Algunas notas sobre las lecturas del verano

Con las obligaciones lectoras suspendidas por el verano, voy de un libro a otro como la coleccionista de amantes de la película de Rohmer.
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Perdida. Sin la presión de las entregas y las reseñas, ando perdida, no sé bien qué leer. En realidad, pienso que debería adelantarme a las entregas que empezarán a finales de agosto y me debato entre abandonarme al placer o tratar de avanzar en las lecturas de la rentrée. Y luego está el espionaje industrial, claro, que un escritor casi siempre está haciendo cuando lee. 

Primera pica: Brian Dillon y las frases. La casa de mis padres, donde paso el verano, está llena de libros porque mi padre también se dedica a esto. Las novedades se amontonan y en la habitación que antes era de mi hermano mediano y que ahora ocupan mis hijos está un ensayo, traducido por Rubén Martín Giráldez, Imaginemos una frase, de Brian Dillon. Me gusta la premisa: un escritor, una frase, y Dillon tratando de explicar por qué le gusta, por qué es buena, cuál es el secreto de esa frase. El título es una leve alteración de un verso de Gertrude Stein, “Suppose a sentence”. El capítulo dedicado a Stein no habla de esa frase, sino de otra que, curiosamente también empieza con el verbo suponer. Recoge algo que dijo Stein: “No creo que haya nada más emocionante que analizar oraciones sintácticamente”. Hay más ideas sobre lo que es una frase en el capítulo dedicado a Stein, como “Una frase debería ser arbitraria y no por favor algo mejor que eso”. En la introducción, cuyo título,  “La sensibilidad es una estructura”, está tomado de Elizabeth Hardwick, Dillon explica que lleva “unos veinticinco años copiando frases al final” de cuadernos, siempre del mismo tamaño, aunque puede cambiar de marca. Guía al libro un espíritu collagista, “la lectura como recorte”, escribe. De esa introducción copio una idea que le mando a una amiga escritora, se la explico rápido y mal, pero a ella le dispara otra idea y me cuenta un proyecto que tiene en mente y le doy un nombre de un posible colaborador. Seguro que luego queda todo en nada, pero así pasamos el rato. Entre tanto, he hecho un barquito de papel para las barbies. No leo todo el libro de Dillon del tirón, que empieza con Shakespeare (la frase elegida es “Oh, oh, oh, oh.”) y termina con Anne Boyer. Leo los capítulos dedicados a Shakespeare, John Donne, George Eliot, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, Joan Didion. Me marco para leer los dedicados a James Baldwin, Maeve Brennan, Samuel Beckett, Janet Malcolm, Anne Carson, Anna Boyer. Supongo que también el de Virginia Woolf, a pesar de que me resulta muy antipática. Quizá ojee el de Barthes. 

Una lectura preveraniega. El oasis de Mary McCarthy es una novela breve y paródica: intelectuales urbanitas de izquierdas dejan Nueva York para vivir en una comuna en Nueva Inglaterra que bautizan como Utopía. Hay dos facciones, las dos capitaneadas por sendos editores. Los primeros rifirrafes tienen que ver con Joe Lockman, cuya admisión ya había causado conflicto, de hecho, lo admiten porque las dos facciones creen que su entrada en la comuna debilita a los otros. Pero al final, el anticlímax de Utopía tiene que ver con la entrada de unos extraños a la colonia en busca de fresas. 

Europa está triste. De la habitación de mi otro hermano, en la que se da una curiosa mezcla de literatura alemana y libros sobre fútbol, cojo Sobre la historia natural de la destrucción, de Sebald. Lo empiezo a leer y lo paseo mucho, pero me da la sensación de que es un libro para leer sentada y no tumbada a la bartola, como quiero estar. Como es muy finito y uno de los libros favoritos de la escritora Bárbara Mingo, empiezo y termino Ensayo sobre el día logrado, de Peter Handke. Como me lo llevo a la playa, entre las páginas se han quedado granos minúsculos de arena. Lo he llevado en el bolso de tela debajo de toallas y la cámara de fotos y se han quedado las marcas del peso y los dobles en la portada. 

Metaverano. Me compro Cuentos de los mil y un Rohmer, de Fraçoise Etchegaray, que trabajó con el cineasta en casi todas las tareas que se pueden desempeñar en el oficio (lo intentó como actriz, por empeño de Rohmer, pero fue un fracaso). Etchegaray también dirigió sus propias películas. El libro es una especie de retahíla de recuerdos de situaciones vividas con Éric Rohmer en rodajes, pero también fuera de ellos. Leo este libro por mi devoción a Rohmer y también para prolongar la sensación de verano, que siento que ya se me ha escapado. El libro, que tengo a medias, es estupendo, aunque la edición es mejorable. 

Madres alcohólicas. Ejem. Por fin me entrego a Life among the savages, de Shirley Jackson. No está traducido. La foto de portada llama la atención de mis hijos. La dedicatoria dice “For the children’s grandparents”. Página 2, después de decir que vive en una casa vieja, ruidosa y llena de libros y niños: “No puedo pensar en otra manera de vivir preferible, excepto una sin niños y sin libros, yendo silenciosamente a un apartahotel donde limpian y te mandan comida y todo lo que tienes que hacer es tumbarte en el sofá y…, como digo, no puedo imaginar un modo de vida preferible, pero luego he tenido que cumplir con un montón de compromisos”. La he dejado a punto de parir a su tercer hijo. Sobre el tercer hijo, cuenta, se dice que es el más fácil, etc. “La gente sentimental insiste en que las mujeres van a por el tercero porque les encantan los bebés, y los cínicos sostienen que una mujer con dos niños sanos y activos en casa hará cualquier cosa por estar diez días en el hospital; mi propia posición está en algún lado entre las dos; pero reconozco que inclino por lo segundo”. 

Una cita. “Todo es fortuito menos al azar”, dice Etchegaray que decía Rohmer. A ver. 

El cine se cuela. La semana que muere Olivia Newton-John programamos una semana de cine musical: de Xanadu a Las señoritas de Rochefort (“Nous sommes de soeurs jumelles, nées sous le signe de gémeaux…”), Grease y (esperemos) Cantando bajo la lluvia. Gene Kelly sale en todas menos en Grease

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