El primer concepto de cultura

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Algo tienen algunas personas (haber leído mucho, por ejemplo) y todas (hablar su lengua materna). Que igual se aplica a las adivinanzas (cultura popular), la poesía de Góngora (culterana), el levantamiento de pesas (fisiculturismo), los buenos hábitos (cultura del ahorro) y las computadoras (cibercultura). Sin hablar del letrero en un museo arqueológico (“Los españoles nos trajeron su cultura, no la cultura”), la subcultura de la pobreza (Oscar Lewis), la cultura animal estudiada por los etólogos, el multiculturalismo o los llamados estudios culturales. Cuentan que André Malraux, siendo ministro de Cultura, respondió alguna vez: ¿Ustedes saben qué es la cultura? Yo no.

La confusión empezó dando a esto y aquello el espaldarazo cultural. Era un paternalismo que decía: Yo, que soy culto, te legitimo como igual. En México, tuvo rasgos de humor en un lema festivo: “La rumba es cultura”. Suena a carnavalesco, pero no lo era. La afirmación no venía de abajo, de una insurrección niveladora, sino de arriba, de una concesión gratuita. A las rumberas les tenía sin cuidado.

El mundo moderno acepta las jerarquías medibles del Guiness Book of Records, pero no sabe qué hacer con las otras. ¿Cómo afirmar que una obra es objetivamente mediocre, si la calidad no se puede medir? ¿Cómo declarar inferiores ciertos usos y costumbres? ¿Cómo reconciliar igualdad y excelencia? Esta dificultad parece resolverse en una confusión sentimental: el deseo de no parecer arrogante, de que nada sea visto como inferior. Pero qué le vamos a hacer: hay grandes obras, y no todas lo son.

El rechazo de la arrogancia puede tomar otro camino: la retórica milenaria que acepta el desnivel, pero lo invierte. Eurípides (Electra) dice que un campesino puede ser más noble que los nobles (afirmación que, inteligentemente, pone en boca de un noble, no del campesino). Jesús (Lucas 18) declara que el publicano compungido está más cerca de Dios que el fariseo satisfecho. Baudelaire y Agustín Lara exaltan la pureza de Las flores del mal.

Para situar la confusión, conviene distinguir entre palabras, conceptos y realidades. La cultura griega floreció sin tener el concepto de cultura, ni una palabra para eso (Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega). La palabra cultura (en latín) es anterior a los conceptos de cultura. El primer concepto de cultura apareció entre los romanos, sin recibir un nombre especial. La palabra culturas (en plural) es tardía.

La raíz indoeuropea kwel- tiene dos campos semánticos. El que agrupa los significados de ‘lejos’, de donde vienen las raíces griegas tele (lejos en el espacio, como en telescopio) y paleo (lejos en el tiempo, como en paleografía). Y otro, más rico en derivaciones, que agrupa los significados de ‘girar’, ‘hacer girar’, ‘revolver’, ‘dar la vuelta’, ‘andar por ahí’, ‘estar o establecerse ahí’, de donde vienen las raíces griegas de bucólico, calesa, ciclo, ciclón, collar, degollar, palíndromo, palinodia, polea, polo, talismán (Roberts y Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española). De kwel- vienen, además, las raíces latinas de agrícola, colono, cultivar, culto (a los dioses), inquilino y quizá domicilio. A este subgrupo (que no tiene antecedentes griegos) pertenece cultura, que deriva de colo.

En latín, colo empezó por decir ‘andar habitualmente en el campo’, y de ahí pasó a los significados de ‘habitar’ y ‘cultivar’. Como los dioses del lugar también lo habitan y protegen, colo se extendió al significado de ‘cuidar’ y, recíprocamente, ‘venerar’ (a los dioses protectores). Finalmente, se extendió a ‘cultivar las virtudes, las artes’ (Ernout y Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine).

En español, según Corominas (Diccionario crítico etimológico), la palabra cultura está documentada desde 1515 (es de suponerse que significaba ‘cultivo del campo’, pero no lo dice). En 1729, el primer diccionario de la Real Academia Española da tres acepciones de cultura: “La labor del campo o el ejercicio en que se emplea el labrador o el jardinero.” “Metafóricamente es el cuidado y aplicación para que alguna cosa se perfeccione, como la enseñanza en un joven, para que pueda lucir su entendimiento.” “Vale también lo mismo que culto, en el sentido de reverencia o adoración.” En la edición de 1780, marca esta última acepción como anticuada, añade otra y simplifica la redacción: “Las labores y beneficios que se dan a la tierra para que fructifique.” “El estudio, meditación y enseñanza con que se perfeccionan los talentos del hombre.” “La hermosura o elegancia del estilo, lenguaje, etc.” “ant. Culto, adoración.” En la de 1884, suprime la nueva acepción. En la de 1984, añade otras dos: “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.” y [Cultura] “popular: Conjunto de manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo.”

Dado el prestigio de la cultura griega, sorprende que los griegos no tuvieran interés en aprender otras lenguas, a diferencia de los romanos. Arnoldo Momigliano (Ensayos de historiografía antigua y moderna) los acusa de poca curiosidad, ya no se diga admiración, por otras lenguas y culturas. Heródoto fue el precursor de la etnografía, pero “estuvo a punto de declarar bárbaras unas costumbres que eran muy superiores a las helénicas”. Los griegos llamaron bárbaros a todos los que no hablaban griego, y el calificativo imitaba despectivamente el habla inexpresiva, farfullante, tartamuda, de los que no saben hablar. Bárbaro se remonta al indoeuropeo baba, de donde vienen baba, babieca, baboso, balbuciente, bárbaro, bobo y, en otras lenguas, baby, bambino, bebé.

Walter Burkert (Babylon, Memphis, Persepolis: Eastern contexts of Greek culture) señala cómo “el milagro griego” nos deslumbra hasta el punto de verlo como una culminación desconectada de las culturas del cercano Oriente. Pero esta desmemoria empezó con los griegos, que no le daban mucho reconocimiento a todo lo que debían a los fenicios, semitas, acadios, sumerios, iranios, egipcios. En cambio, los romanos veneraban a los clásicos griegos. Horacio (Arte poética, 268) recomendaba estudiarlos día y noche, como ejemplos. El emperador Marco Aurelio no escribió sus Meditaciones en latín, sino en griego. Según Hannah Arendt (La crise de la culture), los romanos fueron los primeros en tener esta actitud hacia “los monumentos del pasado”, los primeros en “tomar la cultura en serio”. Se sentían herederos y continuadores de lo mejor del pasado, lo tomaban como ejemplo. Según Ernst Robert Curtius (Literatura europea y Edad Media latina), la palabra classicus aparece entre los romanos (Aulio Gelio, Noches áticas, XIX, VIII, 15) para un concepto que ya existía: el escritor antiguo cuyas obras eran un modelo. Este concepto (tener presente lo mejor del pasado, consagrarlo, aunque no fuese romano, interrogarlo, conversar con los clásicos, medirse con los clásicos, continuarlos) fue el primer concepto de cultura.

Quizá porque es difícil aceptar que los griegos no tenían el concepto de cultura, algunos atribuyen este significado a paideia. La equivalencia aparece en varios diccionarios, aunque debe entenderse como una salida para el traductor, en algunos contextos. Jaeger usó la palabra en griego como título de su libro, porque le pareció intraducible. Barbara Cassin la incluye en su diccionario de intraducibles (Vocabulaire européen des philosophies: Dictionnaire des intraduisibles). Arendt, apoyándose en Jaeger (pero no en su Paideia, donde la afirmación no viene), dice que Cicerón acuñó la expresión cultura animi para traducir paideia.

Se refiere a las Disputas tusculanas (II, 13), donde Cicerón afirma que el espíritu, como la tierra, necesita cultivo; y que la filosofía es eso: cultura autem animi philosophia est, la filosofía es el cultivo del espíritu. La frase, muy citada, influyó en los pensadores cristianos, y quizá en el hecho de llamar filósofos a los primeros monjes. Según García M. Colombás (El monacato primitivo), “el término filosofía [en griego] fue aplicado primeramente a la vida cristiana en general, más tarde fue reservándose para designar la conducta que observaban los ascetas y, finalmente, se convirtió en un sinónimo de vida monástica.” El vocabulario de Cassin confirma esto último.

Algunos han tomado la frase de Cicerón como una temprana definición de la cultura. Sin embargo, define otra cosa: la filosofía como cultura animi. Las meditaciones de Cicerón en su finca de Túsculo y de los monjes en su monasterio pueden ser vistas como cultivo del espíritu; pero filosofía, cultura y paideia son tres cosas distintas. La paideia era, ante todo, la formación de los niños en la forma ideal de ser griegos. La paideia monástica era para los adultos que buscaban una forma ideal de ser cristianos perfectos. La cultura (en latín) era el cultivo de la naturaleza, su transformación en algo humanamente habitable, bajo la protección de los dioses; y también el culto de los dioses y el desarrollo de las facultades humanas. Cicerón no era un niño aculturable para su plenitud en la polis, ni una naturaleza cultivable hasta volverse cultura, ni un monje estoico, precursor de los “filósofos” cristianos. Era un hombre libre, amigo de los clásicos, que se volvía más libre conversando con Platón.

Este primer concepto de cultura continúa vigente. La cultura como libertad que crece, gracias a las grandes obras literarias, musicales, visuales, no es la cultura de los etólogos, ni de los antropólogos. Es la cultura que se hace personalmente, tanto en el momento de creación de los clásicos, como en el momento de recrearlos y recrearse leyéndolos (escuchándolos, viéndolos). Tampoco es el saber de los especialistas, ni la mundanidad de los mundanos. Es la cultura de lectores y autores que se hacen y rehacen en las obras, y que leyendo crecen como personas. Una cultura libre, independiente de la edad, las aulas y los créditos curriculares, independiente de la posición social y de la disciplina monástica. Una cultura afortunada, que depende de la buena suerte: de encontrar un texto que es una revelación, y de encontrar con quienes compartir la animación por ese encuentro feliz. Si la cultura fuese medible, se mediría por la animación que despierta una obra en la conversación. La cultura no depende de la cantidad de libros leídos, sino del nivel de la conversación que comparte la felicidad de leer, escuchar, contemplar. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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