“Aquí, lo que los gobernadores están haciendo es administrar la colonia. Para ser en verdad independientes [de los Estados Unidos], para ser en realidad un estado libre, necesitamos que la economía, los servicios sociales, la seguridad y la educación estén en nuestras manos, que quedan bajo nuestra responsabilidad. Solo así podremos alcanzar la anhelada libertad”, afirma sin cortapisas Joaquín Rodríguez mientras conversamos sobre lo que significa ser un Estado Libre Asociado, estatus con el que oficialmente se denomina a Puerto Rico, un tanto de manera eufemística.

Es domingo por la tarde y la vida en la capital de la Isla del Encanto tiene un pulso distinto, calmo, plácido, aunque nunca falto de ritmo. Estamos sentados en una banca del Paseo de la Princesa, agradable alameda cuyo trazado actual data del siglo XIX, cuando Puerto Rico aún pertenecía a la corona española. En un extremo, la potente voz de una joven cantante amateur de piel trigueña decorada con tatuajes interpreta la pegajosa letra de “En mi viejo San Juan”, “adiós, adiós, adiós, Borinquen querida, tierra de mi amor…”, el inmortal bolero de Noel Estrada. En el otro, a los pies de lo que queda de la muralla que protegía a la ciudad de ataques corsarios, una fuente llamada Raíces, inaugurada en 1992, conmemora los 500 años del Encuentro de Dos Mundos con efigies que representan personajes taínos, españoles y africanos y la imponente bahía de San Juan como marco.
“Yo me defino como nacionalista”, asegura Joaquín sobre sus inclinaciones dentro del amplio espectro político de la isla. “A favor de la nación puertorriqueña”, agrega resoluto el diseñador y serigrafista de profesión quien tiene su propio despacho de diseño, pero que los fines de semana regenta un puesto en el mercadillo de artesanía y comida que cada ocho días se monta bajo los centenarios framboyanes del Paseo de la Princesa. Ahí, vende camisetas y calcomanías con algunos de sus diseños que, como él, son también nacionalistas: “Viva la Patria”, “Se habla boricua” o el retrato del líder independentista Pedro Albizu Campos, muerto en 1965 y conocido como “el último libertador de América”, encarcelado durante más de una década y torturado por los estadounidenses, que le consideraban una amenaza a su control y dominio sobre el país.

Que Puerto Rico es una nación, no cabe duda. Y en pocos lugares de la isla puede eso constatarse como entre los balcones de madera, los colmados, las fondas y las iglesias del viejo San Juan. Caminar por el centro histórico de la capital insular es también recorrer la historia boricua y la riqueza y pluralidad de su población, indisociables de las del resto de Hispanoamérica. Las calles del Sol y de la Luna, de Cristo, de la Beneficencia y de Covadonga. La carne de cerdo macerada, el ron de caña añejado y los amarillos (plátanos machos fritos). Las pintas en las calles con colores y mensajes estridentes, la bandera de cinco barras y una estrella. La bandera, la bandera, la bandera. Los rostros mestizos, mulatos, negros y blancos. El canto diurno y nocturno de la ranita coquí. El asfalto plagado de boquetes (baches). Un español que canta al oído, que se come las últimas sílabas, que convierte las erres en eles, que combina onzas con libras y kilos, millas con kilómetros y pesos con dólares. Pasearse por San Juan es darse cuenta, a todas luces, de que aquí no estamos en Estados Unidos.
“No, no sueltes la bandera ni te olvides del dolor que no quiero que hagan contigo lo que le pasó a Hawái”, reza el estribillo de una de las canciones del más reciente álbum del cantante puertorriqueño Benito Antonio Martínez Ocasio, mejor conocido por su nombre artístico, Bad Bunny. Intitulada “Lo que le pasó a Hawaii”, la melodía compuesta por el cantautor denuncia las consecuencias de la creciente gentrificación en la isla, resultado del turismo de masas y, desde la pandemia, del alto número de nómadas digitales inmigrados. Una situación que ha generado insostenibles presiones sobre el mercado inmobiliario isleño y ha encarecido de sobremanera el costo de vida para muchos puertorriqueños, amenazando además al medio ambiente y la identidad cultural de la isla. Aunque la letra de la canción podría también leerse como una advertencia para Puerto Rico, ante la suerte que corrió Hawái, archipiélago ocupado y finalmente anexionado por Washington, convirtiéndose en el quincuagésimo estado de la Unión Americana a mediados del siglo pasado, tras más de un siglo de vida independiente como reino polinesio.
“Ya tú sabes, [la música de Bad Bunny] me hace sentir más orgullosa que nunca de ser puertorriqueña. Es como si mi abuelita me hablara, como escuchar a mi mamá acordándose de su pueblo, de la isla, aunque nunca haya vivido aquí”, me comparte Kelly, boricua de tercera generación nacida y criada en Nueva Jersey.

Estamos sentados uno al lado del otro en el interior del cavernoso Coliseo de Puerto Rico, conocido cariñosamente por los locales como El Choli. Afuera y adentro parece una fiesta y, en muchos sentidos, lo es. La enorme arena inaugurada en 2002 y con capacidad para 18,500 espectadores luce a reventar. Estamos en uno de los últimos conciertos que Bad Bunny realiza en San Juan, parte de una residencia musical que el artista comenzó en julio y que servirá de lanzamiento a la gira mundial de promoción de su sexto disco, Debí tirar más fotos. Una gira que expresamente evita fechas en Estados Unidos. Una declaración de intenciones, un posicionamiento político. Una forma de dinamizar las finanzas boricuas, por la evidente derrama económica que conlleva, pero también, quizá inadvertidamente, una manera de reconectar a Puerto Rico con su numerosa diáspora, compuesta por cerca de 6 millones de personas, según cifras de la Oficina del Censo de los Estados Unidos. Un puente que permite el diálogo intergeneracional y que siembra la semilla del orgullo nacional entre los que como Kelly nacieron y crecieron alejados de la espuma de las orillas de la isla que, en palabras de Bad Bunny, “pareciera de champán”.
“Nos han vendido la idea de que aquí no puede haber independencia porque independencia equivale a comunismo, a socialismo, a Rusia, a Cuba, a lo peor. Pero eso todo es mentira”, me dice Asima Frances X. Saad Maura. La doctora en letras españolas, especializada en literatura del Siglo de oro, ahora jubilada y afincada en Ponce, la llamada Perla del Sur, segunda ciudad en tamaño e importancia de la isla y cuna de intelectualidad y nacionalismo, lamenta no haber asistido a los conciertos de Bad Bunny en San Juan, aunque presume ante la reducida audiencia de provincianos ponceños que nos acompaña que su hermana sí lo hizo, a pesar de ser septuagenaria y haber tenido que hacer la “peregrinación” exprofeso desde Massachusetts, su lugar de residencia. “Aquí somos simple y llanamente una colonia [estadounidense] y quien diga lo contrario miente”, añade Asima al tiempo que me da el visto bueno mientras me pruebo frente al espejo una pava hecha a mano por artesanos de Ponce. El sombrero de palma tradicionalmente utilizado por los jíbaros, campesinos del interior de la isla, se ha popularizado a tal grado a raíz de que Bad Bunny lo utiliza en sus conciertos, videos y apariciones públicas que la demanda sobrepasa por mucho a la oferta, según el tendero que me atiende en la Plaza de las Delicias, epicentro de Ponce y sede de su iglesia catedral, dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe.

“Mi abuelo siempre lo traía puesto y mi padre, hasta antes de dejar el campo y pasarse a trabajar como guardia de seguridad para los americanos, también lo portaba, aunque claro, eran otros tiempos”, recuerda con cierto dejo de nostalgia José Díaz, un emprendedor de cuarenta y pocos años y casi dos metros de estatura, natural de Vieques, mientras conducimos por su apacible interior rural intentando no atropellar a ninguno de los muchos potros salvajes que nos salen al paso, nacidos durante la última primavera.
La pequeña ínsula de cerca de 9 mil habitantes, situada a escasos kilómetros al este de la ciudad de Fajardo, en la isla principal, ostenta una de las más patentes huellas de lo opresiva que puede ser la ambivalente relación entre Puerto Rico y Estados Unidos. Vieques fungió como campo de entrenamiento de la marina estadounidense durante casi 60 años. A inicios de la década de los 40 del siglo pasado, la armada de Washington inició la ocupación de dos tercios del territorio viequense. La prolongada presencia militar foránea y su corrosivo impacto en el singular ecosistema de Vieques y en su delicado tejido social despertó, casi desde el inicio, férreas protestas por parte de sus habitantes, que con el tiempo aumentaron en intensidad y clamor.
“A nosotros quisieron sacarnos para afuera de Vieques, repartirnos entre las Islas Vírgenes y el mainland, desplazarnos forzosamente, exiliarnos. Pero los viequenses somos bravos y no nos dejamos, al final fuimos nosotros quienes los echamos para afuera de la isla a ellos”, explica con orgullo José. La historia la conoce bien, de boda de su propio padre, hoy octogenario y cuya familia fue una de las cientos de afectadas por las expropiaciones derivadas de aquella incestuosa ocupación militar. Como tantos otros, los Díaz se vieron despojados de sus tierras ancestrales, conminados a mudarse al interior de la isla, resistiendo cualquier orden de desterrarse en otra. Una cicatriz que aún recuerda la herida que la produjo, incluso más de dos décadas después de la partida de los marinos americanos, acaecida, finalmente, en mayo de 2003.
“Eso sí, hay que reconocer que los marinos también hicieron cosas buenas, no todo fue malo, construyeron carreteras, trajeron educación, salud y desarrollo, cierta libertad que antes, en otras épocas, no había”, reflexiona José sobre la compleja gama de emociones que desata la presencia militar estadounidense entre los lugareños mientras nos despedimos en el aeródromo de Vieques con su perrita adoptiva Blanca de por medio.
Es hora de decir hasta luego a Puerto Rico, aunque viéndola desde la ventanilla del avión quisiera no haberlo tenido que hacer. Me descubro, cantando entre dientes, debí tirar más fotos [antes de partir]. ~