Peregrinación de las víctimas de la epidemia de baile

La cultura de la agitación

Nuestra época está definida por la agitación y el movimiento continuo, como mandato inapelable. Algunos momentos de locura colectiva son más altisonantes que otros, pero en todos cunde la agitación
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Hace quinientos años tuvo lugar en Estrasburgo una epidemia de baile. Centenares de personas danzaron ininterrumpidamente durante el verano de 1518 hasta rendir el alma de puro agotamiento. Este lejano episodio, para el que en su momento se adujeron causas astrológicas y que hoy se relaciona con una intoxicación alimentaria, nos deja una estampa legendaria: la de un pueblo entero ejecutando una frenética danza macabra para espantar la calamidad. Un dibujo que, bien mirado, prefigura la acusada propensión de muchos de nuestros coetáneos a agitarse convulsiva y compulsivamente y que, nos guste o no, define nuestra época.

Piensen en aquel amigo que trabaja de a sol a sol por cuatro perras y que, en cuanto tiene una semana de asueto, se marca un viaje exprés a Birmania “porque hay que moverse”; o en aquel otro que, espoleado por algún aldabonazo infantil, acomete la repetina tarea de “perseguir sus sueños” por medio del trail running y, de un día para otro, se consagra a la fiebre maratoniana y a la pulsión agónico-deportiva. Suelen ser aquellas personas que frecuentamos con más cautela porque llevan la diversión colgada del cuello, como si de una piedra de molino se tratase, y su presencia nos resulta extenuante.

La décima carta del Tarot se titula “La rueda de la fortuna”. En ella, una esfinge trepa por los cangilones de la rueda, otra baja y una tercera se mantiene en medio. Si uno se fija, advierte que en realidad no se agarran a la noria, que flota sobre el mar, sino que más bien la mantienen en marcha con su movimiento. ¿Se hundiría si dejaran de girarla? Diría que una de esas esfinges tiene la enigmática expresión de mi amigo David al comunicarme que se marcha a Macao, aprovechando sus quince días de vacaciones, para realizar una modalidad “extrema” de bungee jumping: sonríe con la boca y sufre con los ojos.

Un poema de Bousoño invitaba a “entender la sabiduría / inmortal de quedarse quieto”. De eso, precisamente, se trata. ¿Quién es hoy capaz de franquear la habitación de Pascal y permanecer un rato a solas con sus pensamientos?

Puede que lo aquí expuesto me valga la acusación de cascarrabias. Hay un cierto tipo de invectivas que, según Orwell, recuerdan a la reacción del anciano irritable que es importunado por un niño ruidoso: lo mira de hito en hito y le pregunta, desconcertado, por qué no permanece quieto como él. Mi crítica no es, en cualquier caso, cruenta. El individuo agitado no conoce las virtudes, pero como producto de la sociedad hedonista, adolece de vicios que son, como mucho, pecadillos veniales. Ajeno a la ebriedad y la voluptuosidad, solo le queda el aturdimiento del botellón y las fatigas de la erotomanía. Una generación resuelta a emprender tareas ímprobas como “acumular experiencias” o compartir, en modo intransitivo, es esencialmente inofensiva.

No hay bálsamo de Fierabrás que cure ciertos males, pero no pocos dolores se verían aliviados si comenzásemos por, como diría Séneca, “sostenernos sobre nuestras propias piernas”. Pisar fuerte en el sustrato del hic et nunc es, seguramente, la única medicina posible para el Homo Agitatur. La expectación y la anticipación, males congénitos de todo aquel que se ve proyectado en el futuro, son el haz y el envés de la ansiedad, y quien vive enraizado en el presente no las conoce.

Pequeña aclaración: el presente no es, ni por asomo, lo actual. ¡Más bien todo lo contrario! Al calor de la “rabiosa actualidad”, la democracia liberal parece desbordarse, como la leche puesta a hervir, burbujeando y enviscándose como una peguntosa oclocracia de redes. Los yonkis de la información instantánea, convertidos en gacetilleros de noticias falsas (“como las compra el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto”) e inflamados por un afán de activismo (curioso término que comparte etimología con actualidad y actualizarse, enemigos del presente y del obrar), se agitan como posesos de Estrasburgo: ora envían memes y bulos conspirativos a altas horas de la madrugada, ora conminan a plantar ringleras de cruces amarillas en la playa de su pueblo. Cierto es que algunos momentos de locura colectiva son más altisonantes que otros, pero en todos cunde, y de qué manera, la agitación. Puede que esta sea, como bien intuyeron Goebbels y Münzenberg, el precipitado fértil de la propaganda.

Perseveren en la alegría y dejen de buscar la felicidad. No es esta un galardón que se otorgue a la virtud sino que, como escribió Spinoza en su Ética, es la virtud misma. Gocen, pero no se diviertan. Divertirse, cuyo sentido original (di-vertere) se reserva a las rejas de los arados cuando cavan surcos en la tierra, significa girar en otra dirección.

Resistan y, si es preceptivo, embósquense. Tragar quina, a este respecto, supondría avenirse a componendas con la bufonada euforizante. “Eso que llamamos saber estar –escribe Ismael Grasa en La hazaña secreta (Turner)– incluye saber cuándo debe uno no estar. […] Uno no está obligado a reírse de todos los chistes que le cuentan.” Bátanse en retirada, si hace falta. Un carnaval eterno sería contraproducente para el estómago y corrosivo para el carácter.

Corolario: no salgan de sí mismos. No se viertan ni se diviertan. No se desborden ni se dispersen. Naden, pues, a contracorriente. Aprendan a vivir en sus propios zapatos y manténgase en pie.

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(Madrid, 1985) es escritor. Ha publiado Edith Wharton. Una mujer rebelde en la edad de la inocencia (Alrevés, 2015) y Arthur Koestler. Nuestro hombre en España (Alrevés, 2017).


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