A lo largo de El caso Cassez-Vallarta: una novela criminal (México, 2022), miniserie documental de cinco episodios que se estrenó el pasado 25 de agosto en Netflix, varios de los protagonistas, sean los presuntos victimarios, sean las presuntas víctimas, sueltan el llanto frente a la cámara. Unos, porque se lamentan de que el Estado mexicano les ha fallado al dejar libres y sin castigo a quienes ellos acusan como las personas que los secuestraron. Otros, porque recuerdan los abusos cometidos por el Estado mexicano al acusarlos de crímenes que ellos dicen no haber cometido. Unos y otros se sienten traicionados, acusan ausencia de justicia y señalan al Estado mexicano por lo mismo: por su ineptitud y por su corrupción. Si algo queda claro es que, además de la gente con nombre y apellido arrastrada por la vorágine de los acontecimientos narrados, hay otra baja fundamental en esta crónica de desastres: la verdad.
Basada en la exitosísima “novela de no ficción” Una novela criminal (2018) de Jorge Volpi, adaptada a la pantalla chica por el cineasta y realizador televisivo Alejandro Gerber Bicecci (largometrajes Vaho, de 2009, y Viento aparte, de 2014; director de una veintena de documentales para Clío TV) y dirigida por Gerardo Naranjo (Miss Bala, de 2011, y episodios de la teleserie Narcos), El caso Cassez-Vallarta desmonta con rigor periodístico las arbitrariedades y mentiras con las que fueron enviados a prisión, acusados de dirigir una banda de secuestradores, la ciudadana francesa Florence Cassez y su novio, el atractivo comerciante de autopartes Israel Vallarta, luego de ser detenidos en un rancho situado en la carretera a Cuernavaca en un “exitoso operativo policial” que fue transmitido “en vivo y a todo color” en el noticiero matutino Primero Noticias el 9 de diciembre de 2005.
Usted de seguro ya se sabe la historia y si no, ni se preocupe: todos los hechos comprobados del caso Cassez-Vallarta –empezando por el montaje mediático planeado por las autoridades de la Agencia Federal de Investigaciones en la administración del presidente Vicente Fox y transmitido en el noticiero matutino estelar de Televisa– son mostrados y demostrados con lujo de detalles y testimonios, entre los que no faltan el cruce de acusaciones entre los directamente involucrados. Con un sano espíritu de fair-play, el escritor Gerber y el realizador Naranjo deja que hablen largo y tendido tanto los acusados como los acusadores. Por ejemplo, por un lado está Pablo Reinah, el reportero que estaba narrando “en vivo” lo que sucedía en el falso operativo en el rancho Las Chinitas; por el otro, Laura Barranco, la coordinadora de información del noticiero, quien acusa a Carlos Loret de Mola no solo de aprobar la transmisión del montaje, sino de participar de forma entusiasta en él; y, por último el mismo Loret de Mola, quien frente a cámara acepta que ese fue “el peor día” de su vida laboral, aunque se haya dado cuenta mucho tiempo después.
Sin voz en off narrativa de por medio, Gerber y Naranjo, con la invaluable ayuda de sus expertos editores Sam Baixauli y Luciana Jauffred, dejan que todos cuenten su versión sobre este tristemente célebre montaje mediático, que acepten abiertamente sus culpas, que lancen las más abiertas acusaciones, que se defiendan de ellas, mientras Jorge Volpi, productor ejecutivo de la miniserie, funge como una suerte de articulado Virgilio que guía al espectador en este infernal laberinto de la (in)justicia mexicana.
La misma estrategia de fair-play se repite a lo largo de los cinco episodios de la miniserie. Si un oscuro pero prominente –valga el oxímoron– empresario es señalado como el probable origen de la detención de Vallarta y Cassez, esa misma persona aparece, aunque sea con su rostro oculto, refutando con seguridad y desparpajo cualquier responsabilidad directa, por más que acepte que sí, que tiene poder, que tiene relaciones, que tiene dinero y que no posee muchos escrúpulos para defender a quienes le piden protección, sobre todo en ese México de inicios del siglo XXI, cuando el secuestro subía de manera rampante en todos lados.
Berger, Naranjo y Volpi no se detienen en tratar de desenmarañar por completo la madeja policial del affaire Florence Cassez-Israel Vallarta. Deciden, más bien, explorar las consecuencias políticas y diplomáticas del caso. Cuando queda claro que la detención de los presuntos secuestradores había sido un montaje –el arresto no fue ese 9 de diciembre de 2005 sino un día antes, Vallarta fue torturado por miembros de la AFI, ni él ni Cassez fueron llevados ante el ministerio público–, los medios de comunicación franceses entran en acción, los padres de Florence empiezan a hablar públicamente, y muy pronto el destino de la francesa se convierte en una bandera política del entonces presidente Nicolas Sarkozy, cuyo equipo empieza a negociar con el presidente Felipe Calderón el traslado de la rea, ya sentenciada a 96 años de prisión, a una cárcel francesa.
La crónica política-diplomática que sigue es impecable: van y vienen conversaciones, apelaciones al tratado de Estrasburgo que permite el traslado de reos europeos a sus países de origen, una carta firmada por el presidente Calderón aceptando en principio el acuerdo, una inminente visita de Estado de Sarkozy a México, en la que se supone que se terminaría de cerrar el trato, y la “traición” que sienten los funcionarios y políticos franceses cuando Cassez es condenada en segunda instancia a 60 años poco antes de la llegada de su presidente a México. La cámara nos muestra los testimonios de Sarkozy y de Calderón, cruzando acusaciones, y aunque se respeta otra vez el equilibrio entre las dos cabezas parlantes presidenciales, en el desenlace, en el quinto episodio, quien tiene la última palabra es el francés, pues deja la duda flotando en el aire cuando señala, con una media sonrisa de por medio, que ellos sabían quién estaba tomando las decisiones en el caso Cassez-Vallarta, y esa persona era Genaro García Luna.
El tristemente célebre secretario de Seguridad Pública durante el sexenio del presidente Calderón es el tercer protagonista de la miniserie, al lado de Cassez y Vallarta. Humillado públicamente, ahora sí en vivo y en directo en el programa Punto de partida, cuando la rea francesa llama al estudio para acusarlo de mentir y de montar su detención, García Luna toma el caso de “manera personal”, en palabras de Volpi, y decide que la francesa y su amante no saldrán de prisión mientras él siga en el poder. Los realizadores de la miniserie construyen su acusación sin editorializar directamente: son los testimonios de todos los involucrados –los extendidos de Cassez, del propio Vallarta cuando lo dejan hablar por teléfono, de los familiares de él, de los políticos franceses y mexicanos, de los abogados de Florence, de los periodistas que estudiaron el caso– los que dejan al espectador ir colocando las piezas de un rompecabezas auténticamente aterrador, que finaliza en un quinto episodio, “El efecto corruptor”, en el que todo empieza a encajar.
Ese último capítulo se centra en explicar con detalle la decisión que tomó la primera sala de la Suprema Corte de Justicia en enero de 2013 de liberar a Florence Cassez, cuando ya estaba en la presidencia Enrique Peña Nieto. Olga Sánchez Cordero y Arturo Zaldívar dejan claro que no se trató de una decisión formal o procedimental sino de fondo (“Cassez es inocente: es imposible juzgar a alguien así”). Más aun, el actual presidente de la Suprema Corte no solo acusa al gobierno del presidente Calderón de presiones, intimidaciones y amenazas para que los jueces no liberaran a la francesa, sino que señala que él y su familia fueron encañonados por un grupo de policías federales durante 5 o 10 minutos, hecho que Calderón niega vehementemente en pantalla: “¿Por qué se quedó callado Zaldívar durante todos estos años? ¿Por qué habla hasta ahora?”.
Uno termina de ver El caso Cassez-Vallarta con muchas dudas, pero también con no pocas certezas. Más allá de la intencionalidad política que acusa el ministro Zaldívar, más allá de las acusaciones que cruzan Sarkozy y Calderón, más allá de las teorías sobre el origen mismo de la detención de Vallarta (¿de verdad todo partió de un pleito de negocios?, ¿qué papel tuvo cierto video incriminatorio en el que se mostraba la colusión de la AFI con los Zetas?), la argumentación sobre el “efecto corruptor” del poder sobre la justicia mexicana es imposible de soslayar. Lo trágico de este demencial “Teatro del engaño” (como se llama el libro sobre el caso escrito por la periodista belga Emmanuelle Steels) es que, al final, no solo quedan dudas sobre quiénes son los victimarios sino, incluso, si las propias víctimas realmente dicen ser lo que son.
Es común apuntar en este tipo de casos que el culpable último de este desastre es el fallido Estado mexicano. Y, por supuesto, en algún sentido, metafórico y acaso legal, lo es. Pero la responsabilidad ética y hasta jurídica es directa: los culpables tienen nombre y apellido, y aunque los realizadores nunca lo dicen, sí lo dejan entrever en el encadenamiento de todos los testimonios vistos en la serie. También es fácil condenar, en abstracto, al irresponsable periodismo que fue cómplice del famoso montaje mediático-televisivo. Pero esto es un despropósito: los responsables de ese montaje tienen nombre y apellido, como los tienen, también, por cierto, quienes dieron a conocer ese montaje y, luego, quienes investigaron el caso con seriedad.
Me refiero, por supuesto, a la periodista Yuli García, la primera que notó “algo raro” en esa detención “en vivo”; a la conductora del noticiero Punto de partida, Denise Maerker, en cuyo programa García Luna fue humillado urbi et orbi; a la ya mencionada Emmanuelle Steels, que desmontó de manera impecable/implacable la (in)existencia de una banda de secuestradores que parece haber sido inventada, y al veterano José Reveles, que subraya con displicencia hechos concretos y contradicciones flagrantes. No todos los periodistas son iguales; pero es que no todos merecen llamarse periodistas.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.