Foto: T.Tseng/Flickr

En defensa de los cocineros anónimos

¿Quién inventó el pescado zarandeado, el pipián con queso, el caldo tlalpeño, los frijoles meneados? Cocineros incógnitos que un día se cuestionaron e hicieron lo de siempre de forma distinta.
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¿Quién es el cocinero más influyente de México? ¿Enrique Olvera? Es el chef innovador que impulsó a la cocina mexicana a dar el gran salto hacia la escena mundial. Con Pujol nos mostró nuestra gastronomía nacional con una nueva y brillante luz… Alto. No es momento para hablar ni alabar al chef Olvera —para eso, acá.

Me refiero a alguien más antiguo que él. Volvamos un poquito en el tiempo, digamos unos casi dos siglos, cuando se publicó El cocinero mexicano, el primer recetario impreso en México, en 1831. El autor es un anónimo, un comilón que quiso documentar y divulgar la entonces nuevita cocina mexicana, que era, apenas una década después de consumada la nación, una mezcolanza medio caótica de la herencia indígena con las influencias españolas y francesas. Este don Nadie fundó el primer modelo de los recetarios del país y con él inspiró a incontables cocineros —de casa, de calle, de restaurantes. Hoy sigue siendo referencia, no sólo porque es el recetario primigenio sino porque contiene las versiones originales (al menos las primeras documentadas) de muchos de los platillos que siguen vigentes.  

Aunque él es el autor sin nombre, no es el único creador de las recetas narradas. Tampoco sabemos quiénes son los coautores, sin embargo, con dos siglos de distancia es fácil reconocer que la cocina mexicana, como la conocemos hoy, fue construida por un montón de desconocidos. Nuestro “cocinero mexicano” sólo recopiló lo que vio y probó a su alrededor. Coleccionó recetas ajenas de aquí y de allá, de las cocineras de casa, de su abuela, vaya usted a saber de quién. Esos cocineros sin identidad son los que inventaron las cocinas de México. Son anónimos, no sólo porque nunca se les dio ni dará —ni reclamaron ni reclamarán— el crédito correspondiente, sino porque nunca se enteraron de su proeza.

Quizá son ellos los cocineros más influyentes del país. No importa cuándo se lea esto. Son atemporales. No son un grupo aislado ni específico, son un sector indefinido, abierto, incluyente e invisible al ojo público. Los cocineros anónimos actúan todos los días, en todas las regiones, en todas las eras. Cocinan. Ni siquiera están conscientes de que su cocina inspira o crea tendencias o construye cuisines nacionales. Sólo cocinan.

Las cocinas de México son entes vivos, monstruos inconformes y latosos que mutan sin aviso y sin razón. A veces la evolución comienza sólo porque a alguien se le ocurrió un día cambiarle el relleno al taco. Y ya. Su desarrollo sólo es perceptible cuando se ve de lejos y a largo plazo. Por ejemplo: ¿quién inventó el pescado zarandeado, el pipián con queso, el caldo tlalpeño, los frijoles meneados? Cocineros incógnitos que un día se cuestionaron e hicieron lo de siempre de forma distinta: agregaron, quitaron, cambiaron. Improvisaron, innovaron.

En la época de El cocinero mexicano, los héroes ignorados fueron en su mayoría cocineras, quizá indígenas contratadas para mantener gordos y felices los estómagos de los muchachitos criollos o las amas de casa que al casarse se contrataron a sí mismas para mantener gordos y felices los estómagos de los muchachitos criollos. Mujeres al frente del fogón, rodeadas de nuevos ingredientes, viejos gustos y costumbres de dos mundos muy distintos. Se las ingeniaron, fundaron nuevas formas y dejaron un montón de referencias para las siguientes generaciones, no sólo de cocineras caseras sino de chefs de la llamada alta cocina.

En menor medida —o quizá en diferente medida— esto sigue sucediendo. La diferencia es que antes (al menos en México), el mejor chef no era el innovador sino el machetero, el que dominaba la técnica, no la creatividad. En parte es por eso que los creativos se quedaron en el anonimato. Ahora los chefs célebres llegan al estrellato por sus innovaciones culinarias: Enrique Olvera y los elotitos con mayonesa de café, chiles costeño y hormiga chicatana, René Redzepi y The Hen and the Egg, Massimo Bottura y Oops! I Dropped the Lemon Tart. ¿Cómo llegaron a tales creaciones? Como los artistas: imitando.

Toda creación es producto de la imitación, de la mímesis. Imitamos porque así aprendemos y así nos involucramos. Crear no es inventar algo absolutamente nuevo, es hacer propio algo ya conocido. Decía el escritor francés Georges Polti que sólo existen 36 situaciones dramáticas y los escritores dan vueltas a su alrededor, en busca de maneras distintas de contarlas. Quizá ocurre lo mismo en la cocina: todo nuevo platillo es una reconfiguración de lo antes estructurado por alguien o alguienes. Si nos gusta, lo alabamos porque nos encanta que nos cuenten las mismas historias con otros modos. Si no nos gusta, lo criticamos porque odiamos que nos cuenten las historias de siempre de la misma manera.

¿A quién imitan los grandes chefs? Quizá a otros chefs, sus ídolos, sus mentores. También a los cocineros anónimos, nombres que nunca llegan al menú ni a los reportajes de Eater o del New York Times. Esos desconocidos tal vez son parientes, amigos, marchantes del mercado, vendedores afuera del metro, o sus propios cocineros —los de la nómina o los practicantes a los que nunca vuelven a ver.

En las cocinas de estrellas Michelin hay equipos dedicados a la innovación. El proceso para crear un nuevo platillo es más o menos similar: el chef llega con una idea y la vacía sobre la mesa para que su equipo la pesque. Los cocineros de esa partida, incluidos practicantes, hacen pruebas, opinan, experimentan. Todos aportan. El resultado final nunca es producto de una sola mente, es una obra manoseada por muchos. En el trajín los autores se funden unos con otros. La autoría es propiedad del restaurante y de su dueño, las ideas…quién sabe.

Pienso también en los chefs de cuisine, los encargados de echar a andar el changarro mientras el celebrity chef da entrevistas, asiste a congresos o juega al juez en un concurso de la tele. Ellos siguen recetas, aprehenden un estilo ajeno y se acoplan a un sistema de trabajo dado, pero también se ensucian las manos e improvisan más de lo que imaginamos. Son como ghostwriters: hacen lo que se les pide pero le meten de su cosecha para enriquecer la chamba. Mientras su aportación sea bien recibida, se les permite y se les agradece, no con aplausos públicos pero sí con sueldos y bonos. No es su historia, no es su cocina, pero sí es su guión, su sazón. Entre otras razones, es por eso que la mayoría termina por independizarse y aventurarse al spotlight.  

A los chefs prestigiosos los reconocemos por ser originales, a sabiendas de que, como decía Gaudí, la originalidad es la vuelta a los orígenes. Los que hacen mejor su chamba tienen tres grandes méritos: 1) dominan las técnicas, 2) eligen bien las referencias a las que imitan y 3) saben apropiarse de las creaciones ajenas —sean heredadas, robadas o tomadas prestadas.

La originalidad de los chefs reconocidos está en la apertura y en la aceptación de las ideas ajenas. Pero sobre todo: en la buena elección de esas ideas ajenas, que a la vez algún día lo fueron también, y así, hasta perdernos en el inception de las ideas del otro hechas propias.

Normalmente aplaudimos a los chefs con nombre y renombre, a quienes nos cuentan la cocina que ya conocemos con otras estructuras y algunas sorpresas. Está bonito recordar también a los cocineros anónimos que están detrás, quienes también cuestionan el status quo de la cocina aunque Netflix no haga documentales sobre su trabajo. Para ellos un aplauso y una reverencia al aire.

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(Ciudad de México, 1987). Estudió gastronomía en CESSA y creación literaria en la SOGEM. Es editora y escritora de comida.


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