La historia es casi tan vieja como la memoria: una princesa, huérfana de padre y madre, de piel blanca como la nieve, cabello negro como la noche y labios rojos como las rosas, es sentenciada a morir por su madrastra, una mujer de belleza equiparable (pero inferior), reina del trono que dejó el padre de la chica. Con variantes casi infinitas, la historia de Blancanieves ha circulado durante siglos, en distintas versiones, por toda Europa. Fue Walt Disney quien recuperó el clásico cuento (vía la adaptación de los hermanos Grimm) para hacerlo una de sus famosas adaptaciones animadas: razonablemente edulcoradas, pero conservando cierto subtexto macabro (varios antecedentes de esta gran incursión: la versión de 1933 de Snow White, animada, que protagonizó Betty Boop; la de 1916, que protagonizara Marguerite Clark). A partir de entonces, la historia ha circulado en diversos contextos (desde el cine porno hasta la revisión con afán historicista) e incluso ha dado el brinco a la realidad: alguien afirma que la historia de Blancanieves está basada en la anécdota de una princesa alemana real. El cine, por supuesto, ha sido uno de los máximos explotadores del cuento.
La versión de 2012 (la segunda de tres posibles: la primera, un fallido experimento donde aparece Julia Roberts; la tercera fue cancelada) tiene entre sus protagónicos a Charlize Theron (la reina bruja), Kristen Stewart (la Blancanieves del título) y Chris Hemsworth (también conocido como Thor; aquí es el cazador que es enviado para asesinar a la princesa). El filme arranca con un no tan despreciable ritmo en el que se plantea rápidamente y sin ambages la situación por todos conocida: la bellísima princesa huérfana; la reina que asesina a su esposo. El planteamiento es ágil y Charlize Theron, quien debe ser la actriz de Hollywood más hermosa viva, da una buena actuación que hace pensar que quizá el tiempo invertido en esta cinta valdrá la pena. La aparición de Kristen Stewart comienza la debacle absoluta e irreversible de la cinta. No es una actriz versátil. Su desempeño es exactamente el mismo que hemos visto en la saga de Twilight o en cualquier otro papel en que haya participado (quizá donde mejor se encuentre su tono es en Adventureland, esa comedia independiente que pretendía revivir los 80’s).
Ante todo, Snow White and the Huntsman es cinta incoherente. Su contenido parece tomado de cualquier parte (alguien que explique, de una buena vez, a los productores y directores, que no bastan todas las espadas de Mordor para que una cinta sea épica): por momento hay instantes que parecen recortados de Twilight, mezclados con material de The Lord of the Rings. Las habilidades actorales de Stewart, por otro lado, son escasísimas y casi vergonzosas: el discurso que se supone debería de incitar a todo el reino a unirse en torno de la princesa es un enorme momento que carece de ritmo, carisma o la gracia mínima para generar una escena medianamente lograda.
El ritmo (o la falta de él) es también otro gran enemigo de la cinta: dos de los siete enanos son tipos que son capaces de momentos cómicos (uno más que otro): Ray Winstone y Nick Frost. El segundo, comediante de altura, no tiene un solo momento cómico en toda la cinta: el guionista, Evan Daugherty, es incapaz de aprovechar a Frost o a cualquiera de sus compañeros; prueba de esto es el nefastísimo enfrentamiento con el trol: todo aquel que se atreva a verla considerará la cinta, a partir de este momento, completamente perdida. (El único momento más o menos válido de Snow White and the Huntsman es un robo de una escena de La Princesa Mononoke, de Hayao Miyazaki: un autor que sí sabe revisar y contar clásicos):
El revisionismo y las adaptaciones de cuentos clásicos no son cosa nueva. Acaso la última ola revisionista fue inaugurada por Bill Willingham y su Fables (cómic publicado por Vertigo a partir de 2002 y del que desciende, casi directamente, Once Upon a Time). El asunto no es revisar los clásicos: esto es prácticamente una ley de la ficción. El asunto es que los clásicos sean mal revisados, de forma descuidada; apelando solamente al nombre que es ya una marca registrada, que venderá de forma automática, y no al verdadero afán de narrar una historia. Quizás Hollywood deba recordar que el cine se hace porque se quieren contar historias; el éxito económico es una consecuencia bienvenida de narrar algo que interese al público. Quizá, a juzgar por los números de taquilla de las últimas incursiones hollywoodenses, quien deba recordarlo sea el público.
La imagen del comparativo fue tomada de aquí.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.