“La última y nos vamos”. Ninguno de los cuatro –John, Paul, George o Ringo– dijo eso, pero queda claro, después de ver las fascinantes, tediosas, iluminadoras, conmovedoras y exultantes ocho horas de la serie documental The Beatles: Get back (Reino Unido – E.U. – Nueva Zelanda, 2021), que el mencionado cuarteto de Liverpool sabía, de alguna manera, que como grupo estaba viviendo tiempos extras. Estamos en enero de 1969 y los Beatles tienen más de dos años de no aparecer en conciertos públicos aunque, en el inter, han grabado y publicado un par de álbumes extraordinarios, dos de los más experimentales de todos los que hicieron: Sgt. Pepper’s Lonely Club Band (1967) y Magical Mistery Tour (1967).
Las cosas no están bien. El representante de ellos y, hasta cierto punto, la figura paterna del grupo, el “quinto Beatle” Brian Epstein había muerto en 1967 y poco antes Lennon había empezado una intensa relación amorosa con cierta artista plástica japonesa llamada Yoko Ono. Los rumores de que las relaciones entre Lennon y McCartney eran tirantes ya habían llegado a la prensa y George Harrison empezaba a sentirse ignorado por sus dos más impositivos compañeros.
En este contexto, su productor de siempre, George Martin, los empuja a grabar de nueva cuenta y Lennon, en particular, acepta con la condición de volver a tocar en público. La idea era crear un nuevo álbum, hacer un especial televisivo y tocar en un concierto en vivo. Al final, el programa de televisión se dejó de lado, se tomó la decisión de hacer una película sobre la creación del nuevo álbum y solo quedó pendiente elegir el lugar donde ocurriría el concierto. (Martin lo quería realizar en algún anfiteatro grecorromano en las costas de Libia, con todo y dos mil antorchas prenidas.)
Este ambiente fue recogido en el documental Let It Be (1969), dirigido por Michael Lindsay-Hogg a partir de más de 60 horas de pietaje en 16 milímetros, tomadas por el cinefotógrafo Anthony Richmond a lo largo de 22 días de 1969 que culminaron en el célebre concierto que los Beatles realizaron el jueves 30 de enero de ese año, en el techo de Apple Corp –los cuatro no tocaron juntos en público después de aquella ocasión. Let It Be fue la quinta y última película protagonizada por el cuarteto, su única cinta documental y también una obra por la que ninguno de ellos mostró mucho entusiasmo. De hecho, ni siquiera asistieron al estreno, que ocurrió en Londres en mayo de 1970, acaso porque unas semanas antes Paul McCartney había anunciado el lanzamiento de su primer álbum como solista.
Peter Jackson, fanático de los Beatles como cualquier ser humano nacido en la segunda mitad del siglo pasado, pensó retomar todo el pietaje fílmico original –además de unas 150 horas de audio– y restaurarlo por completo, tal como lo hizo hace tres años con las imágenes de la Primera Guerra Mundial en el impresionante documental Jamás llegarán a viejos (2018). El proyecto empezó, pues, como un filme que pretendía extender y corregir la historia contada en la película de 1969, que presentó una imagen poco agraciada del grupo, de sus dinámicas internas y hasta de su forma de trabajo. Parafraseando a Ringo Starr, aquella cinta parecía señalar que los cuatro no se soportaban e, incluso, que ni siquiera disfrutaban hacer música.
Después de ver las casi ocho de este documental, es obvio que aquella imagen de los Beatles de 1969 estuvo completamente distorsionada, por decir lo menos. Es cierto que había tensiones en el grupo y es evidente que algo se había roto en el interior: la “renuncia” de George Harrison a la semana de iniciar los ensayos, la discusión que tienen Lennon y McCartney que fue grabada sin que ellos se dieran cuenta, la exasperación que se nota más de una vez en la mirada de Paul, los retrasos continuos de Lennon y su humor sarcástico, la actitud de “a mí mis timbres” de Ringo.
Pero también es claro que los cuatro seguían siendo, mal que bien, bien que mal, auténticos camaradas. Basta que uno tome la guitarra y otro el bajo, que uno se siente frente al piano, que otro empiece a tatarear algo, para que la magia renazca, las sonrisas aparezcan, para que se interrumpan uno a otro, para que alguien deje la canción que están componiendo y toquen algo de Ray Charles o de Dylan o de Elvis. Si estos tipos se llevaban tan mal que en 22 días crearon un álbum entero –Let It Be (1970)– y buena parte de otro –Abbey Road (1969)– y varias canciones que luego aparecerían en sus discos como solistas, ¿qué habría sido si se hubieran llevado bien?
Más allá de resolver la ociosa discusión de quién fue el que dio el primer paso en el rompimiento –¿fue realmente Lennon, “influido” por Yoko Ono?, ¿fue McCartney al anunciar el lanzamiento de su primer álbum?, ¿fue Harrison que buscaba otros derroteros?–, lo más importante que nos revela esta serie documental de tres episodios es el proceso creativo de cuatro auténticos artistas en la cúspide de sus talentos. Para cualquier estudioso musical –y no se diga para cualquier beatlemaniaco–, contemplar la manera en la que McCartney empieza a tocar el bajo y se encuentra con los acordes de lo que será “Get back” es un auténtico Santo Grial de la creatividad artística. Paul juega con las cuerdas del bajo, Ringo empieza a aplaudir rítmicamente y George sonríe, asiente y se da cuenta que su compañero tiene algo entre manos. Son poco más de dos minutos de pietaje que se encuentran entre los más emocionantes que he visto en el año. Cuidado, genio trabajando.
Por supuesto, no todos somos beatleamaniacos irredentos, así que a lo largo de estas casi ocho horas el tedio ocasional resulta inevitable, especialmente en el segundo episodio, que dura casi tres horas, cuando somos testigos de los ensayos en los que una y otra vez el cuarteto toca distintas versiones de “Get back” y de “Don’t let me down”. Pero incluso este exceso tiene mucho sentido: cuando los cuatro músicos veinteañeros parecen estancados y el espectador, frente a la pantalla, empieza a exasperarse, alguno de ellos empieza a tocar cualquier cosa –un éxito del pasado propio, alguna canción de alguien más– y, así nada más, los cuatro vuelven a la experimentación, al juego, a proponer una idea inspirada en el titular del día (“¿y si “Get back” la hacemos como canción de protesta?”) y otra vez, como niños con su juguete nuevo, se regresan al bajo, a la armónica, a la guitarra, al piano. Y vuelven las miradas de exasperación, es cierto, pero también la complicidad que solo se tiene con un verdadero amigo o con un hermano al que a veces, es cierto, apenas se le soporta –pero, qué carajos, sigue siendo un amigo, sigue siendo un hermano, y precisamente por eso se le soporta.
¿Qué hizo Jackson, además de esa mágica restauración de todas estas horas en las que se ve y se escucha mejor que nunca a Paul, John, George y Ringo? En primera instancia, como lo anoté antes, reconstruir una historia contada desde una perspectiva muy diferente. Luego, a partir de esta base, edificar una nueva narrativa en la que seguimos, emocionados, el camino por el cual en la comunión creativa que comparten los cuatro terminan venciendo la mezquindad, el resentimiento y la lucha de egos que ellos mismos han creado y alimentado. Hasta el clímax, esos atropellados 42 minutos del concierto final, en el que Jackson y sus cuatro montajistas dividen la pantalla en varios fragmentos para mostrar, por un lado, la interpretación de las nueve piezas musicales elegidas por los Beatles –“Get back” (tres veces), “I’ve got a feeling” (un par de ocasiones), “Don’t let me down” (también dos veces), “One after 909” y “Dig a pony”– y, por el otro, las sorprendidas y emocionadas reacciones de los transeúntes del distrito londinense de Mayfair que, a la hora del almuerzo, fueron testigos, del que sería el último concierto de los Beatles.
Así llegaron, pues, Paul, John, George y Ringo a su final y así llegamos nosotros, emocionados, al lado de ellos, escuchando ¡por enésima vez! “Get Back”… y añorando escucharla de nuevo.
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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.