No hay que esperar que Hollywood cumpla todas sus promesas; no hay que esperar, tampoco (eso sería necedad mayúscula) que sus adaptaciones literarias sean todas fieles y logradísimas. En realidad, con Hollywood habría que ir siempre con cuidado: estar dispuestos a contemplar su visión, darle el privilegio de la duda, cederle la palabra, sí, pero nunca sin cautela. En el caso de The Hunger Games (Ross, 2012) habría que irse aún con mayor tiento: las adaptaciones de franquicias literarias exitosas (que suelen ser la comida chatarra de la literatura, con sus honrosísimas excepciones), mayoritariamente adolescentes, son terreno pantanoso; su adaptación casi nunca va de la mano con el interés de narrar una historia tanto como con el afán de impactar notablemente la taquilla.
La anécdota central de Los Juegos del Hambre remite de inmediato a toda una tradición literaria y cinematográfica: gente que asesina gente en una situación extrema, provocada por un agente externo. La constante es viejísima, y podría comenzar con las luchas de los gladiadores romanos y extenderse a lo largo de siglos en la ficción y la realidad, pero ha habido una referencia que perservera (en el sentido negativo) entre la comentocracia cinéfila:Battle Royale. El filme de Kinji Fukasaku, basado a su vez en la novela de Koushun Takami, parte más o menos de la misma premisa: adolescentes asesinándose entre sí con tal de ganar un juego; pero el desarrollo es radicalmente distinto, en novela y filme. Las acusaciones de plagio no han dejado de caer sobre Los juegos del hambre; da la impresión de que nadie recuerda que todo es un remix y que ésa es, precisamente, la base de todo el arte: tomar piezas ya existentes como punto de origen para la creación, añadiendo y quitando, de acuerdo a la visión de cada autor. La influencia del cine oriental en occidente, un tema ya tratado en este blog, ha sido una constante en Hollywood en los últimos años. El tema debería, desde ya, ser aparcado definitivamente en favor de un mejor análisis.
The Hunger Games arranca de forma casi inmejorable: pone sobre la mesa a los personajes principales con inteligencia; el dilema, desde un principio, está clarísimo: la necesidad de asesinar con tal de salvar la propia vida. Con una ciencia ficción dura (que se va haciendo ligeramente extravagante conforme avanza) y pintando un futuro no tan descabellado – el punto central de este futuro es la televisión y el rating, nada distante del presente –, el argumento presenta a veinticuatro niños, dos chicos por cada distrito (algo así como los estados de estos Estados Unidos y Canadá distópicos), con la misión de asesinar a los veintitrés restantes. Sólo puede haber un ganador, quien se hará merecedor de gloria, fama y comida para su distrito – el gran Woody Harrelson encarna a un niño ganador, ya adulto, encargado de adiestrar a los chicos participantes. Los dos chicos del distrito doce – el más pobre de todos –, Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), quien decide ir en sustitución de su hermana menor y Peeta Mellark (Josh Hutcherson), serán los encargados de enfrentar a otros adolescentes en una lucha por la supervivencia. Hasta este momento, todo ha ido in crescendo: la tesis del reality show casi autoconsciente – todo el asunto de los patrocinadores, por ejemplo, el hecho de vender una historia, aunque falsa, a los espectadores – es interesantísima; esta primera mitad del filme está escrita con una conciencia total del discurso que se pretende dar y sus implicaciones. Esta profundidad del discurso – la del reality show – diferencia al filme del montón de adaptaciones adolescentes que podemos ver en pantalla.
Los problemas del filme comienzan casi al mismo tiempo que los de los protagonistas – aunque, desafortunadamente, no se trata de una cuestión de metaficción. Una vez transportados al sitio en el que deberán de luchar, el filme comienza una penosa cuesta abajo de la que no logra recuperarse del todo. Y es que la acción, narrada con una cámara que mucho recuerda a la del cinema del caos, vuelve totalmente ininteligibles las escenas de acción; de alguna forma, la escasa claridad que hay en el manejo de personajes – la experiencia en la sala deja a más de uno contando cuántos muertos van y quiénes son – y la nula presentación de los enemigos de los chicos (nunca hay un reconocimiento del otro, del enemigo adolescente: están presentes los maquinadores del juego como los grandes poderes a vencer, pero en la arena de batalla sólo hay malos y buenos) terminan dando un poco al traste con las intenciones del filme.
A Los juegos del hambre se le escapan temas y la cinta en sí tiene carencias importantes: el subtexto subversivo, por ejemplo (no podíamos pedirle menos a una adaptación hollywoodense), está casi eliminado por completo, salvo una pequeñísima justificación casi al final de la cinta; la concreción a la hora de narrar las escenas de acción, que resultaría urgente – el daño que ha hecho el cinema del caos incluso a cintas que no se inscriben totalmente en el género es inmenso; podríamos señalar, también, la exasperante timidez a la hora de mostrar las ejecuciones de los chicos: todo es muy limpio, aséptico: resulta casi incompatible que en un juego con las características del que se narra lo menos visible sea la sangre. Con todo, el espléndido trabajo de Jennifer Lawrence, a quien ya habíamos podido ver en Winter’s Bone y X-Men: First Class, logra rescatar incluso las escenas cliché (besos de protagonistas en momentos álgidos incluidos, por supuesto); Lawrence y Hutcherson funcionan como protagonistas como, hasta ahora, ningún otro dúo de adolescentes lo había logrado (llámense Harry Potter o Edward Cullen). Son ellos quienes logran sostener un material que, sin su presencia, seguramente, se despeñaría en el aburrimiento. El asunto aquí es si lograrán rescatar otras dos cintas: el peso del éxito de Los juegos del hambre recae en estos dos adolescentes.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.