Se proyectaba la película The Works and Days (of Tayoko Shiojiri in the Shiotani Basin), de Anders Edström y Curtis W. Winter, que ha ganado varios premios importantes este año en festivales como Punto de Vista o la sección Encuentros del de Berlín. Lo característico de la película es que dura ocho horas. Algunos cines la proyectan seguida, y otros en dos partes, y así fue como la vi yo en el Bellas Artes de Madrid: cuatro horas una tarde y cuatro horas la tarde siguiente, a la misma hora, con la misma entrada que había que conservar. En el intervalo perdería la mía, pero me dejaron pasar. En ese mismo cine, hará unos diez años, vi las diez horas de Shoah, con los espectadores desmoronados sobre los asientos hacia el final.
No sabía mucho de la película, salvo que se rodó en Japón, que se presenta con una advertencia sobre la agricultura (“nunca hay que esperar que vaya a ser fácil. La tierra exige tu esfuerzo”) y que refleja el paso de las estaciones. A mí lo que más me interesaba era lo de las ocho horas. En la presentación de la primera sesión avisó Curtis W. Winter de un par de cosas importantes: que los intermedios que daban un respiro cada dos horas de metraje formaban parte de la película, y que no debíamos confiarnos y creer que, por haber visto las cuatro primeras horas, ya habíamos captado la peli. Lo primero lo fui comprendiendo a lo largo de la proyección, y lo asocié a las ideas de John Cage sobre cómo cada ejecución hace que la pieza musical cambie. Al ver The Works and Days comprendí que también algo aparentemente inmutable como una película es permeable a lo que tiene alrededor, y sospeché que el cine se ha ido haciendo más y más poroso con los años, quizá en parte porque la variedad de las formas de exhibición ha ido afectando a la narración y a cómo procesamos las historias y las imágenes. Eso exigirá a su vez encontrar nuevas formas de rodar.
Pero estoy adelantándome. Transmitiré con más fidelidad las sensaciones que despertó en mí The Works and Days si renuncio a una exposición ordenada. La película se me escapa cada vez que pienso en ella, así que aquí voy enlazando algunas impresiones, según vaya enlazándolas, con el aviso previo de que cuando un espectáculo me gusta mucho noto que mi vida entera, la pasada, la actual, la futura, también con sus fugas no temporales, se ha sentido convocada y está presente. Entonces se nos ocurren muchas cosas, se suceden las imágenes, los recuerdos, las proyecciones y los deseos, y en ningún caso implica eso que perdamos el hilo de lo que estamos viendo. Eso me pasó a lo largo de las horas que pasé en el cine Bellas Artes y creo que hay más fidelidad en rescatar algunas impresiones de mi recuerdo que en forzarme a escribir un ensayo ordenado.
El sonido. Hay planos muy largos con la pantalla en negro, en los que se deja sonar la lluvia, los grillos, el ulular del viento y los árboles que se mecen o crujen a su ritmo, voces humanas, un coche que pasa de largo sobre la carretera mojada, y todo esto durante ratos muy largos, en sonidos muy tratados y envolventes. Cuando todos estos sonidos se mezclan, y como no vemos más que la oscuridad de la pantalla, casi visualizamos la relación espacial que hay entre los sonidos, cómo componen una especie de cristalino edificio sonoro. Por otro lado, durante algunos planos de árboles, del interior de la casa, del recodo de un río, el sonido llama la atención por contraste con la imagen, pues parece haber recibido mucha más atención, como si correspondiese a otra película. Al principio los encuadres me resultaban en cierto modo misteriosos, por lo banales. ¿Por qué se ha elegido ese punto de vista, por qué se encuadra a veces como con descuido? ¿No es contradictorio que hayan renunciado al preciosismo en una película a la fuerza contemplativa ─dura ocho horas; han debido de tomarse en serio la contemplación─? Los tiros de cámara me chocaban, pues no parecían pensados para ofrecer toda la información visible ni tampoco para conseguir una composición particularmente armoniosa ─o disarmónica─. Entonces es que aquellos planos estaban remedando un tipo particular de visión. Después de varias horas estaba ya más que habituada a la intermediación de la pantalla entre la realidad y yo. ¿Qué disposición remedan estos planos, que tanto me suena? La visión de quien, estando en su ambiente habitual, de pronto encuentra algo llamativo. Y quizá eso le lleve a encontrar nuevas relaciones entre las cosas. Y he aquí algo que se me presentó como una clave. Parte de la función, o del efecto, de las obras artísticas es despertar en nosotros sensaciones que para ser sentidas exigirían otro estado (encontrarse en otro sitio, tener otro cuerpo). De pronto se me ocurrió que la película nos convertía a nosotros, sus espectadores, en recién nacidos. Hay que decir que yo estaba viendo la película envuelta en un chal de lana que venía a ser como una mantita, pero no fue solo por eso por lo que me pareció recuperar bastante clara la sensación de ser una niña de pocos meses y estar asaltada por imágenes visuales y sonoras conocidas que se sucedían sin que yo supiese entender su relación, y aun así aceptándolas como la manera en que se nos presenta el mundo. Incluso los personajes de la película reforzaban esa sensación; durante mucho rato no sabemos qué relación mantienen unos con otros, los vemos interactuar entre sí en momentos cotidianos, sin que su conversación parezca ir a ningún lado especial. Sus voces nos son ya familiares pero no tenemos ni idea de quién es toda esa gente que nos rodea, igual que nos pasa cuando somos bebés. El metraje está ya muy avanzando cuando empezamos a conocerlos a todos.
Esta idea sobre la película se alternaba con muchas otras sobre mi vida a medida que transcurrían las horas, pues como ya he dicho The Works and Days promueve un caudaloso flujo emocional en el espectador. Las sensaciones iban mutando como las imágenes que vemos al cerrar los ojos. A veces entraba o salía gente de la sala, y era como si el paso del tiempo de fuera de la película se superpusiese al de dentro. Al acabar el segundo intermedio de pronto me pareció que la película ya no se acercaba al mundo preverbal, sino que de repente habíamos dado ya el gran salto de ver el mundo con ojos ancianos, como si cada cosa que viésemos no supiésemos cuántas veces más la íbamos a ver, y cada mirada nos sirviese un poco para despedirnos, aunque no encontrásemos en cada árbol, cada recodo del río, ningún detalle que lo distinguiese del árbol, del recodo, que habían sido hasta entonces. Pero esa persistencia en rodarlos, esa duración empecinada de los planos, parece indicar que esperamos que los árboles o todo aquello que rodamos nos diga algo. ¿No son ellos los que nos sonsacan a nosotros, los que nos hacen confesar algo sobre quiénes somos y lo que esperamos del mundo, al tenernos enfrente rodándolos tanto tiempo?
Hice algo de lo que me luego me arrepentí: me fui antes de que acabasen las ocho horas. Me rendí en cierto punto de la segunda sesión, después de la secuencia quizá más teatral, en la que el matrimonio, sobre todo la mujer, repasa cómo ha sido su larga vida en común, y recuerda cómo de recién casados apenas se conocían, y lo que ha venido después con el paso de los años. La advertencia de su director Curtis W. Winter de que la película iba cambiando y se transformaba en otra cosa no fue suficiente para hacer que me quedase. El chorro de imágenes mentales y emocionales que convocaba en mí me abrumó, así que me fui, aunque ahora pienso que mi renuncia demuestra cómo efectivamente la película es mutante y nos hace a nosotros mutar.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).