El otro día platicaba con dos amigos sobre “Despacito”. Sabían de ella pero nunca la habían escuchado. Les dije que el video de la canción tenía más de dos mil trescientos millones de vistas en Youtube, así que estadísticamente, en un planeta de siete mil millones de almas, una de cada tres ya la conoce, y las otras dos la conocerán en cualquier momento.
El escucha desprevenido podría pensar que se trata de otro éxito del montón: estructura bastante típica (intro, estrofa, pre-coro, coro, post-coro), una tonada contagiosa, mucha producción. Es al apagar la radio que uno empieza a entender que se trata de algo mucho más grande: si camina por la calle, se mete a un taxi o pasa al lado de un puesto, si escucha a un locutor de radio o lee los trending topics, escuchará la canción, o una referencia a ella, en cada paso.
Y es que “Despacito” es un auténtico fenómeno. Al día de hoy son sesenta y cuatro las canciones que han roto la barrera de los mil millones de visitas en Youtube. Entre estos “one-bill wonders” hay un grupo mucho más selecto aún, con apenas once miembros: las que han rebasado la marca de los dos mil millones. La diferencia es que mientras todas las demás tardaron más de un año en lograrlo, “Despacito” lo hizo en apenas cinco meses, entre enero y junio de este año. Como compositor de formación “clásica” con gran afición al pop, quise intentar entender el por qué de tan rotundo éxito.
Despacito cuenta, durante 3 minutos y 47 segundos, un encuentro romántico en un tono sensual y provocativo, como narra Luis Fonsi, su autor, con frases del tipo “quiero ver bailar tu pelo, quiero ver tu ritmo, que le enseñes a mi boca tus lugares favoritos”.
No parece haber nada extraño en su origen. Según dice Fonsi, un buen día despertó con esa palabra, despacito, y la melodía del coro en la cabeza. Luego se reunió con su amiga, la cantante panameña Erika Ender, para terminar de escribir la letra, y más tarde con sus productores, con quienes grabó y preparó, en unas tres horas, la base instrumental. La canción estaba prácticamente lista pero le faltaba un momento de explosividad. Ahí fue cuando se le ocurrió invitar a su paisano Daddy Yankee, quien al compás de reggaetón contribuyó con un par de estrofas más, incluida la parte más pegajosa de la canción, “pasito a pasito, suave suavecito, nos vamos pegando, poquito a poquito…”, fácil de repetir incluso para quien no habla el idioma.
Universal Latin lanzó el sencillo el 13 de enero. En pocas semanas se coronaba en las listas de popularidad –primer lugar en descargas de iTunes, canción más escuchada de Spotify– en decenas de países. El último brinco lo dio gracias a Justin Bieber, quien la escuchó en una discoteca en Bogotá. Viendo una oportunidad de oro, llamó a un Fonsi entusiasmado, grabó dos estrofas en inglés y unas líneas del coro en español (mismas que famosamente olvidó después). Días más tarde, el tema conquistó la cima de la lista Billboard, en la cual se mantiene… ¡tras veintitrés semanas! (Alguna parte del público norteamericano cree que la canción no habría sido un éxito de no ser por Bieber. Esto es falso.)
Musicalmente, “Despacito” es un abanico de estilos que se suceden en bloques de cuatro compases. Predomina la fusión entre pop latino y urban (el género que Enrique Iglesias, Ricky Martin o Shakira han popularizado y que es, para fines prácticos, un reggaetón domesticado), con dejos de cumbia (sobre todo por la línea del bajo durante buena parte de la canción) y música flamenca (como las florituras vocales que hace Fonsi en ciertos momentos, o el gesto que hace el cuatro –una especie de guitarra pequeña antillana– en la introducción, que parece un picado flamenco).
En contraste con esta profusión estilística, hay un parámetro musical que se mantiene constante de principio a fin: la armonía en “Despacito” consiste en un grupo de cuatro acordes, Si menor, Sol, Re y La mayores (o, en notación armónica, vi, IV, I, V). Se trata de una secuencia de efectividad comprobada, como lo demuestra su (descarada) inclusión en incontables éxitos pop, desde “With or Without You” de U2 hasta “Hello” de Adele, “Con Te Partirò” de Andrea Bocelli o “Súbeme la radio”, hit rival del ya citado Iglesias. Este video muestra hasta qué punto puede volverse una pieza intercambiable (en el 1:08):
La explosividad llega con el primer coro, gracias al característico riddim (“tum, patumpa”), base rítmica del reggaetón, y crece con los versos en rap de Daddy Yankee. El reggaetón, hijo del reggae y del hip hop, ha sido sometido, como sus predecesores, a un proceso de “blanqueamiento” en el que ha perdido buena parte de su carga ideológica, conservando sus elementos musicales hasta convertirse en música básicamente bailable. Uno de los artífices de este proceso es Ramón Luis Ayala Rodríguez, Daddy Yankee, cuyo éxito “Gasolina” (2005) posicionó al género a nivel global. Para “Despacito”, el género se suaviza aun más, tanto en tempo (la pieza ronda los 89 pulsos por minuto, mientras que un reggaetón típico suele acercarse a los 100) como en contenido lírico (que suele ser más procaz).
La producción (es decir, todo lo que lleva la canción que no es la música en sí, pero que le da su sonido característico: cómo se grabó, qué instrumentos usa, qué efectos se le ponen, etc.) juega también un papel importante en la factura del hit. El auto-tune en la voz de Daddy Yankee (como el que hacía Cher en “Believe”), las múltiples capas sonoras (evidentes si se escucha con audífonos) o el sidechaining (un proceso importado de la música dance mediante el cual el sonido del bajo se comprime a cada golpe del bombo de la batería, dándole más punch a las frecuencias graves), son efectos de cajón en los últimos años. Hay más detalles que probablemente sugirieron los productores, como no marcar el primer tiempo del compás cada vez que se escucha la palabra “despacito”, lo cual genera la sensación de una pausa, y en consecuencia un nuevo arranque, en cada coro. Este efecto se acentúa de manera muy ingeniosa la primera vez que suena “Des. Pa. Cito”: el ritmo se frena por una fracción de segundo –como se describe aquí– en lo que constituye un buen ejemplo de figuralismo vocal o word painting, es decir, hacer gestos musicales que responden a lo que dice la letra.
“Despacito”, pues, cumple con todos los requisitos para ser un hit. Como composición, si bien juega a lo seguro, posee varias cualidades: su curva dramática es perfecta; cada ejecución vocal es, en su estilo, impecable; tiene grandes momentos rítmicos (a cargo de Daddy Yankee) y melodías pegajosas (a cargo de Fonsi). Es sexy, tiene punch y derrocha buena vibra: los ingredientes de la canción del verano. Luego viene el tema de la combinación de fuerzas, primero entre dos estrellas latinas de probada trayectoria, luego con uno de los titanes indiscutibles de la industria del pop. Por último, la producción, cuyo despliegue de estilos y capas sonoras la vuelven una auténtica golosina sonora –de las que engordan–, sobre todo si uno la oye a todo a volumen en sus audífonos o –qué sorpresa– en una disco.
Las disqueras buscan construir el próximo éxito mediante el uso de fórmulas musicales probadas, contratando al productor de moda y, por supuesto, fomentando colaboraciones entre artistas que más parecen matrimonios por conveniencia. Bien empaquetado con su respectivo video, este single se promociona y vende por separado (el álbum es un objeto demodé). La radio, Youtube y las redes sociales bombardean al público con el hit y iTunes y Spotify lo ponen a su alcance. Tristemente, se suele tratar de productos genéricos e intercambiables, con frecuencia de calidad escandalosamente pobre. Para nuestra fortuna, no es el caso de “Despacito”.
Compositor mexicano proclive a borrar las fronteras entre la música clásica y la popular. Ha compuesto cuatro óperas, así como música para teatro y cine. Es codirector de la compañía Ópera Portátil.