Allan Warren

Queremos tanto a John Ford

Se cumple medio siglo de la muerte de John Ford, autor de un cine cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real.
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El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The grapes of wrath, 1940); Qué verde era mi valle (How green was my valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la stock company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The quiet man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real.

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Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.


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