sentido, el discurso de Viola Davis resultó emblemático. Al aceptar el premio como mejor actriz secundaria por Fences, Davis, intensa y exagerada, conminó a los presentes a contar historias sobre la gente común, la que está enterrada en los cementerios, la que nunca pudo cristalizar sus sueños. Esa, dice Davis, son las historias que importan, las que vale la pena contar. Y enfatiza: “Es por eso que me hice artista, y gracias a Dios que lo hice, porque la nuestra es la única profesión que celebra lo que es vivir una vida”. ¿Quién podría no simpatizar con la necesidad de contar las narrativas de la gente común, de los que “aman y pierden”? El problema es la condescendencia con la que se plantea: ¿sólo el artista -ese ser que según Davis es especial y único, casi divino- puede entender esto y celebrar la vida? Esta actitud remite a la autoimportancia del discurso de Meryl Streep en los pasados Globos de Oro, donde se ufanaba de que sin Hollywood la nación estadounidense sólo vería deportes y artes marciales. Esta arrogancia con la que se autoconcibe el establishment hollywodense poco o nada tiene que ver con la sociedad que lo rodea. Quizá Davis y Streep busquen retratar a la “gente normal” –ambas definen literalmente la carrera como el arte de habitar personas comunes y corrientes-, pero en los hechos son percibidas como algo diferente por la gente a la que supuestamente le dan voz. Bien valdría la pena que revisitaran Sullivan´s Travels (1941), la obra clásica de Preston Sturges que se burla de los intentos de un realizador por darse baños de pueblo y crear una cinta trascendental. No les vendría mal un poco de la humildad que caracterizaba al Hollywood clásico (modestia que, por cierto, no estaba peleada en lo absoluto con el glamur y el oropel).
2- Conducido por Jimmy Kimmel, anfitrión de Jimmy Live! (late night show transmitido por ABC), la entrega fue pródiga en agradecimientos cuya intensidad dizque humanista contrastaba con su pusilanimidad política (el discurso de la presidente de la Academia, Cheryl Boone Isaacs, fue lamentable, con una profundidad propia de una líder de preparatoria), pero corta en provocaciones y llamamientos específicos. Dos excepciones: la lectura de una carta escrita por el director iraní Asghar Farhadi, ganador del Óscar a mejor película extranjera por El cliente donde estableció que su ausencia era una manifestación de solidaridad con los ciudadanos de las naciones musulmanas afectadas por las restricciones impuestas por Trump para entrar al país. Y dos: el énfasis serio y urgente de Gael García Bernal al criticar el muro de creación próxima entre Estados Unidos y México antes de entregar el Óscar a mejor película animada. Lo demás fueron alusiones indirectas y guasadas de mediana acidez de Kimmel, como la de intentar sacarle “tuits” a Trump. La oportunidad de convertir la ceremonia en una plataforma crítica no sólo se perdió, sino que quedó relegada a un segundo plano por el error que definió la noche: la revoltura de sobres que derivó en que Warren Beatty y Faye Dunaway, la legendaria pareja protagónica de Bonnie y Clyde (Penn, 1967), diera como ganadora a mejor película a La La land, y no a Moonlight, la verdadera triunfadora. El enredo duró unos minutos, pero conformó una alegoría perfecta para explicar al Hollywood actual: La industria cinematográfica estadounidense es un universo confundido y poco articulado que ya no sorprende a nadie. Como contrincante de Trump, así como fuerza definitoria del debate cultural, Hollywood está en peor estado que Hillary. Ojalá recupere algo de la forma perdida.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.