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Los lectores somos capaces de enamorarnos de librerías en las que nunca hemos estado. Me pasó con Shakespeare and Company, de París, la cual luego tuve la fortuna de visitar. Me pasó también con Marks & Co, de Londres, que nunca podré conocer. Lo más curioso es que ni siquiera la responsable de que esa librería sea una de las más famosas del mundo pudo conocerla. Helene Hanff, una escritora de Nueva York, mantuvo correspondencia con los responsables de la librería —en particular con uno de ellos, Frank Doel— durante veinte años, entre 1949 y 1969. Esas cartas se publicaron en forma de libro en 1970, llevando por título la dirección de la librería: 84, Charing Cross Road. Fue un éxito inmediato, que al año siguiente permitió a Hanff, por fin, viajar a la capital británica. Pero Doel había muerto en 1968 y en diciembre del mismo año 70 Marks & Co había cerrado sus puertas para siempre.
Hoy ya ni siquiera la dirección pervive. Los locales fueron reformados y la correspondencia debe dirigirse a 24 Cambridge Circus. Apenas una placa en la pared, a dos metros del suelo, recuerda que allí estuvo la mítica librería. Cuando estuve en Londres en 2012, durante los juegos olímpicos, visité el lugar y me dio pena descubrir que lo que había era una sede de la cadena de restaurantes belgas Léon de Bruxelles. Un poco más triste aún fue volver hace un par de meses y ver un local de McDonald’s.
A Helene Hanff, que murió en 1997 pocos días antes de cumplir 81 años, la emocionaba que en Londres, donde había estado Marks & Co, hubieran colocado una placa con su nombre. Escribía obras de teatro, pero se ganó la vida como guionista de televisión. “Era buena inventando diálogos —dijo en una entrevista en 1982— pero no conseguía dar con la historia que hubiera podido salvarme”. La historia que la salvó, de otro modo pero para siempre, fue la de su propia vida.
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Lo opuesto a lo de Marks & Co ocurre con Stratford-upon-Avon, el pueblo donde William Shakespeare nació, creció, envejeció y murió, y donde yacen sus restos. Allí se procura que todo se mantenga tal como era a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. De hecho, toda la ciudad (ubicada a 163 kilómetros al noroeste de Londres y con una población que no llega a 30 mil habitantes) vive al ritmo de Shakespeare. Es como un gran parque temático dedicado a Shakespeare; un pueblo temático, podríamos decir. Si en Colombia hubo una vez un referendo para cambiar el nombre de Aracataca por Macondo, quizá no sea tan descabellado pensar que un día alguien propondrá rebautizar a Stratford-upon-Avon como Shakespeareland.
El pueblo conserva el encanto de la arquitectura de estilo Tudor, típica del siglo XVI (la que se ve en la ilustración principal de este artículo). A ese tipo de construcciones pertenecen casi todas las casas que se pueden visitar en el pueblo: la del nacimiento y los primeros años de Shakespeare, la de su esposa Anne Hathaway, la de su hija Susanna y el esposo de esta, John Hall, la que la familia compró cuando el bardo regresó a su pueblo y donde vivió el resto de su vida… E incluso la llamada Casa Harvard, construida en esa época por Thomas Rogers, quien fuera socio de John Shakespeare (el padre de William) y abuelo de John Harvard, el benefactor a quien la famosa universidad debe su nombre.
También está allí la Holy Trinity Church, junto a cuyo altar se encuentra la tumba del poeta, junto con las de su esposa, su hija Susanna y su yerno Hall. Y el espectacular teatro Royal Shakespeare Company. Y se puede disfrutar del río Avon y de la belleza natural de la zona. Y apreciar que, más allá de todo lo shakespeareano del lugar, también queda espacio para homenajear —como se ve en las fotos— a la gente del pueblo que dio su vida en las guerras mundiales.
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En el mercadillo de Brick Lane, que se organiza los sábados y domingos en esa calle de Londres, se pueden encontrar desde ropa y antigüedades hasta comidas típicas de muchísimos lugares del mundo. Y es que, en cosmopolitismo, quizá solo Nueva York supera a la capital británica. Durante las olimpiadas de 2012 pude ver, en un parque, una serie de más de 200 marquesinas, cada una de las cuales dedicada a un país. Se habían propuesto colocar, en cada marquesina, el retrato de una persona de ese país que viviera en Londres. Recorriendo la instalación se podía comprobar que hay en esa ciudad gente de prácticamente todos los países del mundo. Solo un puñado estaban en blanco, correspondientes a remotas islas del Pacífico u otras naciones muy pequeñas, de las que en los mapas apenas se ven.
En el mercadillo de Brick Lane, este año, encontré un ejemplar del programa del partido amistoso que jugaron Inglaterra y Argentina el miércoles 22 de mayo de 1974 en el estadio de Wembley. Argentina se preparaba para el Mundial de ese año, para el cual Inglaterra no se había clasificado. El programa costaba, en aquel momento, 10 peniques. Cuarenta y dos años después, a mí me costó, en términos nominales, diez veces más: una libra. Mientras escribo estas líneas, alguien en MercadoLibre.com.ar ofrece otro ejemplar del mismo programa a 200 pesos argentinos, es decir, 10 libras. El partido (me entero ahora, al googlearlo) terminó 2-2.
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Hablando de fútbol: vi el 0-0 entre Inglaterra y Eslovaquia, por la fase de grupos de la Eurocopa, en el Dial Arch, el pub donde, en 1886, un grupo de obreros de la fábrica de armas que estaba muy cerca de allí decidió crear un equipo de fútbol. Su primer partido lo jugaron el 11 de diciembre de ese año y lo ganaron 6-0. Ese fue el origen del Arsenal Football Club, uno de los equipos más populares de Londres.
Y así, entre esos paseos y algunos otros por los lugares inevitables (Westminster Abbey, Tower Bridge, Buckingham Palace, etc.) se fueron mis cinco días en Londres. Me fui el jueves 23 de junio, justo el día en que los británicos iban a las urnas para expresar si querían seguir formando parte de la Unión Europea o si querían irse. “Take back control”, decía la propaganda que llamaba a salir de la UE. Pero un amigo que vive allá me dijo: “Hasta ahora no escuché ni un solo argumento válido por el cual habría que votar a favor de salir”. Y sin embargo, para sorpresa de (casi) todos, pese a los carteles que recordaban a Winston Churchill como fundador de la Unión Europea, la opción que ganó fue la de abandonar Europa.
Me tomé el Eurostar —el tren que sale de la estación St. Pancras International, atraviesa el Eurotúnel por debajo del Canal de la Mancha y termina su recorrido en Francia— cuando la votación ya había terminado, es decir, cuando Gran Bretaña, aunque nadie lo supiera en ese momento, ya había empezado a dejar de ser parte de la Unión. Al día siguiente compartí durante algunos minutos la parte más alta del faro de Calais, la ciudad donde está el extremo francés del Eurotúnel, con un reportero gráfico que, desde allí, fotografiaba el canal, el nuevo límite europeo.
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Londres es una ciudad extraordinaria, que siempre genera ganas de volver. Un cartel de la cadena de librerías Waterstones afirma: “Un buen libro te mantiene fascinado durante días. Una buena librería, durante toda tu vida”. Con Londres pasa lo mismo. Aunque de sitios míticos como Marks & Co no quede más que una placa en la pared de un McDonald’s. Lo bueno es tener aunque sea un poquito de tiempo para buscar sus rincones secretos. Aunque más no sea para comprar el programa de un partido de fútbol de hace cuarenta y pico de años.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.