Foto: Richard Atrero De Guzman/AFLO via ZUMA Press

La calma en la ciudad antigua

Kioto es el corazón de las tradiciones japonesas. Esta crónica de los paseos por sus calles –vacías de turistas en tiempos de pandemia– muestra cómo la antigua capital de Japón se adapta a las nuevas normalidades.
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El paso del tiempo deja en la madera una huella que surge, resalta, se cubre, se deforma o ennegrece, según cambia el clima. Pero así como puede consumirse en un instante por el infortunio del fuego, también puede durar siglos.

Camino por las calles de la antigua capital de Japón. Veo, respiro y toco la madera vieja, barnizada o nueva en las casas tradicionales o modernas, en la variedad de objetos de uso cotidiano que los artesanos elaboran en talleres familiares, muchos de ellos fundados hace varios siglos, en los más de dos mil templos y santuarios antiguos pero sin cesar renovados, que guardan otras miles de esculturas también talladas en madera de Budas, Bodhisattvas, guardianes, monjes discípulos y personajes sagrados.

La madera se escucha aun cuando cambian las estaciones. En el verano, la gente –en kimono, en vestidos de lino o algodón o hasta en pantalones de mezclilla– pasa de los zapatos a las tradicionales sandalias de madera laqueada o al natural, cuyo armonioso tan tan sobre el piso de piedra se mezcla con el canto de las cigarras en medio del calor sofocante.

En el invierno, la madera también puede oírse desde las casas cada noche entre nueve y once, cuando los vecinos, en parejas, hacen rondas nocturnas y con dos pequeñas tablas de madera –las mismas que en el teatro tradicional noh o kabuki avisan al espectador que se inicia o finaliza la escena– dan dos golpecitos –¡clap clap!– cada tantos pasos, seguidos de un coro: “¡hi no youjin!” (“cuidado con el fuego”), para alertar a los ancianos de que estén pendientes de sus calentadores o estufas, aun de keroseno, y ayudar así a prevenir los incendios en una época de viento y clima seco; el mayor temor que tiene cualquier habitante de Kioto.

Kioto es el corazón de las tradiciones japonesas para visitantes y residentes. Aquí germinaron y florecieron el budismo zen, el jardín de arena, de piedra o de musgo, el arreglo de flores ikebana en jarrones de cerámica únicos, la caligrafía, la poesía y la literatura clásicas, la arquitectura minimalista, el teatro noh y el kabuki, el consumo ceremonioso del té, el tofu, el kimono, las geishas yla estética wabi-sabi, ahora tan de moda entre diseñadores. Kioto es el vestigio de una cultura milenaria viva que, en el mundo de la diplomacia y del consumo, se ha convertido en una marca. Se escucha a los kiotenses decir con altanería: “el sushi es orgullo y monopolio de Tokio o de Osaka solo porque están frente al mar.”

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Se ha cumplido más de un año desde la última vez que visité un museo. Fue a principios de febrero de 2020 y lo recuerdo no porque lo haya anotado en un diario o en una agenda, sino porque por fin había que aprovechar el momento de no encontrarse con filas interminables de turistas.

Kioto se fue vaciando entre febrero y marzo. Los visitantes, sobre todo de Asia y concretamente de China, desaparecieron de los templos, los santuarios, los jardines, las callejuelas y las tiendas, y el silencio volvió.

En los últimos cinco años la proliferación de turistas era tema recurrente de los periódicos: “Viajeros japoneses evitan Kioto porque cada vez hay más visitantes extranjeros”. “¿Cómo escapar del tumulto de turistas dentro de Kioto?” “Turismo excesivo en Kioto: ¿se está convirtiendo en víctima de su propio éxito?” “Impactos negativos del turismo en Kioto: la contaminación turística y el ruido”. “Residentes de Kioto en contra de nuevos hoteles o pensiones”. “No a AirB&B”. “Las asociaciones vecinales piden más reglas para turistas”.

La agencia de turismo local anunciaba con sorpresa que año con año los visitantes japoneses disminuían, mientras que los extranjeros eran cada vez más; solo en 2018 hubo 1 millón 300 mil, en una ciudad con una población de millón y medio.

Quienes no vivimos de los turistas, comenzábamos con cierto remordimiento a disfrutar de los paseos por la ciudad; sobre todo cuando llegó, a principios de abril de 2020, el cierre total de fronteras. Era el momento de ir –con mascarilla– a los lugares que hace tres o cinco años evitábamos.

((El cierre sigue vigente en octubre de 2021.))

Las fachadas de casas y templos de madera se pueden apreciar de nuevo sin esas almas disfrazadas con falsos kimonos rentados de poliéster y colores estridentes que posaban en cada esquina o puerta para las fotos del recuerdo.

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El bullicio se había apagado en los barrios históricos y turísticos. Ahora, en las caminatas, escucho conversaciones de algunos vecinos o transeúntes mientras barren sus banquetas y veo a trabajadores que limpian con más esmero la entrada de sus negocios en espera de que caiga un cliente:

—Pobre de Kioto, está completamente vacía.

—¡Mira!, ya no hay quien entre a ese restaurante. Esas porciones solo comen los extranjeros.

Hoteles apenas inaugurados están cerrados. Las flores frescas que se envían como buen augurio al negocio desaparecen luego de un par de semanas, lo mismo que los empleados. Los dueños, chinos, no han vuelto. En las paradas de autobuses ya no hay turistas con maletas que desordenan la fila y obstruyan el paso. Una gran tienda de electrónicos, dos años después de abrir, cerró y el edificio fue demolido.

Cierto paisaje ha ido imponiéndose en las calles: cada vez se ven más letreros de negocios en renta o venta, restaurantes con horarios limitados o más días a la semana cerrados, anuncios de comida a domicilio (algo que hasta entonces muchos restaurantes se prohibían: una vez salida la comida, no podían responsabilizarse de los gastos médicos si su consumo provocaba algún envenenamiento o enfermedad intestinal, pues tenían que haberse comido dentro del lugar).

Las fachadas de casas y templos de madera se pueden apreciar de nuevo sin esas almas disfrazadas con falsos kimonos rentados de poliéster y colores estridentes que posaban en cada esquina o puerta para las fotos del recuerdo.

Los letreros con normas de urbanidad para los turistas, que se multiplicaban en los muros en ciertas partes de la ciudad, han dejado de tener sentido: “Cuidado, no arrastrar la maletas por estas calles”. “Silencio, zona residencial”. “No tomar fotografías a las fachadas”. “Multa de 300 dólares por tomar fotos a casas privadas”. “No besarse enfrente de los templos o santuarios”.

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La mayoría de las actividades culturales se han cancelado, pero algunas muy tradicionales han continuado de una manera distinta. A diferencia de las ciudades de occidente, en las que la plaza suele ser el centro de reunión, en Japón las plazas no existen, y son los templos budistas o los santuarios sintoístas los lugares públicos de reunión de sus habitantes y visitantes.

Una práctica común en Kioto es la de acudir a los templos budistas a copiar con pincel un sutra en papel de arroz. Después, se lee en grupo, en voz alta, se prende un incienso y se ofrece el manuscrito al altar de Kannon (la diosa de la misericordia) para que sea quemado por los monjes en una ceremonia posterior, de la que la gente común ya no es testigo.

Los sutras son escrituras milenarias que recogen las enseñanzas de Buda o sus discípulos y que han sobrevivido justamente copiándose de mano en mano. La práctica de copiarlos y recitarlos, se cree, es una forma de meditación y una vía para alcanzar la iluminación, la calma, el alivio de las preocupaciones mundanas –incluyendo la enfermedad–. El más conocido es el Sutra Corazón.

Este ejercicio no solo es un ritual comunitario entre ancianos, adultos o jóvenes para acercarse a los templos y aprender frases budistas, sino también para practicar la escritura a mano y no olvidar los trazos de muchas de las palabras que aprenden desde la niñez.

Desde hace poco más de cuatro años, por invitación de la maestra de caligrafía, los días quince de cada mes asistía sin falta a esta práctica en un pequeño templo al oeste de Kioto, en la falda de una montaña. Ahí, de rodillas en una estera de paja frente a mesitas de madera negra laqueada de menos de medio metro de altura, mirando hacia un jardín de musgo con árboles y un pequeño estanque que cambiaban con las estaciones, copiábamos un sutra, lo recitábamos en coro a la una en punto de la tarde, prendíamos cada quien un incienso, ofrecíamos el manuscrito al altar y después íbamos en grupos de ocho o diez a un pequeño cuarto de madera para participar de una ceremonia de té en silencio y con algunos monjes.

Con el distanciamiento social, las ceremonias de té se cancelaron y la copia del sutra ha sido irregular, según la contingencia. En marzo y abril de 2020 empezaron a enviárnoslo a casa para que lo copiáramos y luego lo devolviéramos por correo al templo, donde sería incinerado.

En septiembre y octubre volví a la practica en persona y noté a la entrada un letrero que luego he visto repetirse en otros templos. Es un mensaje en forma de haiku:

忘れるな                   

Wasureruna

No se te olvide:

マスク消毒    

masuku shoudoku

la mascarilla estéril. 

思いやり               

Omoiyari

Ten compasión.

Para copiar el sutra ahora hay que guardar dos metros de separación, no hablar en ningún momento, usar mascarilla todo el tiempo y al recitar en coro el sutra hacerlo mentalmente. Solo uno de los tres monjes que suelen dirigir la sesión lo recita en voz muy baja tras la mascarilla, mientras con un mazo da golpes a un pez de madera en forma de bola que se usa para ritmar la respiración.

Hasta mayo de 2021 no fui a asomarme al templo, había un solo monje en la entrada, con mascarilla desde luego, haciendo la reverencia acostumbrada y ofreciendo disculpas porque seguía cancelada la copia de los sutras:

((La copia de los sutras se ha reanudado en octubre.))

–Por favor, llame por teléfono, envíe un fax o visite nuestra página web para saber cuándo reanudamos.

Regresé caminando y pasé por el Kodaiji, un templo zen de los más bonitos y famosos de Kioto, fundado a principios del siglo XVII por Nene, la principal viuda del Shogún Toyotomi Hideyoshi, al convertirse en monja. El templo es vecino de casa y quería volver desde hacía tiempo, algo imposible por el permanente tumulto turístico. Ese templo comenzó una peculiar atracción en los meses previos a la pandemia: tiene una androide que durante unos veinte minutos da un sermón y recita el Sutra Corazón. Pensé que era el momento de verla y escucharla sin turistas. Pero me encontré con otro letrero:

“Se cancelan hasta nuevo aviso los cantos de la androide Kannon Mindar que se habían programado para los visitantes durante 2021.”

Los monjes del templo Kodaiji, en colaboración con un profesor de robótica, Hiroshi Ishiguro, de la Universidad de Osaka, y una empresa de robótica en Tokio, crearon un robot de 1.95 metros y 65 kilos hecho de aluminio y silicona, que representa a Kannon, la diosa de la misericordia más famosa en el budismo Mahayana, no solo en Japón, sino en todo el sudeste de Asia.

La robot Kannon se llama Mindar, la vigilante. Cuando fui en junio de 2021 solo podía verse parte de una grabación en video de la presentación que los monjes hicieron antes de la pandemia. La cara, el cuello, la parte superior del pecho y las manos están hechos de silicona, de color y textura similar al de la piel humana. El resto del cuerpo es una estructura de aluminio y cables. De la parte alta de la cabeza hueca sale una manguera transparente en forma circular como si fuera su aura. La cabeza, los ojos, los labios, el torso, los brazos y las manos tienen movimiento. La androide, con la expresión propia de su oficio religioso, da la bienvenida y se presenta:

—Soy Kannon Bodhisattva, puedo transformarme yo misma en lo que sea y puedo incluso viajar a través del tiempo. Ahora puedes notar que mi cuerpo es de metal puro. Me pregunto si esto te dará una pista para entender las enseñanzas de Buda.

Después da un sermón sobre el Sutra Corazón, el vacío, los sentidos y la compasión y antes de recitar el sutra lanza una última frase:

—A través del diálogo con este yo inorgánico, desnudo de metal, ¿qué tipo de conciencia tendrán ustedes, los humanos?”

Luego de unir las dos manos en oración, durante los últimos cinco minutos recita con robótica voz femenina, perfectamente clara, los 262 sonidos que conforman el Sutra Corazón.

En Japón hay, desde la época de Edo (siglos XVII al XIX), una tradición de pequeños muñecos autómatas conocidos como karakuri. Todos son de madera o de cerámica y se utilizaban para entretener reuniones de las clases altas. Ejecutaban una danza, tocaban un instrumento o incluso ofrecían con sus manos una copa de té o de sake a los invitados. Luego se popularizaron tanto que se llegó a construirlos más grandes para exhibirlos en festivales en las calles como entretenimiento para la población.

Así que no es inusual ver androides en Japón. Se los ve en algunas oficinas de información turística, en los aeropuertos, en las entradas de ciertas tiendas u hospitales, dando la bienvenida y ofreciendo orientación básica. Lo que parecía extravagante era que la androide Kannon Mindar en un templo de la capital antigua estuviera hecha solo de silicona y de aluminio, y no de madera.

***

Caminando por las calles vacías, reflexiono en que hay quienes piensen que se comete un sacrilegio con esta robot porque choca con la representación clásica de una imagen con más de dos mil quinientos años de historia religiosa. Pero también pienso en que los monjes zen han dado en el clavo: ¿un androide es inmortal y esta Kannon de metal no puede ser por el destino una reencarnación de una de madera?

Es la primera vez que un templo de más de 500 años acoge entre sus esculturas religiosas de madera a una Bodhisattva-robot, pero ¿acaso no es esto un momento de “nuevas normalidades”, donde los monjes musitan sutras debajo del cubrebocas para no esparcir saliva, y le ofrecen el espacio a una robot para que dé el sermón y recite sin coro el Sutra Corazón?

Kioto, mayo-junio de 2021.

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