Un grupo de hombres armados a los que hemos visto salir de una prisión llega en varios autos al frente de una casa. Algunos se bajan de una camioneta y entran violentamente. La cámara permanece afuera del sitio, desde donde escuchamos varias detonaciones de armas de fuego, gritos, llantos, súplicas. Fuera de la casa, la madre de familia es ejecutada a ráfaga limpia. Una jovencita sobreviviente es subida a un auto, con destino incierto. Un bazucazo final hace estallar la casa. Las llamas se elevan en el cielo abierto, cubriéndolo con una capa espesa de humo y cenizas. Estamos en medio del infierno.
El inicio de Somos. (E.U. – México, 2021), teleserie de seis episodios creada por el productor James Schamus y recién estrenada en Netflix, sigue fielmente el prólogo de “Anatomía de una masacre”, el premiado reportaje de Ginger Thompson publicado el 12 de junio de 2017 en ProPublica en colaboración con National Geographic. La matanza había ocurrido más de seis años atrás, entre el 18 y el 20 de marzo de 2011, en Allende, Coahuila, un pequeño pueblo ganadero y minero de poco más de 20 mil habitantes, situado a 55 kilómetros de la ciudad fronteriza de Piedras Negras.
La masacre pasó casi desapercibida en su momento: hacia finales del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), este tipo de crímenes en masa se había empezado a convertir en una grotesca rutina noticiosa. En enero de 2010, 60 estudiantes fueron asesinados en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez; ese mismo año, entre el 22 y 23 de agosto, 72 migrantes centroamericanos fueron ejecutados en San Fernando, Tamaulipas. En agosto de 2011, una docena de sicarios incendió el Casino Royales de Monterrey, matando a 52 personas.
La dimensión del crimen colectivo perpetrado en Allende, la destrucción inmisericorde de casas y ranchos, la desaparición de decenas de individuos, incluyendo hasta bebés, se empezó a conocer a retazos. Algunos de los sobrevivientes huyeron hacia Eagle Pass y no regresaron; muchos de los que se quedaron se negaron a denunciar y los pocos que lo hicieron terminaron arrepintiéndose cuando empezaron a recibir amenazas de muerte. En ese momento, las autoridades estatales –encabezadas por el entonces gobernador interino Jorge Torres López, sentenciado hace unos días en Texas a tres años de prisión por lavado de dinero– no movieron un dedo. La administración siguiente, a cargo de Rubén Moreira (2011-2017), alcanzó a detener algunas figuras menores –la mayoría, halcones o expolicías– y a facilitar la aceptación burocrática de la muerte de los muchos desaparecidos, que incluyó el acta de defunción y una cajita que contenía tierra y cenizas provenientes del sitio donde los criminales, se supone, habían incinerado todos los cuerpos. Incluso el número de víctimas sigue siendo incierto: va desde las 28 que aseguran las fuentes oficiales hasta unos 300, de acuerdo con los pobladores del lugar.
Este horror es el que recoge Ginger Thompson en su notable reportaje, que incluye testimonios directos de testigos del crimen colectivo y de familiares de las víctimas. Con un guion adaptado por Monika Revilla (guionista de El baile de los 41) y por la novelista Fernanda Melchor, Somos. retoma el cúmulo de información recogida por Thompson a través de media docena de historias semificticias que se van entrecruzando hábilmente: la de un par de bomberos y sus respectivas esposas, la del inútil hijo universitario de un viejo ranchero acosado por el narco, la de un grupo de estudiantes de preparatoria, la de un malandro encargado de dotar de blackberrys cada 15 días a sus poderosos jefes mafiosos, la de un par de agentes de la DEA obsesionados por detener a los hermanos Zeta 40 y Zeta 42, Miguel Ángel y Omar Treviño, y la de una hosca doñita hotdoguera que decide meterse en las fauces del lobo con tal de salvarle la vida a su yerno bueno para nada.
Somos. presume tantos logros como insuficiencias. Por un lado, carece acaso inevitablemente de la precisa contextualización histórica del reportaje de Thompson –la llegada de los líderes Zeta a Allende en el gobierno de Humberto Moreira (2005-2011), la lenta penetración de los narcotraficantes en la hasta entonces apacible localidad norteña, la aceptación pasiva o alegre de los dineros del crimen organizado por parte de la propia sociedad pueblerina–, pero esta deficiencia lo compensa con la muy eficaz dramatización de las circunstancias precisas que llevaron a la demencial masacre ordenada por los hermanos Treviño.
El hilo inicia cuando Carlos Revilla (Martín Peralta), un agente mexicoamericano de la DEA, se entera de que los buscadísimos Zeta 40 y Zeta 42 se encuentran guarecidos en cierta fortaleza ubicada en Allende. La aparición en Texas de un camión con 802 mil dólares escondidos en el tanque de gasolina y la detención de su parlanchín chofer, hermano menor del narcotraficante Héctor Moreno (Armando Silva), resulta ser un golpe de suerte. Con la información que aquel proporciona, Revilla presiona a El Diablo (Josué Guerra), un distribuidor tejano de droga, para que convenza a Moreno que le pase los números de los blackberry que cada 15 días les entrega a los Treviño. Moreno entiende que no tiene ya mucho qué perder: la detención de su hermano en Estados Unidos es el pretexto perfecto para que los paranoicos Treviño lo ejecuten, así que decide traicionarlos primero. El problema es que, de manera inexplicable, por torpeza, corrupción, indolencia burocrática o una mortal combinación de todos los anteriores, alguien de la DEA comparte esta información con agentes mexicanos –¡de la Secretaría de Seguridad Pública de Genaro García Luna!– que filtran todos los detalles a los líderes Zeta, quienes reaccionan como fieras acorraladas: si alguien de Allende los traicionó, todo Allende pagará por ello.
Filmada en locaciones de Durango y Coahuila, tanto en escenarios reales como en sets construidos ad-hoc, a Somos. le sobran algunas líneas narrativas (como la de la prostituta centroamericana secuestrada por sicarios, los ires y venires amorosos de los indistinguibles adolescentes) y, por desgracia, carece de la necesaria contundencia visual, debido a su muy convencional puesta en imágenes, con algún par de excepciones: la delirante fiesta a ritmo de Nelson Ned en el penal de Piedras Negras y el conmovedor enfrentamiento de un viejo ranchero y su recio caporal en contra de los Zeta.
Con todo, estas insuficiencias contrastan positivamente con el buen desarrollo de la mejor subtrama de la serie, la que termina justificando su producción y su existencia. Se trata del voluntario viaje a los infiernos que decide emprender la correosa vendedora ambulante Doña Chayo (formidable Mercedes Hernández), quien ofrece sus servicios de eficaz halcona al jefe Héctor Moreno con tal de salvarle la vida a su yerno Paquito (el actor no profesional Jesús Sida, todo un descubrimiento), detenido nomás porque sí para ser enviado al penal del Piedras Negras, la casa/hogar/escuela de los Zeta en Coahuila. Doña Chayo es una auténtica sobreviviente: mira, observa, estudia, calla y habla cuando lo considera preciso. Cada paso que da lo hace pensando en su hija Aracely (Natalia Martínez, también actriz no profesional), en su yerno Paquito y en el hijo de ambos. Los esfuerzos de esta mujer por salvar a su familia resultan ser el genuino centro dramático de la serie, que transmite mejor que cualquiera de los otros hilos narrativos el infierno que puede enfrentar el mexicano común y corriente extraviado en esta interminable y fracasada guerra contra el narcotráfico.
Así, mientras los políticos en la Ciudad de México empujaban irresponsablemente una confrontación que no se podía ganar, los políticos de Coahuila volteaban hacia otro lado y se corrompían ante la implacable invasión Zeta, y los policías mexicanos y/o estadounidenses se vendían al mejor postor o se agachaban por impotencia, cobardía o mera indolencia, las Doña Chayo y los Paquito de todas partes buscaban sobrevivir en medio de las balas, la sangre, la destrucción y la muerte. ¿Buscaban? Más bien, buscan todavía, aquí y ahora, en Zacatecas, en Guanajuato, en Tamaulipas, en Jalisco, en todo este país convertido en un camposanto sin cruces. Con suerte, a veces lo logran. A veces, no.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.