Contra la corriente: elogio del Fondo de Cultura Económica

El futuro del FCE no puede discutirse sin entender cabalmente la misión que le dio origen y el papel esencial que ha jugado como empresa cultural del Estado mexicano. Con el interés de contribuir a ese debate, rescatamos estas reflexiones sobre la labor de la institución, fragmentos del discurso que el autor pronunció en 2014, cuando el FCE recibió el premio Daniel Cosío Villegas, otorgado por el Colegio de México.
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[…] A mediados de 1934 […] Daniel Cosío Villegas se propuso la tarea modesta, discreta, urgente, de producir los libros que necesitaban los universitarios mexicanos para estudiar economía. Bien poco, algo muy factible, sencillo incluso, pero indispensable. Pronto resultó que esa pequeña, modesta tarea iba a ser otra cosa, mucho mayor.

La historia la conocemos todos. Sobrevino la guerra civil española, para muchos la triste urgencia del exilio. Y Cosío Villegas comenzó a imaginar lo que sería El Colegio de México. Y aquel pequeño fideicomiso creado para publicar textos de economía se vio de pronto editando la obra de Dilthey, Max Weber, Meinecke. Entre el azar y la necesidad, mediante la intuición histórica de don Daniel Cosío Villegas, cobró forma el proyecto editorial más importante de la lengua española.

Veinte años después, reflexionando sobre su experiencia en el Fondo, decía Cosío Villegas: “tengo hoy todavía la sensación de que sigue siendo un milagro hacer libros en México. Es verdad que a los cuarenta y cinco años de edad tengo todos los días la sensación de otro milagro: ver salir el sol entre los dos volcanes del valle. Me parece éste un milagro por el horror que me causa imaginar cuán densa sería en el valle la oscuridad el día que no saliera el sol; como me causa también horror imaginar cuánta luz perdería el país si dejaran de imprimirse los libros que hoy se hacen en México”. Podríamos decir hoy algo muy parecido. Porque no es más fácil hacer libros en México, ni menos urgente. Y si añadimos alguna calificación: hacer bien buenos libros, se entiende en qué consiste la dificultad. Porque están las librerías llenas de libros, los hay hasta en los supermercados, en las cafeterías –pero no es eso, no es eso.

Antes de decir algo más sobre el Fondo, el tema es para mí inagotable, quiero hablar sobre el premio, quiero reparar en el hecho de que el Premio Daniel Cosío Villegas se otorgue a una institución. A él sin duda ninguna le hubiera gustado eso. Entre otras cosas, es un gesto un poco a contracorriente del individualismo cínico de nuestra cultura de las celebridades. Desde luego, premiar a una institución es también premiar a un conjunto de individuos, eso está claro. Pero es sobre todo reconocer la importancia de una idea –que es la que da continuidad y coherencia al trabajo de una institución.

[…]  En este caso, lo que justifica al Fondo es una idea muy simple: que la lectura es un asunto de interés público. Lo que pasa es que esa idea tan simple resulta ser a fin de cuentas enormemente complicada. Significa para empezar que es de interés público que la gente aprenda a leer. Pero también la publicación de algunos libros, según cuáles, y la traducción de algunos libros, y la circulación de los libros, también la integración de un mínimo canon, el cuidado de un patrimonio cultural, y más. En su momento lo dijo con perfecta claridad Cosío Villegas: “enseñar a leer sin haber resuelto antes, o concomitantemente, el problema de ofrecer una lectura digna, que eleve, es un engaño” […]

La lectura es de interés público, o sea que nos interesa a todos, y no sólo a quienes lean una cosa u otra. No se trata de que todos los habitantes del país se conviertan en grandes lectores. Ni es posible, ni tendría sentido. Pero sí que todos sepan leer. Tampoco se trata de que todo el mundo lea una determinada lista de libros. Eso sería un disparate. Pero sí se trata de que haya esos libros “de lectura digna”: muchos, distintos, nuevos y viejos, y clásicos, originales y traducidos. No importa que se lea esto o aquello en particular, sino que se lea, y habrá libros que interesen a miles, decenas de miles de gentes, pero no son por eso más importantes que otros, que tienen sólo unos pocos cientos de lectores –es de interés público que exista la posibilidad de leer, que se mantenga esa conversación interminable, abigarrada, esa conversación de siglos que se desarrolla mediante la cultura del libro. Esa es la misión básica del Fondo de Cultura Económica.

Ahora bien, al cumplir con ese propósito, y producir los libros que hacen falta en México, el Fondo hace mucho más. Porque produce libros para todos los hablantes de español. Todos: mexicanos, españoles, argentinos, incluso durante décadas, brasileños, todos leímos a Marx, y a Dumézil, Bettleheim y Carl Becker gracias al Fondo de Cultura.

Todo ese rodeo, que espero que no haya resultado demasiado aburrido, para subrayar la importancia del trabajo del editor –que es lo que este premio reconoce hoy. Al traductor de un libro en general sólo se le ve cuando se equivoca, cuando tropieza, y su éxito consiste precisamente en que el texto no parezca una traducción, que ofrezca la ilusión de haber leído el original. Algo parecido sucede con el editor, que si hace bien su trabajo casi no se nota. Uno llega a una librería y encuentra el libro que buscaba, que estaba allí, naturalmente, en la sección de sociología, naturalmente, y se lee con facilidad, no se deshoja al abrirlo, el papel permite hacer anotaciones, naturalmente. Pero no, no es natural nada de eso.

El editor es quien hace posible que un autor se encuentre con sus lectores, sean mil o cien mil. Estamos acostumbrados a que suceda, vale la pena recordar que es absolutamente improbable. En el mundo se han escrito varios millones de libros, sólo en español se publican unos cien mil títulos cada año, una librería bien surtida puede tener acaso treinta mil volúmenes –y en medio de ese maremágnum sucede que yo quiero comprar precisamente Las pasiones y los intereses, de Albert Hirschmann. No me sirve otro autor, ni otro título. Y resulta que está ahí. En la tramoya de ese pequeño milagro está el editor. Que tiene que escoger los autores, los títulos, tiene que ordenarlos en colecciones, tiene que traducir muchos de ellos, tiene elegir el formato, y decidir el diseño, el tiraje, el papel, el modo de anunciar la publicación, las vías de distribución… Para que cada autor se encuentre con sus lectores. Y si lo hace bien, no nos damos cuenta.

Imagino que con ese pequeño rodeo se entiende mejor si digo ahora que la obra del Fondo de Cultura Económica es su catálogo. Ese inmenso panorama de la cultura, con diez mil invitaciones distintas para seguir la conversación.

El Fondo de Cultura es un editor sui generis, y lo es desde su fundación, desde la idea primera de Cosío Villegas. Porque se creó para producir los libros que hacían falta, que eran importantes y necesarios –descontando las demás consideraciones. Y eso impuso un modo de seleccionar los títulos, un modo de integrar el catálogo que lo convirtió, como se suele decir, en sello de referencia. Uno puede no conocer a Gerbi o a Pietschmann, por ejemplo, pero están en la colección negra, de historia, del Fondo, y eso basta como recomendación.

No digamos que no haya habido errores, libros de interés más efímero, olvidables. Sin duda. A Cosío le hubiera sorprendido menos que a nadie, después de todo el Fondo es obra humana, burocrática. Pero el peso del conjunto es indiscutible. En el catálogo coexisten Ronald Laing, Oscar Lewis y Antonio Alatorre, François Furet y Robert Redfield, clásicos absolutos como Cassirer o Marcel Mauss, y autores vivos, que están descubriendo nuevos paisajes: Joel Migdal, Sissela Bok, Mary Louise Pratt, Thomas Picketty. La inagotable riqueza de la conversación a la que invita el Fondo depende de eso.

En aquel lejano 1934, y en los años siguientes, en las horas más oscuras de la cultura española del siglo veinte, el Fondo hacía lo que nadie más estaba haciendo, y fue literalmente indispensable para mantener vivas las ciencias sociales en español. Pero sucede que hoy, ochenta años después, tampoco hay nadie que haga lo que hace el Fondo. Hay muchas editoriales, que publican muchísimos títulos, algunos extraordinarios, algunos que se venden por decenas de miles. Pero la capacidad para pensar en los libros que hacen falta, más allá de otras consideraciones, de rentabilidad o de popularidad, ésa nadie la tiene como el Fondo –que ha terminado hace poco la edición de la obra completa de Alfonso Reyes, la de Octavio Paz, la nueva edición anotada de Economía y Sociedad, la de Las formas elementales de la vida religiosa, de Émile Durkheim.

Adicionalmente, esa abundancia de libros en el mercado subraya la importancia del Fondo de Cultura en otra dimensión. El crecimiento desbordado del número de títulos, los catálogos millonarios aplanados por la búsqueda del best-seller, la destrucción publicitaria de casi todas las mediaciones que configuran la cultura del libro, todo eso hace particularmente útil esa función de “sello de referencia”. Pero además, ahora como entonces, los libros del Fondo sirven de soporte para muchas otras lecturas, son un punto de partida. Es imposible saber a dónde llegará una conversación que comienza en las páginas de Tibor Scitovsky, por ejemplo, o de Paul Bénichou. La lectura siempre abre el apetito, las ganas de leer.

La primera misión que se dio Fondo fue la traducción de libros de otros idiomas. Sigue siendo el eje de su actividad, y con razón. E importa reconocerlo en lo que vale. La traducción es uno de los signos más elocuentes de vitalidad cultural. Y tiene una importancia especialísima para las Ciencias Sociales y las Humanidades. De hecho, eso que llamamos las Humanidades es fundamentalmente un vasto esfuerzo de traducción, consecuencia de esa felicísima catástrofe que fue la Torre de Babel. No llegamos al cielo, pero en cambio aprendimos a hablar en inglés, en italiano, en griego. El Fondo de Cultura es en ese sentido el mejor testimonio de la vigencia en español de las Humanidades como modo de asumir la experiencia humana. Sólo como juego se me ocurre imaginar un itinerario que podría empezar con la Paideia, de Jaeger, y seguir con el Primero sueño de Sor Juana, Los 1001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre, con La sabiduría de los bárbaros, de Momigliano, o ese prodigioso monumento al lenguaje que es Erdera, de Gerardo Deniz –eso apenas mordisqueando una esquina del catálogo del Fondo.

Traducir, editar, publicar lo indispensable: Weber, Meinecke, Braudel, Frazer, es contribuir a formar un canon. Eso ha hecho el Fondo. Con el resultado de que hoy no sería posible estudiar en español historia, sociología, sicología, filosofía, sin contar con los libros del Fondo. A continuación, con el mismo ánimo, comenzó a integrar un canon de las letras mexicanas: Sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes. Y al lado de la serie monumental a la que pertenecen Heidegger o Dilthey, comenzó también a publicar libros con otra ambición, más didáctica, para formar “la base de una biblioteca que lleve la universidad al hogar”, y así surgió la colección más hermosa, de horizonte más amplio en el mundo editorial en español: Breviarios. También en el Fondo, no sobra recordarlo, en la Colección Popular, luego en Tezontle, han publicado sus primeros libros jóvenes escritores mexicanos como Juan Rulfo, Juan José Arreola o Carlos Fuentes.

Ya va siendo hora de que termine. Pero hay un par de cosas que no querría dejarme en el tintero. La tarea del editor consiste en que el autor se encuentre con sus lectores. Para eso, hay un eslabón último al que se presta poca atención, como cosa ancilar, de interés puramente mercantil: la librería. Es una pieza clave de la cultura del libro, la más frágil acaso, que no tiene fácil sustitución. […] El Fondo de Cultura también ha terminado haciéndose cargo de eso, para la venta de sus libros y de todos los demás fondos editoriales que circulan en el país –sin eso, no podría cumplir con su tarea editorial.

Hacer libros en México ha sido siempre una tarea complicada. Y si decimos publicar bien buenos libros, y que se lean, mucho más. Contaba Cosío Villegas en los años cincuenta con unos cinco mil o seis mil lectores habituales en el país –efecto de todas las causas que se quieran imaginar. Aunque hoy los hubiésemos multiplicado por diez, sería un mercado pequeñísimo. Aun así, en su momento se enorgullecía Cosío de que se hubiese agotado la edición de 3,000 ejemplares de la Paideia de Jaeger, antes que las ediciones alemana e inglesa, de 2,000. Contra la corriente, pero algo siempre puede hacerse, algo se ha hecho.

Decía hace un rato que al premiar a una institución se reconoce la vigencia de una idea. Pero también el trabajo de personas concretas. El trabajo de traductores únicos como Eugenio Ímaz, José Medina Echavarría, Tomás Segovia, Elsa Frost, Juan Almela, el trabajo de editores extraordinarios, como Arnaldo Orfila, Jaime García Terrés, Alí Chumacero, Martí Soler, Adolfo Castañón.

[…] Se lamentaba Cosío Villegas de la “propagación casi patológica” de las historietas como lectura única de los niños, de los jóvenes y no tan jóvenes, “en parte por que son fáciles y en parte porque son baratas y se encuentran al alcance de su mano; pero en parte quizá todavía mayor porque no hay nada que pueda sustituirlas, en la misma abundancia, por el mismo precio y con una calidad de verdad superior. El editor o el Estado que acometa este problema y lo resuelva habrá hecho un servicio a la cultura que difícilmente podría tener rival”. También a ese empeño está dedicado el Fondo de Cultura. Y también en reconocimiento a ese servicio, y no sería el menor de los méritos, el premio que lleva el nombre de Daniel Cosío Villegas, corresponde hoy al Fondo de Cultura Económica.

 

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