Fotografía: Wikimedia Commons

Ir por la vida buscando en qué creer

A todos nos gusta pensar que nuestro comportamiento es tan racional como las deducciones de Sherlock Holmes. Pero en realidad somos parecidos a su creador, Arthur Conan Doyle, que creía en la existencia de las hadas y el espiritismo.
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La llegada del astrónomo francés Jean Chappe al pueblo de Tobolsk, en Siberia, en la primavera de 1761, coincidió con unas lluvias excepcionalmente intensas, que causaron desbordamientos fluviales e inundaciones. Chappe se había dirigido hasta allí para observar el tránsito de Venus por delante del Sol, anunciado para el 6 de junio de ese año; llegó con tiempo suficiente para analizar desde allí el eclipse lunar del 18 de mayo. De tanto verlo apuntar sus extraños aparatos hacia el cielo, los campesinos de la zona interpretaron que Chappe estaba “molestando al Sol” y que era, por lo tanto, el culpable de los desastres meteorológicos. Para poder completar sus observaciones, el científico tuvo que ser protegido por un grupo de cosacos armados, que impidieron que los lugareños lo echaran o le hicieran cosas peores.

Las mediciones del tránsito de Venus de ese año, pero sobre todo las de 1769 (el fenómeno se repite en pares, cada ocho años, pero luego tarda más de un siglo en volver a ocurrir), posibilitaron un gran avance científico: calcular de un modo bastante certero la distancia entre la Tierra y el Sol, unos 150 millones de kilómetros. A los habitantes de Tobolsk, desde luego, no les importaba nada de todo eso. La relación entre las maniobras de ese extranjero y las alteraciones climáticas les pareció evidente; desde su punto de vista, la decisión de tomar cartas en el asunto suena razonable.

 

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Saltemos ahora hasta el siglo XX y repasemos una de sus historias más curiosas, de cuyo comienzo acaba de cumplirse un siglo. En julio de 1917, en un pueblo del norte de Inglaterra llamado Cottingley, dos primas, una de 16 y la otra de 9 años, se tomaron unas fotos en las que aparecían retratadas junto a unas pequeñas figuras aladas con forma de mujer. Nuestros ojos —entrenadísimos de tanto Photoshop, películas en 3D, Snapchat y toda otra clase de efectos especiales— no ven allí más que un burdo montaje, pero mucha gente de la época creyó que aquellas eran verdaderas hadas.

Lo más irónico fue el papel que desempeñó en esta trama Arthur Conan Doyle. El creador de Sherlock Holmes, adalid de la sagacidad deductiva y emblema del racionalismo casi por antonomasia, conoció las fotos en 1920 y se abrazó con todas sus fuerzas a lo que consideró una prueba documental irrefutable: si las hadas estaban en las fotografías, entonces existían. Dos años después publicó un libro titulado The Coming of the Fairies (La llegada de las hadas), en el que señalaba que aquel hallazgo podía ser “un hito en la historia de la humanidad”.

A la fe de Conan Doyle hay que ponerla en contexto. Su hijo Kingsley había muerto en noviembre de 1918, a los 24 años, a causa de una neumonía contraída durante la Primera Guerra Mundial, que en esos días llegaba a su fin. Esa pérdida, junto a la de otros familiares en un breve lapso de tiempo, lo había llevado a convertirse al espiritismo con devoción. Si la existencia de las hadas, un hecho hasta entonces desestimado por fantasioso, ahora se podía probar como cierto, ¿por qué no iba a suceder lo mismo con la posibilidad de hablar con los muertos?

No fue el único, por supuesto. El horror de la guerra representó un quiebre para el racionalismo y el positivismo que habían dominado la etapa previa, y los millones de muertos que quedaron en las trincheras conformaron el caldo de cultivo para que mucha gente sintiera que la interacción con los fantasmas era como algo plausible y real. “Dos niñas pueblerinas y un hombre brillante como Conan Doyle… Bueno, lo único que podíamos hacer era callarnos”, dijeron las primas de Cottingley cuando, en los años ochenta, ya ancianas, reconocieron que las hadas de las fotos eran figuras de cartón sostenidas con hilos y agujas (aunque hasta el fin de sus días insistieron en que habían visto hadas de verdad).

 

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Una tercera historia, más actual. Sabemos que una docena de hombres anduvieron por la Luna entre 1969 y 1972. Pero muchos no lo creen: están convencidos de que todo fue un enorme montaje. Los escépticos han esgrimido una buena serie de argumentos, de mayor o menor solidez, para sostener su hipótesis: las banderas no deberían flamear en un ambiente sin atmósfera y por lo tanto sin viento, debería haber estrellas en las fotos del cielo lunar, deberían verse las huellas que la propulsión de la nave dejó en la superficie, la NASA no debería haber perdido las filmaciones originales, etc. Muchos científicos, por su parte, han refutado, con mayor o menor solidez, esas supuestas pruebas.

Es muy interesante la postura al respecto del cineasta y escritor S. G. Collins, quien, en un video publicado en YouTube en 2012, invierte la carga de la prueba: si los escépticos siempre han señalado los motivos por los cuales, según ellos, los alunizajes no existieron o no pudieron haber existido, Collins destaca las razones por las cuales la transmisión televisiva no pudo no ser real. No existía en ese momento, afirma el cineasta, la tecnología necesaria para elaborar un fraude así, y en cambio sí la había para enviar a personas al espacio. La locura de la guerra fría y la carrera espacial se encargaron del resto.

Concluye Collins en el video —que suma 2,2 millones de reproducciones en los casi cinco años que lleva online—, y reseña el blog Gizmodo, que la teoría conspirativa de los falsos alunizajes se debe a que “el ser humano está dispuesto a inventar una verdad propia cuando no le gusta la real”. A lo que hay que añadir, creo, otros dos motivos. El primero es la certeza de que los gobiernos y los grupos de poder sí ocultan información; los libros de historia están llenos de ejemplos. El segundo, que nos encanta creer en historias raras. O, al menos, jugar con la posibilidad de que Elvis Presley esté vivo y Paul McCartney no, que los propios Estados Unidos organizaron los atentados contra las Torres Gemelas y que la NASA guarda un alienígena en un armario.

 

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Es cierto que las tres historias se pueden interpretar como capítulos de un recorrido lineal, que empiece con la credulidad ingenua de los campesinos de Tobolsk, continúe con el desarrollo de la ciencia que nos hace creer solo en lo comprobable (Conan Doyle creía que las fotos comprobaban la existencia de las hadas) y termina en la incredulidad extrema, que redunda en las ideas conspiratorias casi paranoicas de los más escépticos.

 

Pero me parece más apropiado verlas como tres ejemplos de lo mismo: creemos en lo que queremos creer. Con la misma tozudez con que la gente de Tobolsk habrá rechazado cualquier explicación de que Chappe no era el culpable de las inundaciones, muchos conspiratorios descartan hasta la menor posibilidad de que los astronautas estadounidenses quizá hayan llegado a la Luna. Tienen la fe de los ateos, esa convicción absoluta de algo que no pueden demostrar (la no existencia de Dios) que los iguala a sus oponentes. Unamuno escribió que “creer es querer creer, y creer en Dios es ante todo y sobre todo querer que le haya”. Cuando hablo con los conspiratorios tengo la misma sensación: para ellos creer que el ser humano no llegó a la Luna es, ante todo y sobre todo, querer que no haya llegado.

En fin, supongo que es normal y que todos, quien más quien menos, hacemos lo mismo. Las noticias sobre política, deportes y muchos otros ámbitos que pueblan los medios cada día lo demuestran. Aunque a todos nos gusta pensar que nuestras conductas son tan racionales como las deducciones de Sherlock Holmes, en realidad somos mucho más parecidos a su padre, el bueno de Arthur Conan Doyle, y lo que hacemos es ir por la vida buscando en qué creer.

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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