Son las cuatro de la tarde de un jueves. Tres autos se estacionan afuera del casino Royale, en pleno corazón de Monterrey. Una camioneta se da el lujo de retroceder varios metros en reversa, buscando un acomodo más adecuado en la entrada del local. De los autos bajan nueve sujetos. Llevan armas, pero no prisa. No corren; se les nota la parsimonia que otorga la impunidad. Con toda calma ingresan al enorme local. Algunos llevan tambos de combustible: planean un infierno. Dicen algunos testigos que los delincuentes les advirtieron lo que estaba a punto de ocurrir. Pero no les dieron tiempo de ponerse a salvo. En realidad no les importó si sobrevivían los clientes y los empleados, que no tenían culpa de nada. Iban a lo que iban. Podemos intuir que su “patrón” les había ordenado darle una “lección” al dueño del Casino Royale. Dudo que hayan pensado por un momento en el pánico que causarían, en la muerte de medio centenar de personas que estaban a punto de provocar. Lo suyo es la maldad pura; algunos, delincuentes de carrera. La maldad a sangre fría. En el fondo, sin embargo, todo eso importa poco. Lo realmente fundamental es lo que el acto ilustra. Y lo que revela es trágico.
De todas las conclusiones que arroja el modus operandi de este comando incendiario me quedo con una que me parece particularmente aterradora. Alguna vez leí una entrevista con uno de los comandantes estadunidenses en Irak. Eran los días más complejos de la ocupación, cuando las explosiones de dispositivos improvisados cobraban decenas de vidas todos los días en las calles de varias ciudades iraquíes. En ese contexto, el general en cuestión explicaba que el síntoma claro de la alarmante gravedad de la coyuntura era el descaro de los terroristas. Cuando un delincuente siente que ya no necesita esconderse, decía el comandante, algo realmente anda mal. Eso es lo que ocurrió en Monterrey el jueves pasado. A los salvajes que incineraron el Casino Royale y mataron a cinco decenas de personas no les importó la luz del día, ni el tráfico, ni las cámaras de seguridad, ni los testimonios de los sobrevivientes. No les importó nada. No necesitaron el cobijo de la oscuridad para desatar la barbarie. Y eso es terrible.
Si se confirma que el incendio del Casino Royale se debió a un escarmiento salvaje por una extorsión no satisfecha, el episodio se convertirá en la suma de muchos de los temores del Estado mexicano. Desde hace años, el gobierno ha explicado que el principal riesgo que corre el país con la consolidación de las estructuras del crimen organizado es la sustitución misma del Estado. En otras palabras: envalentonado por la impunidad absoluta que reina en buena parte del país, el narcotráfico cobra sus propios “impuestos” y ofrece su propia “protección” a la ciudadanía. Es decir, en el vacío, pretende tomar el papel del Estado, robarle el monopolio del uso de la violencia. El Casino Royale es la expresión más pura de ese Estado alternativo, mafioso y perverso.
La pregunta, claro, es si ese Estado paralelo es tolerable. Hay quien dice que lo deseable es encontrar un punto medio, un diálogo que implique una tregua con esos mismos actores que pretenden suplantar al Estado mexicano. Otros más prefieren cerrar los ojos e imaginar que todo esto comenzó hace apenas cuatro años, que estas estructuras de poder e impunidad se desarrollaron en ese abrir y cerrar de ojos que ha sido el sexenio incompleto de Felipe Calderón. Ambos —los que proponen pactar y los que pretenden reducir todo a un ejercicio anticalderonista— están en su derecho. Yo, sin embargo, no puedo compartir sus postulados. No concibo un Estado que permita su propia suplantación. Hay cosas simplemente intolerables, por más que las consecuencias sean dolorosas y trágicas. Y a esos, a los del Casino Royale, hay que llevarlos ante la ley, a toda costa. Eso, o nos acostumbramos a esa parsimonia homicida, en plena tarde, en pleno tráfico, en las ciudades de nuestro México.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.