Es un vecindario apacible, con casa tras casa de tamaño similar. La cuadrícula de las calles está adornada por inmensos laureles a los que se suma alguna jacaranda en flor, gracias a la época. De pronto, dada la cercanía del mar, una palmera se levanta por encima de las copas de los árboles. La avenida principal está llena de pequeños negocios, algunos familiares: una pizzería, un café, una pequeña miscelánea mexicana y el inevitable Starbucks. En el corazón de la zona está un parque donde los vecinos se reúnen todos los fines de semana a organizar fiestas, partidos de basquetbol o futbol: vida de familia. Más adelante está el campus de la universidad pública de la zona. Entre sus instalaciones está una alberca, que sirve los fines de semana para que los padres les enseñen a sus hijos a flotar, a dar las primeras brazadas. Día tras día, la universidad recibe a decenas de miles de estudiantes que cruzan la calle inmersos en su mundo de audífonos y mensajes de texto; tranquilos, sin pensar dos veces en su seguridad. La dan por hecho, y no se equivocan. La zona es tan tranquila que los vecinos bromean. Dicen que los policías tienen que inventarse nuevas maneras de aprovechar su tiempo. No es inusual, por ejemplo, encontrarlos recargados en sus motocicletas, detrás de una esquina, esperando detener a algún incauto que no haya hecho el full stop en una intersección. Así pueden pasar el día entero. Y es que, a decir verdad, la vida para los vecinos de Santa Mónica transcurre en paz. Aquí, las preocupaciones son las que siempre deberían ser: familia, trabajo, escuela, impuestos; no la irrupción inusitada de la violencia.
Ahora, ruego al lector que sume un nuevo e inesperado personaje a este escenario.
De pronto, por esa avenida llena de tiendas, familias y estudiantes, aparece un hombre vestido de negro de pies a cabeza. Lleva botas militares, chaleco antibalas, guantes. Parece vestido para la guerra. En el hombro izquierdo carga una mochila con decenas de cartuchos. En la mano derecha lleva un AR-15, rifle de asalto, arma diseñada específicamente para cazar seres humanos. El hombre ha secuestrado a una mujer y le ha ordenado que lo lleve, en auto, hasta la universidad local. El tipo acaba de matar a su padre y a su hermano, para después incendiar la casa de ambos cuadras arriba. Aterrada, la mujer le hace caso. Lo lleva hacia abajo en Pico, la avenida principal. En una intersección particularmente concurrida, el asesino desciende. Aprieta el gatillo y balea un autobús público. Vuelve a subir al auto, como si solo hubiera bajado a comprar un café. Segundos después llega al campus universitario. Cruza por el estacionamiento donde dispara contra una camioneta roja en la que viajan un padre y su hija. El padre pierde el control del auto y se estrella más adelante: fallece casi de inmediato. Su hija aguantará solo 72 horas más. Se llamaba Marcela y quería ser psicóloga clínica.
Después, el pistolero aprieta el paso rumbo a la biblioteca universitaria. Ahí, los disparos sorprenden a los jóvenes. Algunos estudiaban, otros tomaban cursos en línea o aplicaban para exámenes finales. La violencia lo interrumpe todo, lo rompe todo. Solo la llegada de la policía evita una tragedia mayor. En un tiroteo cerca de la puerta, el asesino resulta abatido. Se llamaba John Zawahri, tenía 23 años y, aparentemente, un historial de problemas mentales. De acuerdo con sus amigos, también tenía una marcada afición por las armas. Aún no está claro cómo consiguió el AR-15, arma prohibida en California (pero no en el estado contiguo de Arizona, donde podría estar la clave).
Hasta ahí, la crónica del horror.
Para Estados Unidos, la lección es la misma que la de Newtown y Columbine. Hasta que hombres como Zawahri dejen de tener acceso a armas como el AR-15, este país tendrá una deuda con la cordura
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.