La tentación de lo sobrenatural es una explotación que se hace, sobre todo, en épocas aciagas. Casi aventuraría que resulta propicio para periodos presidenciales republicanos, cuando toda maldad política es posible pero sólo puede ser señalada desde las claves y signos de la evasión pop. Pero hacer una lista de las correspondencias maléficas entre las administraciones republicanas y el gótico estadounidense exige de un tiempo y un espacio que resultaría extenuante en extremo.
Insisto, se podría suscitar una lista de claves que describa las manifestaciones más oscuras del pop como un síntoma general de enfermedad social, pero tal vez un ejemplo baste y sea suficientemente elocuente al respecto. Se trata de Dark Shadows, producción de Dan Curtis para la programación vespertina de la ABC. Literalmente, una telenovela gótica de espíritu posromántico que vino a poblarse —apenas pudo— con toda suerte de aparecidos y demás criaturas de la noche.
Señalo “apenas pudo” porque no era la intención original del melodrama convertirse en un recipiente insaciable de lo sobrenatural, atenido más a los rigores victorianos desbocados de Emily Brontë, donde la pasión se desborda todavía desde los límites de lo humano. Una vez que se da el salto a lo mágico todo cabe, todo se vale.
El melodrama se transmitió entre 1966 y 1971 y hoy es objeto de culto (con un entusiasmo de iniciado kitsch que podrían tener en el futuro las novelas de vampiros rocanroleros de Anne Rice). Resulta casi obvio decirlo, pero aparece en uno de esos típicos momentos de la posthistoria estadounidense que resultan cruciales (por no decir, casi histéricos) debido a la línea que divide valores y convenciones, costumbres y derechos. Se trata de un momento de pugna social, de desigualdades proclamadas y vagas conciliaciones. “El otro” es siempre una amenaza, pero los monstruos son los que actúan en aras de un orden social.
No se trata tanto de que ese otro sea un vampiro: los vampiros no existen; pero llegado el caso de que existieran (como podrían existir los superhéroes) ¿qué se hace con ellos? Seguramente habría que matarlos, como lo hace Buffy, la caza vampiros, en la fe de que se busca un bien mayor. Pero hasta Buffy se rinde ante los encantos de un vampiro, un vampiro que es bueno, o que —al menos— busca ser bueno. El problema es cuando te ponen al vampiro junto, dispuesto a dejar sus malos hábitos, siempre tentado a dejarse llevar por su naturaleza.
True Blood, la nueva serie televisiva del productor Alan Ball, se ofrece como una parábola política que se insinúa tan previsible como inusitada. Los vampiros han decidido salir de las sombras y hacer pública su existencia después de que un laboratorio en Japón ha desarrollado un sucedáneo sintético –la True Blood que le da título al programa– que les alivia su urgencia de sangre humana. Es algo que consiguen en cualquier minisúper como si fuera Redbull, con tipos de sangre y RH, según su preferencia. Siguen portándose como vampiros: resultan solemnes, son rápidos, dados a presumir sus colmillos y no pueden pasearse bajo la luz del sol.
Alan Ball es un seductor. Ha brillado antes con sus versiones del American Gothic (un imaginario que se deviene —como lugar común— del cuadro de Grant Wood que exhibe a una pareja de campesinos americanos) y la felicidad inalcanzable que representa. Saltó a la fama con American Beauty, catálogo de un cansancio hecho de comodidades (encarnado por Kevin Spacey) que encuentra su salida en la muerte al descubrir la plenitud que suponen las pequeñas cosas. Vino a convertirse después en baluarte televisivo al desarrollar Six Feet Under para la HBO, serial sobre una familia con una funeraria en el sur del California, que vino a explotar con ánimo campechano los lazos entre vivos y muertos con una fantasmagoría que podría tacharse de realismo mágico gringo.
Como experiencia sobrenatural, True Blood está muy lejos de estos proyectos. Ball, oriundo de Georgia, exhibe a cuadro con flagrante gandallez un universo que resulta casi exótico para el televidente. La acción transcurre en Bon Temps, localidad imaginaria situada en una Lousiana que invoca, exuberante y sensual, dulzona e intoxicante, la idea gringa (es decir, el imaginario pop) de lo primordial, en cuanto a tentación y pecado original.
Alan Ball se topó con Dead Until Dark, novelita de Charlaine Harris, escritora oriunda de Tunica, Mississippi, por llegar demasiado temprano a su cita con el dentista. Había un Barnes and Noble enfrente y decidió ir a hurgar entre los libros de horror y misterio. Decidió llevársela para leer antes de dormir, se prometió leer un capítulo porque tenía un llamado temprano (todavía producía Six Feet Under) y acabó leyéndose siete, cautivado frente a la mezcla feliz y casi obscena que ofrecían los lugares comunes del folclor del relato de vampiros y el color local sureño.
La premisa sobre las tensiones enfrentadas por mortales y vampiros en su convivencia gracias a la “sangre de verdad” pasa a segundo plano. Los vampiros salidos a la “luz pública” son vistos con igual atractivo y repulsión. No hay nada que se compare a tener sexo con un vampiro, pero esto resulta tan peligroso como mal visto. Es gracias a las convenciones del género, aquello que se sabe que hacen y que no hacen los vampiros (esa suerte de cánon —por no decir bon ton— para entendidos), que se da por sentado de manera familiar que ha existido esta convivencia en el pasado. Los vampiros han estado siempre ahí, aunque no existan.
Es en esa necesidad casi compulsiva por reciclarlos, invocados una y otra vez, para habitar escenarios donde toda alegoría social se reduce de manera perversa a lo obvio, que se permite el juego doble de la parodia. Es tan impostada como solemne; de mentis, pero en serio. La risa tiene sus conexiones con el miedo y Ball sabe explotarlas en todo su ridículo posible. Sea con sangre desbordada y alaridos o con la sutil estulticia que supone todo llamado del destino.
Ball se decidió a desarrollar la serie por que las historias de Charlaine Harris eran “excitantes, sexys y violentas y románticas”. Propuso el proyecto como popcorn television: pura diversión, casi dada al camp, con algo de romance telenovelero llevado al extremo delicioso de lo inverosímil.
La serie ha sido un éxito. HBO no había tenido un impacto semejante desde Los Sopranos. La fórmula y explicación, según Ball, es que: “A las mujeres les encanta la narración y el romance; y a los hombres, el sexo y la violencia”. Suple carencias, rompe con tabúes, resulta tan candorosa como explícita; en especial durante las escenas de arrebato sexual: su blanco propicio son los adolescentes, o más bien, el ansia adolescente al que se ha aferrado como salvavidas el público en general.
Los problemas raciales y la discriminación por preferencias sexuales es algo que subyace como tema, pero sobre todo, como provocación. Esta paradoja social que ha marcado siempre a los Estados Unidos entre lo que es y lo que es bueno, entre la diversidad que contiene a lo americano y el camino para llegar a los valores que venden como emblema de su nación resulta demasiado explícita. Más allá del humor y el ánimo satírico, toda denuncia se pierde y, como si se tratara de una ironía llevada a lo ejemplar, el vampiro siempre se lleva la peor parte. Es en la mofa de esta redención moral que se puede permitir la pregunta sobre quién es el verdadero depredador. Como si se nos olvidara en algún momento: es el otro, por supuesto.
– Ricardo Pohlenz