El Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF, por sus siglas en inglés) es el más vasto, democrático e incluyente de los pocos que integran la llamada “categoría A”. A diferencia de los festivales de Venecia, Berlín, Cannes y Sundance –con los que comparte rango– el de Toronto da al público, no a un grupo de conocedores, la facultad de decidir cuál es la mejor película exhibida en sus diez días de duración. Ningún “premio del público” es tan codiciado como el del tiff: la película que lo obtiene, así como otras que prueban ser populares entre sus asistentes, tiene garantizada la atención de los medios. Más importante, se perfilan como candidatas en varias ternas de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (trece películas ganadoras del premio del público en Toronto han sido nominadas al Óscar como Mejor Película; cinco de ellas lo han obtenido).
Tanta mención de medios, gustos de la mayoría y posibles estatuillas darían la impresión de que la programación del Festival de Toronto tiene un corte orientado al mercado. No es así. Además de recoger películas ganadoras de otros festivales, el tiff sigue la trayectoria de los directores más reconocidos. En la misma proporción, es plataforma de talentos emergentes y de propuestas independientes (como Sundance, aunque este da prioridad al cine norteamericano). Así, el tiff es influyente no por proponer cánones a través de premios sino por ser la puerta de entrada a Estados Unidos y Canadá –a sus distribuidores, críticos y públicos– para películas que de otra manera tendrían poca visibilidad.
Otro de los atributos notables del tiff –para algunos virtud, para otros defecto– es la vastedad de su oferta: este año el festival conmemoró sus cuarenta años con casi cuatrocientas películas. Una vez que uno abandona la pretensión de cubrir algo parecido a una “muestra representativa”, la experiencia de choque que supone ver películas de temas y tonos dispares, una después de otra, acaba siendo gozosa –incluso reveladora–. (Cuando la última cinta de un maestro reconocido palidece ante la fuerza de una ópera prima de cine de géneros es momento de revisar la vigencia de los cánones.)
Comparto con el lector una parte de mi experiencia de choque en la reciente edición del tiff. Por lo mencionado párrafos arriba, esta lista puede servir de atisbo al cine que llegará a carteleras a lo largo de 2016.
Son of Saul, de László Nemes. Un prisionero en Auschwitz se encarga de guiar a otros a las cámaras de gas y de desechar sus cadáveres. La cámara cerrada en su rostro y una mínima profundidad de campo vuelven difuso el entorno. ¿El efecto? Sentirse inmerso en un tipo de horror que escapa a la comprensión.
Hitchcock/Truffaut, de Kent Jones. El registro audiovisual de la entrevista de 1962 que dio lugar al célebre libro homónimo. Las escenas dejan ver a un Truffaut avasallado por la admiración y a un Hitchcock agradecido y con la guardia baja. Para no variar, Scorsese aporta los comentarios más iluminadores.
Heart of a dog, de Laurie Anderson. Un potente ensayo lírico que conjuga distintos lenguajes y en donde la artista reflexiona sobre la catarsis que genera la muerte. Usa como ejes la pérdida de su madre, de su perra Lolabelle y de su marido Lou Reed, atribuyendo a cada uno distintas enseñanzas.
The witch, de Robert Eggers. Situada en la Nueva Inglaterra de principios del siglo XVII, la historia de una familia expulsada de su comunidad es lo mismo un relato realista sobre el peso de la superstición que un cuento sobrenatural sobre el origen de las brujas. Pulida, rigurosa y de atmósfera inquietante.
Anomalisa, de Charlie Kaufman y Duke Johnson. Una historia de amor imperfecta entre un hombre deprimido y una chica insegura. Aunque sus protagonistas son modelos animados con stop motion, resulta más verosímil que la mayoría de los romances de cine.
Our little sister, de Hirokazu Kore-eda. Narra el encuentro entre hermanas que, sin saberlo, pagan errores paternos y se disponen a repetirlos. Nadie supera a Kore-eda en el arte de narrar relatos ligeros en apariencia pero que tienen subtextos trágicos sobre la vida familiar.
Truth, de James Vanderbilt. Recuento de la polémica que desató el escrutinio en televisión de la carrera militar de George W. Bush, y que provocó el retiro del periodista Dan Rather. Estupendos Cate Blanchett y Robert Redford en los protagónicos. Un sólido debut de Vanderbilt.
The lobster, de Yorgos Lanthimos. La sociedad no admite miembros solteros/as: si en un plazo de 45 días no forman una relación, habrán de convertirse en el animal que elijan. Sátira de la idealización de la vida en pareja que deriva su humor de los paralelos con la realidad.
Room, de Lenny Abrahamson. La ganadora del premio del público, narra la historia de una madre y su hijo de cinco años que han vivido secuestrados desde el nacimiento de este. Escapan, y la cinta adopta la perspectiva del niño que ve el mundo por primera vez. Complaciente en su segundo acto, vale por su pequeño actor.
Spotlight, de Tom McCarthy. Sigue el trabajo de los periodistas del Boston Globe que descubrieron la red de pederastia encubierta por la Iglesia católica. Una de las favoritas del público, demuestra –junto con Truth– que el periodismo de investigación filmado es un género
arraigado.
The Devil’s candy, de Sean Byrne. Relato de posesión satánica que juega con las convenciones: propone como víctima a un padre de familia amoroso, fan del heavy metal y pintor de murales que revelan la influencia del Mal. Una de las cintas con mejor imaginería del festival.
Love, de Gaspar Noé. Pura especulación, pero uno imagina a Noé planeando su cinta a partir de una imagen: un pene eyaculando en 3d. El capricho no justifica las dos horas alrededor de la toma. Love falla como provocación y como “aproximación sentimental al sexo”, palabras del álter ego de Noé dentro de la cinta.
High-rise, de Ben Wheatley. Esperada adaptación de la novela de J. G. Ballard, deslumbra por su estética estilizada de la decadencia. Menos elaborada es la tensión entre los ocupantes del edificio del título, quitando a la cinta poder como metáfora de estratificación social.
The program, de Stephen Frears. Biopic sobre el ascenso y caída del ciclista Lance Armstrong. Con oficio, Frears vuelve comprensibles los innumerables datos del caso, sin que eso signifique explicar a su personaje. Notable Ben Foster encarnando al inescrutable Armstrong. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.