Roger Bartra es una de las figuras intelectuales más relevantes del México actual y el referente más lúcido en la crítica del poder, particularmente de la izquierda y de los “socialismos realmente existentes”, especialmente los de la URSS y de Cuba, la dictadura más añeja de América Latina.
Como él mismo relata en Mutaciones, su autobiografía intelectual, el pensamiento político de Roger Bartra evolucionó desde un marxismo férreo y dogmático –en la versión que conocimos en México hacia los años sesenta y setenta del siglo pasado, y que animó a buena parte a la izquierda radical– hasta lo que él define como una posición socialdemócrata. La primera posición concebía que las “formas” de la política y las estructuras del poder emanaban directamente de los intereses económicos dominantes: pensamiento y acción debían consagrarse a denunciar y combatir esas formas en aras de “poner de pie lo que estaba de cabeza”.
Bartra encontró que aquello no estaba de cabeza. Al darse cuenta de que la democracia representativa sí funcionaba, y bastante bien, se enfrentó a la disonancia entre las tesis dogmáticas y la observación de la realidad. El “socialismo científico” resultaba muy poco científico al ser tomado como doctrina de fe y había mucho por explicar para entender las formas políticas y las razones por la cuales los socialismos “realmente existentes” habían terminado en sistemas totalitarios que no ofrecían, ni ofrecen, un modo alternativo de cooperación social superior al capitalismo, especialmente a sus versiones civilizadas –no a las modalidades salvajes a las que estamos habituados en América Latina–.
Así lo cuenta en Mutaciones:
El socialismo que vi en la URSS y en Cuba me pareció repelente y mi desencanto fue total. Regresé a París con la sensación de que me había liberado de un gran peso: los socialismos que conocí eran completamente ajenos a lo que yo había aspirado. Quedé convencido de que era necesario explorar e investigar los mecanismos ocultos de esas sociedades, para entender las razones del gran fracaso de los ideales comunistas.
Mecanismos ocultos, Hegel, el concepto de mediación. Roger Bartra se encuentra con este concepto y profundiza en él bajo la idea de “mediaciones imaginarias” (en Las redes imaginarias del poder político). Es el inicio de un esfuerzo de largo aliento por entender la manera en que la imaginación se relaciona con eso que, aún hoy, por contraposición, llamamos vagamente realidad, como si esta no contuviera dentro de sí misma a la inteligencia humana. La imaginación forma parte activa de la realidad y contribuye a poner en contacto “estructuras” aparentemente muy disímiles, como los estados complejos en sociedades supuestamente primitivas. Tengo para mí que Bartra pone desde entonces en cuestión el principio determinante de las “condiciones materiales” en la forma en que lo concibe la ortodoxia marxista-leninista, y que el mismo Marx transgrede y contradice tan libre como frecuentemente en su propia obra.
Dispuesto a ahondar en la interacción de los mecanismos culturales, Roger Bartra emprende un viaje que lo conduce a la mitología nacionalista de “lo mexicano”, a la melancolía, al salvaje europeo –ese espejo invertido del civilizado–, a la explicación científica disponible sobre el funcionamiento de la mente humana (en Antropología del cerebro), a las utopías y formas de la imaginación política y a los laberintos del poder político. No pretendo enumerar la vasta temática de su obra, que lo hace polímata, sino resaltar el hecho de que en estos trayectos (el más reciente es la melancolía en la música) está presente en más de un sentido la preocupación por la democracia.
En su obra periodística y en varios de sus libros, Roger Bartra presenta una convicción política de defensa y profundización de este sistema político. Como lo expone en Mutaciones, su primer encuentro con la democracia fue ni más ni menos que en Venezuela, donde, en una de sus estancias profesionales fuera de México, en los años sesenta, se encontró con un sistema político democrático que contradijo sus prejuicios antiimperialistas. A pesar de la fuerte presencia de compañías extranjeras, Venezuela no era una dictadura. Por el contrario, tenía una democracia “muy envidiable” que contradecía el dogma marxista de que “la democracia no era importante, que era una máscara para ocultar la explotación”. Para su fortuna, y para fortuna nuestra, Bartra no fue lo suficientemente dogmático como para “que el evidente valor de la democracia representativa no comenzase a erosionar mis convicciones”.
Por su testimonio sabemos que ahí se inicia un doble, o más bien triple, camino. En primer lugar, el contraste que Venezuela ofrecía con el México de 1968 (año crucial para tirios y troyanos) abría la posibilidad de que la democracia y no la revolución fuera el camino para México. Había que procurar la fundación de la democracia en México. La segunda ruta era inequívoca: la democracia tendría que ocupar el lugar de la acción política derivada de la lectura crítica (y radical) de las sociedades contemporáneas (capitalistas y socialistas por igual). Por lo tanto, el pluralismo requería otra política crítica, completamente opuesta a la del despotismo dogmático de la izquierda radical (aquí la palabra radical implica una política no democrática y, por consiguiente, paradójicamente no radical, sino mono-árquica y conservadora). El tercer camino sería que, como etnólogo, se dedicaría a la investigación de las formas culturales, del cerebro, de la consciencia y de la mente, de la libertad y de la indeterminación –contrapuesta al determinismo del marxismo dogmático–; de la imaginación en la vida social, de la sociedad como un vínculo simbólico con vida propia, pero indisoluble del individuo, tan irracionalmente negado.
La democracia se vuelve para Roger Bartra un componente básico del pensamiento de cualquier cosa que fuera en el presente y en el futuro una izquierda con un mundo distinto que ofrecer. Adiós al leninismo y a sus distintas encarnaciones, adiós a los regímenes comunistas, versiones perversas de una Ilustración que dio la espalda al más caro fundamento de la modernidad: la combinación de libertad, igualdad y fraternidad, también traicionada, en su momento, por Danton, Marat y Robespierre.
Bartra abraza la democracia como práctica, cuya necesidad inmediata en el aquí y ahora era la transición mexicana, así como los ecos europeos del eurocomunismo que había iniciado una ruptura semejante: el compromiso histórico. El examen de las formas mexicanas de una premodernidad que se volvía posmoderna sin haber pasado por la modernidad (¿era o es esto posible?) exigía encontrar esa figura que Bartra halló en el ajolote, una especie que se mantiene en estado larvario permanente, la metáfora de la infancia perpetua del mexicano atrapado en las redes imaginarias del nacionalismo revolucionario, o de la izquierda radical, o del latinoamericanismo melancólico o delirante o, digo yo, en el decolonialismo woke que tira el agua sucia del capitalismo salvaje (nuestra muy peculiar forma de existir en el fango) con todo y el niño de formas de cooperación –con libertad y autonomía individual y grupal– que no llevan las etiquetas “revolución”, “socialismo”.
Si la democracia ofrecía la salida de la jaula, la regresión populista de tintes trópico-fascistas devuelve al encierro en el ombligo nacionalista; al ajolotario de pronóstico reservado pero que merece ser combatido, como lo ha hecho Bartra en Regreso a la jaula.
Dejo hasta el final la referencia personal. Conocí a Roger Bartra primero como profesor y colega, luego como camarada y después como compañero intelectual y político y, finalmente, como la gran persona y personalidad que me honra con su amistad. Que tengas larga vida y aún más fértil obra, Roger. ~
Versión editada de la participación del autor en el homenaje a Roger Bartra por sus 80 años, que tuvo lugar el 20 de octubre de 2023 en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
es politólogo y académico, dedicado a investigar la democracia, el Estado, los derechos humanos y la teoría de la política