Cuando la mejor banda de rock era una orquesta fúnebre

Hace 15 años, Arcade Fire lanzó Funeral, su álbum debut, que hizo de la cotidianidad un pretexto para la épica.
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En el momento de su lanzamiento, en el 2004, a muchos nos pareció que el título del disco era una audacia en sí misma: ¿quién le ponía a su disco debut Funeral? En un clima hambriento de novedades que rompieran con los más trasnochados resabios del grunge o del numetal, Arcade Fire se abría camino gracias a un anacronismo bienhechor.

Como tantas casualidades que a la postre resultan definitorias, ese título estuvo lejos de ser planeado: varios familiares del grupo habían fallecido antes del lanzamiento y estos aprovecharon el espacio en blanco para realizar un homenaje discreto. Sin embargo, pronto los integrantes de Arcade Fire optaron por convertir el ánimo funerario en una marca de identidad, como si estuvieran en el negocio de las exequias y no en el del indie, por aquel entonces la última etiqueta mercantil que había adquirido el rock no canónico.

En un momento donde todas las bandas debían añadir el artículo “The” a su nombre y se vendía a meros imitadores de los Stones como novedades juveniles, Arcade Fire brilló por enérgicas presentaciones donde parecían menonitas anémicos que, más que cantar, aullaban sobre hermanos suicidas, amigas muertas y amores cuyo recuerdo se esparcía “como el cáncer”. En pleno 2004, Arcade Fire había publicado el mejor disco que pudo dar el siglo XIX.

Los Strokes hicieron por el primer lustro de los 2000 lo que Nirvana hizo por la primera parte de los 90: renovaron el uso de las guitarras eléctricas para echar desmadre. Así mismo, durante la segunda mitad de la década, Arcade Fire cumplió la función que tuvo Radiohead diez años antes: inoculó a una generación con el virus de la melancolía y la introspección. Pero mientras Radiohead echó mano del futurismo y la experimentación, Arcade Fire usó elementos propios de una orquesta de pueblo.

El legado de los canadienses no yace en las hordas de imitaciones y derivaciones folk, desde los aventajados Fleet Foxes y Sufjan Stevens hasta los innombrables Mumford & Sons. La herencia de Funeral se encuentra en la inesperada amalgama que hace de la cotidianidad un pretexto para la épica, algo que aprendieron muy bien grupos posteriores tan disímiles como Deafheaven y The War On Drugs.

Como ejemplo ideal está “Neighborhood #1 (Tunnels)”, un tema grabado adrede en baja calidad, con una mezcla encajonada y herrumbrosa, como si el escucha fuera polizón de un ensayo que ocurre en un ático victoriano. Con aires de Bruce Springsteen, Win Butler narra las conjeturas de un chico que imagina su barrio sepultado en nieve y escapa con su pareja mientras sus padres lloran en casa. En esta canción sobre el fin de la adolescencia, se concede a la pareja propiedades alquímicas: “tú conviertes el plomo de mi cabeza en oro”.

Esa misma argucia de magos podría aplicarse a la forma en que Arcade Fire lee el mundo en Funeral: lo mundano es materia de epopeyas y la pérdida se transfigura en conocimiento: los personajes de las canciones de Arcade Fire aprenden que las cosas son suyas solamente porque las perdieron: “Somos un millón de pequeños dioses provocando tormentas / convirtiendo todo lo bueno en óxido / Creo que debemos acostumbrarnos”, se escucha en “Wake Up”, un tema de cuatro acordes sobre la escala de Do mayor, que quince años después aún brilla con una sencillez cautivadora.

Gracias a ese encanto, tan teatral y decimonónico como honesto y directo, en menos de un año Arcade Fire pasó de tener shows donde había más gente tocando arriba del escenario que escuchando abajo (como llegó a bromear Zach Galifianakis) a presentarse con David Bowie. Es difícil creer que en algunos de sus primeros shows la gente se iba cuando escuchaba “Wake Up”.  

Un punto de quiebre ocurrió cuando Will Butler, acaso el integrante más joven del grupo, tuvo que pedir permiso en la universidad para faltar a una clase. El profesor no creyó que el muchacho tocaría esa misma noche en el show de David Letterman.

Sin embargo, ya se sabe, no hay mayor maldición para un grupo que un debut perfecto. Los Strokes nunca supieron llevar con decoro suficiente la losa insuperable en la que se convirtió Is This It. Arcade Fire, el otro tótem generacional, sobrellevó la maldición de un debut fulminante gracias a que tomaron riesgos insospechados hasta el punto de renegar de la escuela neo-folk que sin querer fundaron.

Muy poco sobrevive del primer Arcade Fire en su último disco, Everything Now, obra que, a diferencia de sus cuatro anteriores álbumes, cuenta con casi todos los ingredientes de la grandeza sin conseguirla y que extravió la mágica sencillez de cuatro acordes que distinguió a “Wake Up”. No es que ahora el grupo de Montreal navegue entre fracasos, pero sí es un hecho que aquellos que rozábamos la mayoría de edad en el 2004 vivimos el lanzamiento de Funeral como una revelación, en una etapa de la vida donde el menor incidente se puede interpretar como un rito de paso.

Como muestra de lo anterior, una minucia estrictamente personal: en aquellos años, la magnífica revista Lenguaraz tuvo una iniciativa que yo interpreté como una provocación: publicó la letra de “Neighborhood #2 (Laïka)” de Arcade Fire como si se tratara de un mero poema, con todo y una traducción a la altura del acontecimiento. Ese gesto marcó de forma irreversible la manera en que yo relacionaría la música con la literatura.

Y heme aquí, 15 años después, escribiendo todavía sobre el asombro que me produjo ese disco que ahora me suena un tanto viejo pero también entrañable, un disco que ha sido superado en muchas ocasiones pero que sigue siendo, a su manera, inigualable. Por supuesto, mi historia no es exclusiva; cada fan de Arcade Fire conserva un relato especial sobre su encuentro con Funeral, una de las últimas veces en que un disco de rock congregó genuinas multitudes.    

Ahora que todo mundo me dice “¿te das cuenta que esta vez el rock sí está muerto?”, yo me encojo de hombros y me pregunto cuál es la sorpresa: en 2004 la mejor banda de rock era una orquesta fúnebre compuesta por tuberculosos. Funeral no fue solo un debut inolvidable, fue también un heroico vaticinio.

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(Ciudad de México, 1988) es autor del poemario Código Konami y la novela Los suburbios.


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