Escena de Richard Pryor: Live in concert.

Regresos con gloria

En Live in concert, la filmación de una rutina cómica con la que volvió al escenario tras un escándalo originado por un episodio de violencia doméstica a finales de los 70, Richard Pryor entregó una narración de su vida tan absurda como creíble.
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Es probable que no haya habido mejor regreso a la stand-up comedy después de un desastre personal y/o de relaciones públicas que el concierto que dio Richard Pryor en el Teatro Terrace de Long Beach, California, en diciembre de 1978 y que, apenas unas semanas después, fue estrenado en la pantalla grande con el título de Richard Pryor: Live in concert (1979), dirigido por Jeff Margolis.

Meses antes, en enero de 1978, Pryor había sido detenido por la policía angelina, y luego liberado después de pagar una fianza de cinco mil dólares, por un episodio de violencia doméstica que terminó siendo publicitado en todos los diarios y noticieros estadounidenses. Según las víctimas de la agresión –su tercera esposa, Deborah McGuire, y dos amigas de ella–, el comediante afroamericano las había corrido de su casa a balazo limpio, les había echado el carro en el jardín, había destruido el auto de la esposa chocándolo con su Mercedes Benz y, al final, de pilón, había terminado disparándole a su propio automóvil hasta destruirlo por completo. Esto, por cierto, no aparece en las notas periodísticas que hicieron la crónica del escándalo, pero es lo que el mismo Pryor confiesa en la parte inicial del concierto. ¿La razón para destruir su propio automóvil a balazos? Que su esposa no se llevara el carro después del inminente divorcio (por supuesto, McGuire se divorció de él poco después de esta agresión).

El escándalo no destruyó la carrera de Pryor. A estas alturas, ya eran bien conocidos por el público sus interminables aventuras con amantes y/o esposas, su rampante agresividad cómica, sus extravagancias dentro y fuera del escenario, sus debilidades por el alcohol y la cocaína. Incluso, pocos años atrás, había perdido el papel principal de la obra maestra de Mel Brooks, Locura en el Oeste (1974) –en donde comparte crédito como coguionista–, porque la casa productora Warner Bros. se negó a pagar el cuantioso seguro por si el rodaje se tuviera que detener por algún problema debido a las múltiples adicciones del comediante.

Nada de lo anterior dañó a Pryor porque, también hay que decirlo, eran otros tiempos. El ser detenido por la policía en una pelea marital en el que, para los estándares de la época, no había pasado “nada” –los disparos habían sido al aire, nadie había muerto, ninguna de las tres mujeres resultaron heridas– no era un escándalo lo suficientemente grande en los años setenta, no por lo menos para derrumbar la figura cómica de alguien que había construido buena parte de su carrera usando su turbulenta vida personal como el punto de partida para su radical y perturbador humor. De hecho, Pryor enfrentaría un escándalo mucho mayor en 1980, aunque en esa ocasión no dañó a nadie más que a sí mismo: en pleno rodaje de Locos de remate (Poitier, 1980) y provocado por un excesivo consumo de cocaína, Pryor se vacío una botella de ron en el cuerpo y luego se prendió fuego –anécdota que, por supuesto, terminaría usando en otro de sus conciertos posteriores.

Hijo de una prostituta y un estafador, criado en un burdel propiedad de su abuela Marie, quien le pegaba un día sí y otro también –uno de los mejores momentos en Live in concert es, precisamente, cuando narra, de una forma tan hilarante como terrorífica, el maltrato físico que recibía de su padre y de su abuela–, Pryor nunca temió explorar el lado más oscuro de sí mismo y de la sociedad en la que le tocó vivir. La violencia, el racismo, sus problemáticas infancia y adolescencia, su padre vividor, su condición de celebridad negra entre blancos condescendientes, los abusos de la policía contra la población afroamericana, su dependencia al alcohol y las drogas, eran temas recurrentes en sus conciertos y en sus apariciones en vivo, a contracorriente de la enorme mayoría de sus películas, especialmente las más exitosas que realizara al lado de Gene Wilder, mucho más cercanas al domesticado mainstream hollywoodense.

A 40 años de distancia, las rutinas escritas por Pryor –con la ayuda de su colaborador habitual Paul Mooney–- siguen funcionando a la perfección. Es cierto que hay algunos chistes, los menos, que ahora sería imposible repetir –los del chino tartamudo, por ejemplo, que pueden ser racialmente ofensivos, pero que sigue siendo culposamente graciosos–, pero hay otros que resultan más cercanos a nuestra sociedad del siglo XXI, como su larga rutina centrada en la relación que tenía con todas sus mascotas: sus innumerables perros, sus dos monos ardillas (uno llamado “Brother”, la otra “Sister”) y hasta con un precioso pero inútil pony que no era más que “una máquina de cagar”. Como en los chistes relacionados con su infancia, en los construidos alrededor de sus compañeros de cuatro patas se nota que hay honestidad y autenticidad: fuera de los escenarios, Pryor fue un fervoroso defensor de los derechos de los animales y se opuso terminantemente a su uso en los circos. 

Lo que sigue deteniendo el aliento frente a la pantalla es ver al enérgico Pryor moviéndose en el escenario, sudando a chorros, contestando gritos del público, dejándose llevar por los recuerdos de sus lejanas humillaciones infantiles y sus muy cercanas humillaciones públicas, reflexionando sobre sus fracasos personales y sus éxitos profesionales. Hay algo profundamente humano en la forma que enlaza sus vivencias –las buenas, las malas, las peores, las que no deberían contarse– para entregarnos, en los poco menos de 80 minutos de duración de su Live in concert, una narración tan absurda como creíble y sin filtro alguno. El inevitable biógrafo cinematográfico David Thomson escribió alguna vez que la vida de Pryor fue su auténtica obra de arte, más que el conjunto de sus disparejas películas o sus desternillantes rutinas cómicas. Y sí, hay algo de verdad en ello.

Al inicio anoté que este concierto ha sido, acaso, el mejor retorno de un comediante de stand-up después de pasar un periodo complicado de su vida. Es cierto que Lenny Bruce tuvo más problemas con la justicia que Pryor –fue arrestado en varias ocasiones, acusado de obscenidad–, pero los líos con la censura no eran problema para Bruce: por el contrario, eran, en parte, el blanco de su comicidad provocadora.

Hay otro concierto, muy reciente, que se conecta de alguna manera con aquel lejano retorno de Pryor. Se trata de Aziz Ansari: Right now (2019), dirigido por Spike Jonze y que se encuentra, al igual que Live in concert, disponible en Netflix. En Right now, el comediante de origen indio vuelve a un escenario para compartir sus reflexiones sobre lo que le sucedió y lo que ha cambiado en él y alrededor de él en los tiempos del MeToo, año y medio después que una mujer lo acusara de un mal comportamiento sexual en una cita consensuada.

En las antípodas del frenesí desenfrenado de Pryor, Ansari toma un camino mucho más reflexivo, caminando por una cuerda floja en la que malabarea con el humor, la provocación y la lucidez. A su manera, en su estilo, creo que Ansari ha logrado lo mismo que Pryor, guardando las enormes distancias que existen entre los dos: en sus dos conciertos, los dos comediantes confiesan sus fallas, nos obligan a vernos reflejadas en ellas y, al final, nos recuerdan que la vida tiene que seguir. Y que el show debe continuar.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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