Es pronto por la mañana. Amanece en mi cocina. Ella está sentada en el lado izquierdo de la mesa. Mastica como quien dedica su vida a grapar documentos. Su melena es larga y abundante, tiene fuerza hasta en los folículos pilosos. Él mantiene los ojos cerrados como si fuera un monje tibetano. Si le diese con una cuchara en la cabeza, sonaría a madera maciza. Está sentado en el lado derecho y murmulla algo ininteligible, probablemente alguna queja sobre no haber podido sentarse al otro lado de la mesa. Él la llama a Ella “woke” y Ella a Él “rojipardo”.
Les miro con la mirada del mediocre, de persona que aún no ha elegido su firma definitiva: la del carnet de identidad, la de los registros oficiales. Sigo rubricando con un “Jimena” con el palito de la jota haciendo de subrayado, como cuando tenía 15 años. Una vez Ernesto Castro me llamó “normie”. Digo:
-Hay que comprar leche.
Él y Ella me ignoran. Gritan “¡Grundrisse! Y empiezan a decir al unísono que el neoliberalismo nos mantiene en un mundo trivial e insatisfactorio, que el capitalismo nos ha hecho olvidarnos de las cosas verdaderamente importantes: de cuidar al hijo, al vecino y al compañero. Me dicen que nos hemos convertido en individuos aislados, ensimismados en nosotros mismos. Dicen que Gramsci mola y que el antiglobalismo también. Que no deberíamos pagar tanto por vivir en un cuchitril de 40m2 como este.
-Oye, que la que está pagando el cuchitril soy yo.
Continúan con su discurso mientras se completan las frases el uno al otro como si fueran una pareja de enamorados. Una pareja de enamorados que no se da cuenta de que a veces coinciden porque están hablando a la vez. Dicen que este tipo de sociedad en la que vivimos, tan intrínsecamente ligada al mercado, está acabando con la riqueza cultural, la tradición y las lenguas. Que se debería condenar la venta de armamento a países que cometen crímenes contra la humanidad, que hay que poner fin al extractivismo y acoger y atender a toda persona que llegue a nuestras costas. “Pero” dice Él.
-¿Pero qué?
Y aquí empieza la guerra. La guerra cultural que a veces me cuesta entender porque Twitter no viene con bibliografía. Vaya.
Él dice que las políticas de identidad nos convierten en meros esbirros del capitalismo, habla de Hobsbawm y de la atomización de la izquierda, de que las empresas ponen arcoíris en sus logos de las redes sociales por mero postureo “progre”, que hay que acabar con la deslocalización empresarial, que la Unión Europea es una mierda. Le acusa a ella de “buenista”, de cancelarle a la mínima si no está de acuerdo con lo que proclama, de estar pendiente de la Ley Trans mientras hay gente que no tiene curro ni lugar donde vivir. Habla de los tabúes de “la izquierda caniche”, de que no se debería ignorar que algún día llegarán millones de inmigrantes a España, que no sabremos qué hacer con ellos y que las poblaciones africanas acabarán envejecidas. Que no es posible tener hijos en este país. Dice que Él es la izquierda alternativa, rupturista y antisistema, que está en contra de la plutocracia, que odia a la élite política y mediática, que reza algunos días.
Ella responde mentando a Foucault, habla de las relaciones de poder en el ámbito de la cotidianeidad, de que un obrero puede ser también un opresor para cualquier otro individuo. De que hay que acabar con los feminicidios y asesinatos homófobos, transfóbos y racistas. De que no debería confundir la reivindicación del folclore y la tradición con el nacionalismo exacerbado o defender el nacionalismo económico cuando se trata de premiar a las grandes corporaciones que deciden quedarse. Destaca el racismo de Él al deshumanizar los flujos migratorios y plantear soluciones algo utópicas y naifs, como cuando una Miss pide “que se acabe el hambre en el mundo”. Habla del individualismo de Thoreau y de Elizabeth Duval cuando escribe sobre cómo hay personas que equiparan el liberalismo cultural al económico.
-¿Pero no venía uno del otro? ¿El huevo salía de la gallina? Qué lío, esto empieza a parecerse a aquel cuento de Clarice Lispector.
Que es imposible que con el sueldo de una única persona se pueda pagar un alquiler en las grandes ciudades porque la vida está hecha para vivir en pareja, que decidir no tener hijos es una opción que nuestras madres no tuvieron. Que deje de beber de Alain de Benoist. Que hay que leer a nuevos y nuevas filósofas como Judith Butler para entender la realidad, y la realidad es que el feminismo y la teoría queer existen y son necesarias. Que Ella es la izquierda que lucha por aquellos que han sido ignorados, silenciados y asesinados durante años, que solo le reza al santo chumino rebelde. Que Mussolini también dijo como Él que era necesaria una revolución que naciera por y para las entrañas italianas. ¡BAM!
-Ya no vemos películas de Pasolini.
Él se ríe. Ella se enfada. Si hubiese que rellenar este espacio, Él igual diría alguna frase de Diego Fusaro o aquella de Emilio Gentile sobre que el fascismo no será factible a día de hoy pero sí existe “el peligro de que la democracia puede convertirse en una forma de represión con el consentimiento popular”. Ella igual citaría a Deleuze y Guattari para destacar la importancia de hacer fuertes a los movimientos sociales dentro de la propia estructura que impone el capitalismo y para así poder romper con el orden establecido.
Los dos lanzan la silla para atrás haciendo ruido y abren Twitter sin hacerlo. Se chillan con los dedos. Al otro lado de la pantalla, la gente a la que sigo se divide en dos columnas como en aquellos ejercicios de unir palabras que hacíamos en el cole. Él dice que en una columna están las cuestiones materiales y en la otra las simbólicas. Ella que una columna es la izquierda y la otra la extrema derecha. La diferencia no está en las columnas sino en el enunciado. La razón no debería replicar los modelos del pasado sin tener en cuenta el presente, la emoción no debería construir un futuro ignorando el pasado. ¿No? Ay, joder, la verdad es que no sé. Me agoto.
Es tarde y anochece en la cocina. Las luces están apagadas. Él y Ella se han ido, ambos estarían de acuerdo con la subida del salario mínimo, los ERTES, la ley del teletrabajo o la Ley Rider. Pienso en “La ceremonia del adiós” de Simone de Beauvoir que leí hace años. No sé si por ser “normie” pero no recuerdo ninguno de los manifiestos que firmaron juntos, tampoco separados. Solo recuerdo que uno escribió sobre la incontinencia urinaria del otro y que solía mojar el pijama por las noches. Una nueva notificación de Twitter ilumina mi cara. La vida sigue y ninguno ha comprado leche para mañana.
Jimena Marcos es editora jefa de Podium Podcast.