La tentación, primero, de poner orden. De decir que Synecdoche, New York (2008) es una película. De afirmar que hay un personaje principal, Caden Cotard, interpretado por un actor, Philip Seymour Hoffman. De asegurar que, por debajo de las imágenes de la cinta, corre una historia. La historia, precisamente, de Caden Cotard. Un dramaturgo que sufre. Que orina sangre. Que es abandonado por su esposa. Que gana una beca. Que decide montar una obra “grande, brutal y verdadera”. Que contrata a decenas, miles de actores. Que duplica la ciudad de Manhattan dentro de una bodega en Manhattan. Que duplica la réplica de Manhattan. Que contrata a decenas, miles de actores para que interpreten a los miles de actores ya contratados. Que se encierra en la bodega a ensayar durante años. Que no sabe de qué trata la obra. Que sólo está seguro de que la obra debe ser idéntica a la vida –debe ser la vida.
Pero no. Mejor aceptar que Synecdoche, New York es muchas películas al interior de una película o la continuación de los demás filmes escritos por Charlie Kaufman o un ensayo sobre el simulacro o una instalación multidisciplinaria (cine, teatro, animación) o una crítica del artificio o, para decirlo melosamente, un trozo de vida. Mejor aceptar que la película se llama como se llama –sinécdoque– porque no hay, en rigor, un personaje principal –cuando decimos Caden Cotard decimos legión y cada uno de los actores está allí para representar a un hombre que es todos los hombres. Mejor aceptar que no hay un hilo argumental –hay imágenes que se articulan de un modo no narrativo, siguiendo la lógica absurda de un poema demente. O de una película de David Lynch.
La tentación, después, de privilegiar el gusto. De calificar el guión, la dirección, las actuaciones. De señalar, como se ha señalado, que el debut de Kaufman en la dirección es demasiado ambicioso. Que la película es demasiado larga. Que son demasiados los cabos sueltos. La tentación de sumarse a los bárbaros y repetir: sencillamente es una película fallida.
Pero no. Synecdoche, New York no es una película fallida: es una película imposible. El objetivo de Kaufman, como el de Caden Cotard, es un despropósito: acercar el arte a la vida –unificarlos. Poner en escena no una obra sino la realidad. Filmar no una película sino el desorden narrativo de la vida. En ambos casos, abatir la representación: no crear una metáfora de la cosa sino presentar la cosa misma. Y la jodida cosa, para acabarla, es múltiple y elusiva. Un despropósito, entonces. Pero ese despropósito, ya se sabe, es el único móvil sensato para abandonar la cama y empezar a crear.
– Rafael Lemus
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).