La ciudad se desdibujó la noche en que la nevada la azotó con una ferocidad que nadie había previsto. Parecía que un titán ancestral hubiera soplado sobre las calles, convirtiendo cada esquina en un remolino blanco que no permitía ver más allá de un par de metros. Entre esas franjas de nieve furibunda la madre salió de la casa al cabo de la discusión más violenta que la familia al filo de la ruptura había atestiguado hasta entonces. El padre la vio tomar el abrigo como quien arranca una página de un libro y la deja volar al viento. Luego escuchó el portazo, el sonido seco que en retrospectiva pareció no solo un colofón sino un desgarrón en el lienzo de la realidad.
La nevada la engulló de un solo mordisco.
En las horas posteriores el padre llamó a la policía, a los hospitales, a sus suegros y cuñados, a las amistades más cercanas, incluso al viejo vecino con quien no solía interactuar pero que bastante sabía de caminatas nocturnas y extravíos. Nadie había visto nada. Nadie sabía nada. La tormenta se había vuelto una suerte de borrador absoluto: se llevaba calles y direcciones, huellas y rostros, rutas y vericuetos. La desaparición de la madre quedó inscrita en un silencio inmaculado.
Durante las jornadas inciertas que siguieron, el padre y los dos hijos se movieron como quienes se desplazan a tientas por una mansión desconocida en busca de interruptores de luz. A sus quince años, el hijo mayor se convirtió en un conspirador sigiloso del padre: entre ambos recorrían los mismos puntos de la ciudad, revisaban planos urbanos, hacían llamadas, bebían café recalentado como si en ese ritual hubiese alguna forma de invocación. El hijo pequeño, en cambio, flotaba en la burbuja de sus diez años en una mezcla de esperanza y perplejidad, incapaz todavía de aceptar que la madre hubiera podido evaporarse como un singular componente de la inclemencia climática.
Una semana después, cuando la nevada había cedido y en las calles persistían montículos de hielo similares a ruinas de una antigua batalla librada en el Ártico, el hijo pequeño salió al jardín delantero después de que el padre le pidiera que ayudara a despejar la entrada. El niño, sin embargo, se quedó quieto mirando los copos tardíos —delgados, casi tímidos— que se desprendían de las alturas como mensajes escritos en un idioma críptico.
Se quitó el guante de la mano derecha y la extendió en un ademán instintivo, un gesto aprendido de la infancia temprana, cuando la madre le enseñaba a cazar nieve para hacerla desaparecer en la palma caliente. Pero esta vez algo no desapareció del todo. En el centro de su mano quedó atrapado un copo que parecía resistirse a la fusión como si tuviera un núcleo duro, microscópico.
—Papá —llamó, clavado en su sitio.
El padre salió con el gesto anticipado de la impaciencia.
—¿Qué pasó?
—Mamá está aquí —replicó el niño con la curiosa seguridad de quien ha tenido una revelación.
—No digas tonterías.
—Míralo. Mira. Aquí.
El padre tomó con cautela el copo apenas visible y frunció el ceño al examinarlo. No era un trozo de hielo normal: adentro había algo que se asemejaba a una hebra, un filamento de tejido humano, quizá un fragmento de piel. Se le tensó la mandíbula, como si su cuerpo supiera la respuesta antes que su mente.
El hijo mayor se acercó, tomando otro copo al azar. También tenía ese núcleo extraño. Los tres repitieron el gesto varias veces sin intercambiar una sola palabra, como si temieran nombrar lo que estaban viendo. Los copos parecían traer partículas diminutas, casi pulidas, que recordaban vagamente la textura de la piel de la madre, esa combinación de tersura y aspereza que el hijo pequeño aún asociaba con la despedida de buenas noches.
—¿Qué hacemos? —preguntó el hijo mayor.
Sin pensarlo siquiera un segundo, el padre respondió:
—La reunimos.
La reunimos.
Fue la sentencia más absurda y más lúcida que había formulado en su vida.
Con mitones gruesos comenzaron a juntar nieve fresca del jardín. El hijo pequeño propuso darle volumen, contorno femenino, y no sólo amontonarla. La idea se deslizó entre ellos con una lógica primitiva: si los copos traían pedazos de la madre, la nieve podía convertirse en un cuerpo provisional. No sería ella pero sí algo que la evocaría, un receptáculo de migajas, un faro de retorno en el invierno que ya enseñaba los dientes con crueldad.
Durante toda la tarde moldearon la muñeca de nieve. El padre la alzó más alta de lo que sería una persona, buscando invocar autoridad. El hijo mayor le confeccionó brazos largos que parecían querer abarcar el horizonte. El hijo pequeño se encargó del rostro: incrustó pequeños guijarros para los ojos, un par de ramas delgadas para las cejas y una hondura mínima que sugería la boca que en tantas ocasiones lo había arrullado con cantos extraños y llenos de nostalgia en los que se aludía a tejidos mágicos y almas de niños difuntos que ascendían a las estrellas para engrosar la población de astros centelleantes.
Cuando terminaron, los tres se quedaron contemplándola. Tenía algo perturbador: era demasiado humana y demasiado inhumana al mismo tiempo. Una guardiana, pensó el padre, una vigía helada que traería a la madre de donde fuera que la tormenta la hubiera ocultado.
Al caer la noche, mientras el frío afilaba el aire hasta darle la consistencia de una colección de cuchillos, empezaron a escucharse villancicos dentro de la casa. Al principio el padre asumió que provenían de la bocina del comedor, encendida quizá por accidente. Pero cuando entraron se dieron cuenta de que el aparato de sonido estaba apagado. La voz femenina que entonaba “Adeste Fideles” parecía provenir de las paredes mismas o de algún punto no identificable, un eco metálico que no obstante tenía inflexiones que el padre reconoció. No quiso decirlo en voz alta pero los hijos ya lo habían notado: la voz sonaba como la de ella aunque con una cualidad más fría, más profunda, como si emergiera del corazón de un iceberg.
Los villancicos se repitieron a lo largo de los días siguientes. Nunca a la misma hora, nunca la misma canción. A veces era una melodía que la madre solía cantar mientras cocinaba; otras, una pieza que nunca habían oído pero que tenía la cadencia de una plegaria extraviada. Los tres lo aceptaron sin hablarlo demasiado. La casa se había convertido en un instrumento, un órgano glacial en el que la ausencia tocaba su propia música enigmática.
Al fin llegó Nochebuena.
El padre insistió en preparar la cena como todos los años: pavo, puré de papa, verduras glaseadas. La mesa quedó impecable, como si la madre fuera a cruzar la puerta en cualquier momento. El hijo mayor se encargó de colocar el mantel rojo mientras el hijo pequeño disponía tres velas y un sitio extra, vacío, frente a la ventana que daba al jardín donde la muñeca de nieve se mantenía erguida cual centinela.
Al sentarse los tres a la mesa, los villancicos empezaron de nuevo. Esta vez la voz era más nítida, casi material. El hijo pequeño tomó la mano del padre, temblando más por expectación que por miedo.
—Papá… ¿Crees que va a venir?
—No lo sé —respondió él con honestidad rota.
Fue justo en ese instante cuando la voz dejó de cantar y se lanzó a hablar. No era un lenguaje claro: eran sílabas, murmullos congelados, vocablos que se formaban y deshacían con la celeridad del vapor. Provenían de la ventana. No: de más allá de la ventana. Los tres se volvieron hacia el jardín delantero.
La muñeca de nieve se agitaba.
Primero fue un leve temblor en los brazos, luego un giro lento de la cabeza en dirección a la casa. Las velas sobre la mesa titilaron con una inexplicable corriente de aire. La figura dio un paso hacia adelante —un desplazamiento rígido, casi mecánico—, y el crujido de la nieve al quebrarse llenó la noche.
El hijo pequeño se echó a llorar sin emitir sonido alguno. El hijo mayor se levantó con un impulso defensivo. El padre, en cambio, permaneció inmóvil: estaba paralizado por una certeza elemental.
La figura avanzó hasta colocarse frente a la ventana. Los restos de copos que había atrapado parecían latir bajo la superficie helada, como si la nieve respirara. La boca hundida se abrió apenas y la voz de la madre brotó, nítida, prístina, tan familiar que los tres contuvieron el aliento.
—No voy a volver —dijo.
Fue una frase corta, definitiva, pronunciada sin rencor, como si dictara un veredicto natural.
—No voy a volver porque ya no estoy —agregó la voz—. Pero estoy aquí. Siempre estaré aquí.
Los vidrios se empañaron desde afuera, como si la muñeca exhalara un vaho frío. El padre sintió en el pecho un peso no de tristeza sino de comprensión: la madre no regresaría en la forma conocida; la tormenta la había metamorfoseado en otra cosa, un eco gélido, un espíritu disperso que encontraba en la nieve su única posibilidad de manifestación.
La figura retrocedió. Con cada paso parecía perder solidez, estabilidad. Sus brazos se desmoronaron en fragmentos que fueron a dar al césped congelado. Su rostro se desbarató en un colapso pacífico. Finalmente todo el cuerpo cedió y quedó reducido a un montículo blanco, indistinguible de los otros montículos repartidos por el jardín.
Los villancicos cesaron.
La casa quedó sumergida en un silencio que no era vacío sino aceptación.
El padre tomó aire, carraspeó y dijo con voz firme:
—Vamos, chicos. Hora de cenar.
Los tres comieron en una quietud que no era melancólica sino ceremonial, una forma de honrar una presencia distinta, una madre transformada en invierno que había venido a decir adiós durante la cena navideña.
Y sobre la ciudad aterida, mientras las velas continuaban ardiendo en la mesa con sus tres comensales mudos, comenzó a depositarse una nieve amable, ligera, similar al lino, como si el cielo enviara de vuelta desde sus profundidades las últimas palabras de arrepentimiento que la mujer no había alcanzado a pronunciar. ~