El domingo por la noche me senté a ver al Cruz Azul, el equipo de mi infancia, jugar la final por el título de Liga. Deseaba lo mejor pero estaba preparado para lo peor. Sucede que mi equipo, hasta este fin de semana, padecía un maleficio. Y no cualquier maleficio. En los últimos 23 años, el equipo jugó nueve finales y perdió todas. Pero no solo las perdió. Cuando el Cruz Azul te rompe el corazón, te lo rompe de verdad.
A lo largo de los años, Cruz Azul perdió de visitante y de local; contra rivales menores y contra rivales más poderosos; perdió cuando se esperaba que lo hiciera y perdió contra todo pronóstico. En 1999, el equipo jugó la final en casa. Estaba tan seguro que ganarían que invité a un amigo muy querido, uno de los críticos literarios más importantes, un hombre que ha leído todo y que sabe todo, a ir al partido conmigo. Me dijo que no podía ir. “Cuando voy al estadio, pierden”. Me dijo. Lo intenté convencer que eso era un pensamiento mágico absurdo. Fuimos al estadio… y el equipo perdió, con un gol improbable, en tiempo extra. Al salir del estadio, mi amigo, un hombre racional como pocos, enfadado, pateaba los zaguanes de las casas cercanas al estadio. “¡Te dije que no debía venir!”, gritaba.
En los años siguientes, mi amigo no volvió al estadio, pero el Cruz Azul siguió perdiendo. En 2013, contra nuestro rival más odiado, llegamos a los últimos minutos del partido con una ventaja de dos goles. “¡Listo, consumado!”, diría el lector. “Espérame tantito”, respondió Cruz Azul. Un par de años más tarde, uno de los dueños del equipo me confesó que, cuando faltaban cinco minutos para el final del partido, dejó su palco y bajó para empezar las celebraciones. Cuando llegó al campo, el marcador estaba empatado, con un gol de último minuto anotado por el arquero rival que subió a rematar a la desesperada. Y terminamos perdiendo en penales. De hecho, Cruz Azul ha perdido tantas veces que surgió un nuevo verbo en México: cruzazulear, fallar de la peor manera posible.
Así que el domingo tenía mucha esperanza de que por fin ganaríamos, pero estaba temeroso de vivir un enésimo deja vú. El partido, contra Santos, un rival agresivo, me tenía hecho un manojo de nervios. Elegí usar un jersey que me dio el utilero del equipo en 1992, mucho antes de que vendieran playeras de equipos en las tiendas. Cuando Santos anotó y la historia parecía repetirse una vez más, subí a mi vestidor a cambiarme de playera. ¡Qué absurdo es el pensamiento mágico!
El equipo necesitaba de un empate nada más para alzar la copa, pero el final del primer tiempo nos encontró perdiendo. Me estaba preparando para el ritual de la derrota. Pero algo pasó. El equipo se reveló contra la fatalidad y eligió el lado glorioso de la historia –había sido un equipo ganador hace cuatro décadas, cuando me enamoré de él siendo niño. Y el domingo, durante 45 gloriosos minutos, así fue una vez más. En una jugada llena de valor, el delantero uruguayo “Cabecita” Rodríguez se transformó en un santo laico y anotó el gol de la victoria.
Cuando el árbitro pitó el final, abracé la bandera del equipo y sollocé. Mi hijo adolescente, que estaba a mi izquierda, me abrazó y me dijo algo que no esperaba. “Como un niño”, me describió. No lo dijo de manera despectiva. Pero tenía un punto. Porque al mirar el inicio de la celebración, recordé otros momentos: aquellas tardes con mi padre en el estadio, las imágenes de mi infancia llena de banderines y pósters de mis ídolos, mi primer balón azul y blanco, la impresión de saludar de mano a un jugador profesional por primera vez. Pensé en todas las veces que, como tantos niños, soñé con ser futbolista, con jugar un partido profesional, uno nada más, con los de celeste. Y recordé cuando, a los 18 años, entré a los campos del Cruz Azul por primera vez como reportero con mi libreta. Sentí que estaba en el paraíso.
La mañana del lunes desperté con algo de melancolía. La emoción, ese cálido dolor de corazón, me tomó por sorpresa. Le escribí a mi amigo, el crítico literario. “Me quedé paralizado”, me dijo, recordando el final del partido. Las lágrimas le brotaron minutos después, cuando la cámara enfocó al Conejo Pérez, el portero que se comió el gol extraño en 1999. “Por fin, podremos olvidar aquella noche”, me dijo. Quizá sea así, pero eso no explica mi repentino ataque de nostalgia. Siempre pensé que un campeonato del Cruz Azul me dejaría completamente eufórico. Pero no fue así. Sin duda hay una alegría profunda. Pero también hay una extraña sensación de pérdida. ¿Qué se perdió? Recordé las palabras de mi hijo. Quizá, como en esos relatos en los que el fantasma desparece una vez que halla su razón de ser o cumple su propósito, el tan ansiado triunfo por fin me liberó del último vínculo con mi infancia. Puede ser. O quizá sea solo que, después de 23 años de espera, con el alivio también viene la pérdida.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.