¿Podría funcionar Cultura comunitaria?
Cultura comunitaria es el principal programa de la Secretaría de Cultura. Su propósito es “promover el ejercicio efectivo del derecho a la cultura y los derechos culturales de personas, grupos y comunidades; prioritariamente con aquéllas que han quedado al margen de las políticas culturales”. Sin embargo, su operación no es transparente y carece de claridad en cuanto a estrategias y resultados.
El programa se compone por cuatro ejes de trabajo: Misiones por la diversidad cultural, jornadas dedicadas a identificar las necesidades culturales a nivel municipal; Semilleros creativos, grupos de creación colectiva; Territorios de paz, diálogos que buscan la recuperación del espacio público, y Comunidades creativas y transformación social, grupos que vinculan a los creadores con técnicas tradicionales e innovadoras. Hasta el 8 de agosto, el programa tenía presencia en 288 municipios de todo el país. El objetivo es en dos años tener actividades artísticas, lúdicas y culturales en todo el país.
A primera vista luce como un proyecto que permitirá a más personas tener acceso a la cultura. Pero en su sitio web no se especifica cómo se logrará esto. La única información disponible son las bases de participación para talleristas, capacitadores, asesores en psicoeducación y promotores. Entre sus actividades se enlistan ofrecer cursos, identificar las necesidades de las comunidades y reclutar artistas.
Un reportaje publicado en El Universal reveló que a los 630 empleados de Cultura comunitaria se les pagan sus salarios, que van de los 8 mil a los 22 mil pesos mensuales, a través de outsourcing. Esto llama la atención porque al inicio de la administración de Alejandra Frausto se dieron por concluidos los contratos eventuales y por honorarios de más de mil empleados que tenían antigüedad en la dependencia. El programa cuenta con un presupuesto de 400 millones de pesos, de los cuales 178 millones corresponden al contrato de siete meses con la empresa Lore Soluciones Integrales para el pago de nóminas y el 3.8% de la comisión por sus servicios. Esther Hernández, directora de Vinculación Cultural, instancia responsable de Cultura comunitaria, aclaró que el presupuesto total se destinará a nóminas, producción de eventos y equipamiento. “Es un recurso que parece demasiado pero es por el nivel de penetración territorial que tiene y por el involucramiento de gente a nivel nacional. Estamos trabajando en municipios en los que no había presencia del Estado”, justificó. El problema es que muchos de estos gastos no podrán comprobarse por la falta de facturas, lo que daría pie a un uso discrecional de los recursos públicos.
En el balance del primer semestre de su ejecución, Misiones culturales ha realizado 396 actividades, en Semilleros creativos han participado más de 7 mil 500 niños y jóvenes, Territorios de paz ha establecido diálogos con comunidades indígenas del sureste y dentro del eje Comunidades creativas y transformación social se han realizado 46 encuentros entre especialistas y creadores en 23 municipios de 17 estados. Pero quedan muchas preguntas sin respuesta: ¿cómo distinguir las actividades de cada uno de los ejes?, ¿cuántas personas trabajan en cada uno de los proyectos?, ¿hay más instituciones culturales colaborando? y ¿cómo medir el impacto en seguridad y prosperidad dentro de las comunidades?
En Estados Unidos hay un programa similar donde trabajan de la mano el Departamento de Agricultura y la Fundación Nacional para las Artes. Rural Arts es una iniciativa que busca incrementar la prosperidad de las comunidades rurales a través del arte. Durante meses, los artistas locales participan en programas de tutoría y emprendimiento que financia el gobierno para que después ellos mismos sean capaces de promocionar y vender sus obras. Si bien su enfoque no es rescatar los saberes tradicionales, como en el caso del programa impulsado por Frausto, es un ejemplo de cómo aprovechar las industrias creativas en beneficios tangibles para las comunidades y sin caer en la opacidad.
La mirada de Toni Morrison
“If you surrender to the air, you can ride it” es la frase con la que inicia Homecoming, el concierto/documental con el que Beyoncé rinde tributo a las mujeres afroamericanas cuya lucha permitió que ella llegara hasta la cima del estrellato. La cita pertenece a Toni Morrison, la primera escritora afroamericana en ganar el Nobel de Literatura, quien falleció el 5 de agosto.
Chloe Ardelia Wafford nació en Ohio en 1931 en una familia perteneciente a la clase trabajadora. A los 12 años se convirtió al catolicismo y se bautizó con el nombre Anthony. El amor por las historias que sus padres le infundieron a través de canciones y relatos folklóricos la motivaron a estudiar literatura inglesa en la Universidad de Howard, cuya matrícula es primordialmente de origen afroamericano. Tras conseguir una maestría en la Universidad de Cornell en 1955, inició una carrera como editora. En 1967 se convirtió en la primera editora senior afroamericana de Random House, donde trabajó por más de veinte años y contribuyó a que se publicaran más escritores afroamericanos. A los treinta y nueve años alcanzó el éxito literario. Mientras alternaba entre el cuidado de sus dos hijos y el trabajo escribió su primera novela. Ojos azules (1970) es la historia de una niña afroamericana que anhela tener el color de ojos de las muñecas con las que juegan las niñas blancas y que sufre acoso y burlas por su tono de piel. Para evitar que la despidieran, firmó su libro bajo el seudónimo Toni Morrison y mientras trabajó en Random House no reveló que era escritora. “Quería hacerlo algo privado. Que me perteneciera solo a mí. Porque una vez que lo dices, otras personas se ven involucradas”, confesó en una entrevista a The Paris Review.
En 1987 publicó su novela más famosa: Beloved. Basada en la historia de Margaret Garner, una esclava fugitiva que prefirió matar a su hija antes de que esta volviera a perder la libertad, de nuevo la identidad y la denuncia a los abusos que la comunidad afroamericana sufría fueron el eje. Un año después fue premiada con el Pulitzer.
El mayor reconocimiento llegaría en 1993, con el Nobel. Su discurso de aceptación es un relato sobre el poder del lenguaje para liberar y someter, honrar y tachar, amar y matar. Al comparar al lenguaje con una delicada ave que una anciana ciega sostiene entre sus manos oscuras, hace una crítica a los discursos que fomentan el odio y la división. “El lenguaje opresivo hace más que representar violencia, es violencia. Hace más que representar los límites del conocimiento, limita el conocimiento”, afirma. Pero con un tono de esperanza, recuerda que la vitalidad del lenguaje radica en su “capacidad para iluminar la vida actual, la imaginada y la posible de sus hablantes, lectores y escritores”.
Morrison utilizó su pluma para darle voz a quienes por siglos habían padecido opresión, rechazo, violencia y olvido. “Las historias que comenzó a contar no eran solo historias nacidas de esa mente brillante. No, eran historias –la negritud, la americana oscura– que definen la historia de este país”, sostiene Britt Julious. Esto no pasó desapercibido para la crítica. En 1973, una reseña publicada en el New York Times destacó la “calidad heroica” de sus personajes en Sula, su segunda novela. Hacia el final de la crítica, Sara Blackburn sugirió a Morrison explorar otras temáticas para dejar de ser vista solo como una “escritora afroamericana”, pues era “demasiado talentosa para seguir siendo un maravilloso registro del lado negro de la vida providencial americana”. Morrison no siguió su sugerencia y continuó enfocándose en la experiencia negra. Su postura era tajante: “Como si nuestras vidas no tuvieran sentido o profundidad sin la mirada de los blancos. Yo pasé el resto de mi carrera asegurándome de que la mirada blanca no fuera la dominante en mis libros”.
Ese tono desafiante lo mantuvo hasta el final. Uno de sus últimos textos fue un ensayo que se publicó poco después de que Donald Trump fuera electo presidente. Sin miedo argumenta que para no perder sus privilegios, los supremacistas blancos son capaces de usar la violencia: “Han comenzado a hacer cosas que claramente no quieren hacer y, para hacerlo, están (1) abandonando su sentido de dignidad humana y (2) arriesgando la apariencia de cobardía”. Al final, establece una conexión entre el auge de una ideología racista y el triunfo de Trump: “Las consecuencias de un colapso del privilegio blanco son tan aterradoras que muchos estadounidenses se han agrupado en masa en torno a una plataforma política que apoya y traduce la violencia contra los indefensos”.
En este momento donde los discursos racistas, xenófobos e intolerantes abundan, ver el mundo a través de los ojos de Morrison es un recordatorio del poder del lenguaje para cambiar realidades.
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.