Ya soy judío

El autor descubre que tiene un 0,5% de herencia judía asquenazí y fantasea con sus ancestros de Europa central y del este.
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He encargado un análisis genético y resulta que tengo un 0,5% de herencia judía. Asquenazí, por más señas. Después de fantasear durante años con ese vínculo ancestral, de imaginar incluso por qué remotos senderos del tiempo y el espacio podía llegar hasta mí, ahí está, certificado por una empresa americana. Sostiene el informe que, con toda probabilidad, tuve “un pentabuelo, un hexabuelo, un heptabuelo o un octabuelo que era 100% judío asquenazí.” Esta persona indeterminada, de la que ignoro el nombre y hasta el sexo, de la que apenas sé que nació entre 1710 y 1800, tiene ahora para mí una existencia más real que cualquier bisabuelo -salvo Constantina, a la que me cupo conocer casi centenaria, y Felipe, camarero alcarreño de la CNT con muy malas pulgas-; no digamos que todas las generaciones de fantasmas que los preceden y que los siguieron en la marea incesante de la historia.

Bueno, miento. Hay otro ancestro individual: “un trastatarabuelo, pentabuelo, hexabuelo, heptabuelo u octabuelo (o mayor) que era 100% griego y balcánico. Esta persona probablemente nació entre 1710 y 1830.” (La frase tiene un aire a lo Edward Lear: There was an Old Person from Greece…). Volveremos a él/ella. Pero déjenme antes paladear mi recién descubierta identidad judía. Para empezar, asumo que me autoriza a hacer chistes de judíos y tuits sobre el Holocausto. Como en el episodio de Seinfeld en el que el dentista interpretado por Bryan Cranston se convierte al judaísmo y Jerry, presa del pánico, exclama: “If he ever gets Polish citizenship, there’ll be no stopping him!”.

Además, contar con ese cercano -en el inabarcable océano del tiempo- ancestro asquenazí, que no sefardí, me vincula con la gran cultura del Este y la Mitteleuropa. Ya no se trata de judíos gerundenses, de humeantes adafinas, de sinagogas toledanas, de marranos y chuetas. No, aquí estamos hablando de pogromos cosacos, de Roth y Singer, de rabinos voladores de Chagall, de Larry David y Mel Brooks. Tendré que aprender unas palabras de yídish y pronunciarlas estratégicamente, en tono casual, en ocasiones sociales; y buscar algún deli de referencia donde comprar pastrami y babka. Comeré albóndigas de matzá en Pascua, si no hay más remedio. Quizás estudie la Torá, quizás me acabe convirtiendo al precio de una gota de sangre de mi shlang. Al paso que vamos, quién sabe si tocará hacer aliyá. Y seguiré cultivando el humor que me puso sobre la pista de mi ya indudable, material, aquilatada, medida, graficada, herencia judía.

Pero, si hay en su seguro servidor un 0,5% de judío asquenazí, dirán ustedes, ¿qué pasa con el restante 99,5%? Bien, empiecen por descontar a ese incógnito greco-balcánico, hombre o mujer, que aporta un pequeño pero rotundo 0,2% de mi material. (Volveremos, volveremos). Descontemos también un cajón de sastre en torno al 0,4% que incluye marcadores norteafricanos, no identificados con la suficiente precisión para reclamar mi asiento entre el pueblo amazigh. El análisis confirma mis peores sospechas: soy, en un 99,1%, “Southern European”; que, desprendido del ya famoso ancestro greco-balcánico (sí, sí) se queda en un prosaico 98,9% de “Spanish & Portuguese”. Pero descendamos aún más al abismo, porque hay que tocar el fondo antes de salir de nuevo a flote.

Como imaginaba por la procedencia de mis abuelos (un linaje asturiano, otro leonés, otro cántabro), el grueso de mi herencia genética se detecta en el antiguo Reino de León y aledaños. ¿Tendré que hacerme leonesista o, peor aún, defensor de la oficialidá de la llingua? Privado de ese venero profundo de identidad que es el lenguaje -mis abuelos alguna cosa hablaban en el pueblo, aunque no tan bien como los asturianistas y cantabristas que salen ahora de la universidad-, no es previsible que acceda a la función pública en el futuro próximo. Pero tendré mis contrapartidas: al fin podré expresar mi opinión verdadera sobre el cachopo o la basílica de Covadonga -perdón, Cuadonga-; y cuando me hagan escoger entre la sidra asturiana y la vasca, tomaré sin miedo el guipuzcoano elixir. Además, para ser sinceros, la catedral de León siempre me ha parecido mucho más bonita que la de Burgos.

¡Ah, y los vascos! ¡Ancestros entre los ancestros! ¡Voces de antepasados olvidados, ríos de sangre! Pues por ahí se manifiesta también mi pool, tras Cantabria y Andalucía, en un meritorio 5º puesto que me habilita, creo, a reclamar alguna virutilla del Cupo o, como mínimo, sentir mía la broncínea mano de Irulegi, con sus inscripciones proféticas de inmersiones lingüísticas y certificados C1. No hablo euskera, es cierto; pero tampoco la mayoría de los vascos. Como en el caso del yídish, bastarán unas pocas palabras espolvoreadas, ante todo saludos e interjecciones. Y la afición a menear el bigote y coger setas ya viene de serie. Por encima de todo, avanzo decidido hacia la decrepitud, y nada puede hermanarme más con las poblaciones del norte de la península que la perspectiva de cobrar una pensión.

Los siguientes territorios son previsibles de nuevo a la luz de mi historia familiar: su poquito en La Mancha, en Valencia y en Galicia, la infaltable cuota madrileña y, en último lugar, Cataluña. Me incomoda un tanto esto: no sé si esa catalanidad casi residual me llega para reclamar algún hecho diferencial o trabajar en la cadena SER. Y, aunque es indudable que soy algo antipático, hace muchos años que dejé atrás lo que Freud denomina la “fase anal”.

En fin, por dar unas pinceladas finales de mi retrato genético, en la anchurosa categoría “Spanish & Portuguese” se registran los vaivenes históricos de esta comunidad nacional nuestra; que no existe, ya saben, pero hayla. Un pastor-guerrero yamna de la estepa póntica se alza en mi pasado como los galos de Rimbaud; y también viene de matute una generosa proporción de esos primeros agricultores oriundos del Asia Menor, que doblaron anónimamente el lomo durante generaciones sin cuento. Más el sustrato de cazadores-recolectores que se buscaron las castañas después de la extinción de la megafauna, y tantos otros: su qué del Mediterráneo central y oriental, que debemos a Roma; el personal campaniforme, los celtas, la morería… Otra primicia del análisis es que presento 232 variantes genéticas de origen neandertal. Fui corriendo a contárselo a mi padre y me dijo: “Bah, como todo el mundo”. La genética despliega sobre el pasado un algo administrativo, casi funcionarial; y, a la vez que religa, desencanta. Pero menos da una piedra.

Sí, sí, no me olvido: ¡el griego o griega! Me gusta imaginarlo como un marinero, un comerciante, un pirata de tez morena aupado a la proa de una nave de vela latina, entregado a los más varios comercios de un confín al otro del mare Nostrum. Aunque también pudo ser una viuda dálmata casada en segundas nupcias con un pequeño propietario murciano; o vayan ustedes a saber.

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Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.


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