El mito de la Gramática. ¿Para qué sirve un lingüista?

La labor de los lingüistas no es velar por que se hable bien sino descubrir las reglas que estructuran la lengua.
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Casi todo el mundo, cuando escucha que soy lingüista, suele reaccionar diciendo: “Uy, madre mía, pues no te fijes mucho en mí, porque hablo fatal”. Esta reacción, tan abrumadoramente generalizada, revela dos creencias que me preocupan: la primera es que la mayoría de la gente considera que habla mal (y, por tanto, acepta que es posible usar mal la lengua materna de uno); la segunda es que suponen que la labor de los lingüistas es asegurarse de que la población habla como Dios manda.

Me temo que estas dos creencias, tan arraigadas en nuestra sociedad como falsas, están en el fondo de todos los prejuicios lingüísticos y se fundamentan en un mito propio de las sociedades precientíficas. Según este, la lengua sería algo externo a nosotros, una herramienta social que heredaríamos culturalmente y que la mayoría de la gente usaría mal. Los lingüistas, guardianes del fuego sagrado de la sabiduría gramatical, tendríamos la responsabilidad de preservar las leyes que rigen el funcionamiento de las lenguas y de hacerlas cumplir. Y la recompensa para aquellos bienaventurados que siguieran estas normas sería la inteligencia: los que hablaran según la norma pensarían mejor, serían más racionales y, seguramente, mejores personas.

Es difícil desmentir los mitos, pero aun así creo que es importante. Comenzaré por el principio. Que los seres humanos nos comuniquemos con lenguas es un misterio. Pensadlo un momento. Yo tengo una idea en mi cerebro, realizo una serie de movimientos con la boca mientras expulso aire y, voilà, mi compañero sabe (más o menos) de qué idea se trata. Este misterio es, en realidad, similar a otros, como el enigma de que del cielo caiga agua o incluso nieve o granizo de vez en cuando. Para tratar de entenderlos, el primer paso es describir de la forma más detallada posible cómo se desarrollan los procesos. Ese conjunto de información, propia de la sabiduría popular, se transmite de padres a hijos y forma parte del acervo cultural de una comunidad. Otra cosa es saber a qué se debe que las cosas funcionen como funcionan. Creer que son los dioses los que controlan la lluvia es similar a pensar que es una gramática externa, recogida en pergaminos, libros o bits informáticos, lo que regulan nuestro lenguaje. En ambos casos la solución que damos a un misterio de la naturaleza parte de crear un ente (un dios, una gramática) ajeno a ella. Estamos ante la creación de un mito.

Los humanos transmitimos ideas a través de sonidos articulados gracias a que nuestros cerebros producen y comprenden dichos sonidos de un determinado modo. Lo que conocemos por Gramática no es otra cosa que un conjunto de reglas que intentan explicar qué puede pasar en nuestro cerebro para que el lenguaje funcione. Dicho de otro modo: la Gramática no está en los libros, sino en nuestros cerebros. Mi labor, como lingüista, no es hacer que se cumpla, sino descubrir cómo funciona. Y los hablantes nativos no podemos hablar mal, salvo enfermedad o despiste.

¿Significa eso que podemos hablar como nos plazca? Pues depende. En la conversación coloquial, sin ninguna duda. Ahora bien, en la comunicación pública, el lenguaje deja de ser una función cognitiva privada y pasa a estar regida por las leyes de los humanos, que se superponen a las de la naturaleza. Es en este ámbito, el público, en el que es necesario conocer y seguir la norma culta, pues está en juego nuestro prestigio social. Pero cuidado, seguir la norma no implica necesariamente ser mejor (lo que hoy es culto ayer no lo era), tan solo significa que somos capaces de adaptarnos al contexto. Esto es: tan reprobable es no usar la norma culta en público, como exigir que se use en contextos privados. Por otro lado, que un hablante nativo no pueda hablar mal no implica que no pueda hablar mejor. Como ya dijimos en una ocasión anterior, aumentar el vocabulario supone entender mejor la realidad; del mismo modo, aprender lenguas extranjeras es un modo formidable de incrementar nuestra capacidad de raciocinio y, como también hemos dicho anteriormente, reflexionar sobre qué queremos decir y mejorar la expresión es una buena estrategia para comunicar nuestros pensamientos de forma más precisa.

En definitiva, como la Gramática está en nuestros cerebros, mi labor como lingüista no puede ser la de un policía, sino más bien la de un médico o, si se prefiere, un psicólogo: intentamos entender cómo funciona el lenguaje en el cerebro, analizamos cómo interactúa con el pensamiento y podemos, en su caso, aconsejar medidas (como el aumento de vocabulario) para que funcione mejor.

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Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).


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