Casa Rorty XV: Las revistas de nuestra vida

Revista de Occidente es ya una publicación centenaria; para celebrarlo, la Fundación Ortega-Marañón acoge una exposición en su honor. Este post se suma a las felicitaciones y pide larga vida a las revistas.
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Es bien conocida la definición de humanismo que ofreció Peter Sloterdijk hace más de veinte años: “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito”. El filósofo alemán se inspiraba en la que del libro había dado el poeta Jean Paul, para quien estos no eran sino largas cartas escritas a los amigos. Se apuntaba con ello hacia la alfabetización y educación de la humanidad en su conjunto, que no en vano es el objeto del proyecto humanista pese a ser esa misma humanidad el sujeto abstracto –detrás del cual hay individuos, movimientos, instituciones– en nombre del cual se desempeña esa tarea educativa.

Ya me parece oír, como si hablase el fantasma del padre de Hamlet, el reproche provinente de la Teoría Crítica: el racionalismo humanista cometió crímenes sin nombre allí donde se sojuzgó a una población a la que se tenía por menos que humana. ¿Quién puede negarlo? Pasé por Lisboa hace unas semanas y el Museo Nacional de Historia Natural y de la Ciencia alberga una interesante exposición –montada con mucho ingenio– sobre la “captura” fotográfica de los colonizados por el Estado portugués a finales del siglo XIX; se propone literalmente ofrecer “una lectura decolonial” de las imágenes y los objetos científicos empleados en las expediciones correspondientes. Ocurre que en el mismo edificio, una planta más arriba, hay varias salas dedicadas a la figura de Francisco Arruda Furtado, un naturalista que vivió brevemente entre 1865 y 1887 y se las apañó para convertirse en un discípulo de Charles Darwin: ese mismo Charles Darwin cuyas claves de la selección natural otros aprovecharon para concebir un así llamado “darwinismo social” que justificaba la eugenesia y el abandono de los más débiles.

¿Por qué es todo tan complicado? Sin perjuicio de que las postulaciones de la Teoría Crítica sean analizadas en este blog con más sosiego, queda claro que la dialéctica del humanismo no debe servir para prescindir del humanismo; ni siquiera si deseamos ir más allá del sujeto humano para integrar –poshumanismo mediante– a otros seres vivos. ¿O es que la crítica del humanismo no se hace también por medio de una “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito”? Las operaciones de la razón humana incorporan su propia crítica, aunque esa crítica no siempre llegue o se generalice a tiempo; menos es nada y más no es posible.

El recuerdo de la frase de Sloterdijk me sobrevino hace unos días cuando visitaba, en la encantadora sede de la Fundación Ortega-Marañón, otra exposición: la dedicada a la Segunda Época de la eximia Revista de Occidente, titulada “¡Claridad, claridad!” y comisariada por Juan Claudio de Ramón, nuevo secretario de la revista que ahora dirige Fernando Vallespín. Quien pedía claridad era el propio Ortega y Gasset, fundador de una publicación que quería trascender el comentario político y literario para abrirse al conocimiento en su sentido más amplio. De ahí que el primer número de su segunda época incluyese un artículo del físico Robert Oppenheimer, a quien la película de Christopher Nolan ha devuelto la celebridad que un día llegase a tener. Miembro de la llamada Generación del 14, Ortega convocó a la revista en su andadura inaugural a los que integraron las del 98 primero y el 27 después; en su segunda época, que arranca en 1963 con el relajamiento de las constricciones estatales del franquismo tras la aprobación de la conocida como “Ley Fraga”, mantuvieron su presencia. Revista de Occidente dedicó así artículos a Lorca y publicó a los exiliados en las Américas: Francisco Ayala, Rosa Chacel, Corpus Barga. Nada hay en ello de casual: Ortega había colaborado ya con escritores hispanoamericanos en su tiempo y quiso que la revista tuviera distribución en el subcontinente; los autores del llamado boom publicaron en sus páginas cuando les llegó la hora. En la exposición pueden leerse unos poemas inéditos de Borges, uno de los cuales –titulado Un poeta menor– constituye un memorable llamamiento a la humildad: “La meta es el olvido / Yo he llegado antes”.

Un aire melancólico

Y ciertamente reina un aire melancólico en la sala, donde se diría que están citadas —para enfrentarse— dos fuerzas contrarias del espíritu: la que nos empuja a tomar la iniciativa para hacer cosas y aquella otra que nos susurra que todo lo que pueda hacerse será arrasado por la apisonadora del tiempo. Desfilan ante nosotros los textos de quienes fueron un día novísimos y son hoy ancianos; muertos ilustres como Ferlosio, Benet o Martín Gaite proponen títulos desde índices deslumbrantes; los dibujos de Palazuelo, Chillida o Saura ilustran unas portadas que quizá sorprendieran entonces y hoy reposan en recónditos anaqueles. Pero ¿qué habría sido de un país como el nuestro si no hubieran tomado la iniciativa personas como José Ortega Spottorno, hijo del filósofo que crea Alianza Editorial en 1966 y participa en la fundación de El País cuando termina la dictadura? Nota para los críticos de la meritocracia: otro hijo ilustre, Jaime Salinas, fue secretario de Revista de Occidente a partir de 1973 y desempeñó un papel decisivo en la propia Alianza; otro descendiente notable, Gregorio Marañón Jr., contribuyó con su mecenazgo al renacimiento de la revista –cuarta época– en 1980. Pasa aquí lo mismo que con el humanismo: los fenómenos sociales encierran una ambigüedad que no puede erradicarse a golpe de eslogan. Difícilmente podrá sostenerse de manera responsable que los depositarios por herencia familiar de una tradición intelectual honorable harían mejor en darle la espalda, negándose a perpetuarla o dejando que malogre.

Todavía estaba dando vueltas a lo que la exposición tiene que decirnos cuando me dirigí, en una nubosa tarde madrileña, al homenaje que se dispensó en la quinta planta del Círculo de Bellas Artes –subir esas escaleras hasta el final no es apto para eruditos sedentarios– a Álvaro Delgado-Gal, quien dirigió durante 25 años la Revista de Libros en dos etapas sucesivas, separadas entre sí por una breve interrupción, antes de dimitir hace unos meses y dejar el testigo de la publicación al filósofo Javier Moscoso. En el acto, organizado por el Patronato de Amigos de la Revista de Libros, nos dimos cita muchos colaboradores y no pocos amigos: de Luis Gago a Félix Ovejero, pasando por Manuel Rodríguez Rivero o Andrés Ibáñez. Se habló de la intrahistoria de la publicación, que tuvo un antecedente –Libros– a comienzos de los años 80; de las razones del éxito de la que por fin nació en 1996 con la justa ambición de reproducir en España el modelo de la New York Review of Books y el Times Literary Supplement, que Delgado-Gal cifró en la imposición de estrictas reglas de calidad en los contenidos al margen de las preferencias ideológicas; y de la acaso inesperada buena salud de la que gozó la edición digital con la que resucitó la revista tras perder el patrocinio de Cajamadrid cuando estalló la crisis financiera.

Por desgracia, la revista no ha podido encontrar un modelo de financiación estable desde que la Fundación LaCaixa le retiró su apoyo hace unos años, circunstancia que complica su existencia y sugiere dos conclusiones simultáneas en apariencia contradictorias: que la sociedad civil española carece del nervio necesario para financiar sus propios medios de telecomunicación humanista y que no hay revista cultural que no viva amenazada de muerte. De ahí que el mérito que atesora la Revista de Occidente, que ha sobrevivido 100 años, o la buena salud de la que goza la publicación en la que aparece este blog, Letras Libres, que el historiador mexicano Enrique Krauze fundó para dar continuidad a la Vuelta de Octavio Paz donde él mismo había colaborado. En la sala de la Fundación Ortega-Marañón se exponen ejemplares de revistas –sobrevivientes o ya extintas– que dan cuenta de la riqueza y vulnerabilidad de este singular ecosistema: Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, El ciervo, Ajoblanco, Laye, Les Temps Modernes, Sinn und Form, Il Confronto Litterario, La Luna de Madrid, Matador… entre muchas –muchísimas otras– en distintos tiempos y lugares.

Bien sabemos que el mundo ha cambiado y nos parece que el medio escrito ha perdido la preponderancia que una vez tuvo o nos parece que tuvo; ni los periódicos ni las revistas se han convertido en el desayuno de las mayorías, pese a las esperanzas que en ese horizonte utópico habían depositado los primeros ilustrados. No es que hayan desaparecido ni los periódicos ni las revistas, ni que corran riesgo inmediato de hacerlo, pero sería un error llamarse a engaño; son frágiles medios de alfabetización colectiva y se enfrentan a problemas que van de la desaparición del papel que les daba fijeza y presencia a la dependencia de aquellas instituciones o Estados que de vez en cuando acceden a financiarlas. El propósito de fundar y llevar adelante una revista independiente, dotada de criterio propio y con la vocación de mantenerse al margen de las presiones políticas, debe considerarse heroico: quienes sacan adelante cada mes o trimestre una publicación de calidad se arriesgan a que nadie les haga caso y hay que admirar la presencia de ánimo de quien se sabe lanzador que lanza botellas al océano. Sin ellas, sin embargo, la conversación pública sería aún más pobre; las revistas le proporcionan una temporalidad distinta, mayor hondura reflexiva, atención a detalles que de otro modo pasarían desapercibidos.

Benditos sean quienes creen que fundando una revista llegarán lejos; malditos quienes les hacen ver lo contrario. Necesitamos directores, secretarios, editores; igual que ellos necesitan de articulistas, reseñistas, comentaristas, blogueros. Si el libro, volviendo a Jean Paul, es una larga carta escrita a un amigo, ¿qué es una revista sino un telegrama dirigido a minorías potenciales? No hace falta ganarse al público; basta conquistar un público. Y si fundar una revista hoy es más difícil que cuando lo hizo Ortega, porque tenemos a nuestra disposición ya menos formas de autoengaño, de eso podemos hacer también una ventaja: cuando todo está perdido, hay mucho por ganar. Larga vida, pues, a las revistas. 

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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