Los dilemas de los museos

Pese a la cantidad de visitantes que reciben, muchos museos europeos atraviesan varias crisis a la vez: por motivos financieros, por negligencia o dejadez, por el desafío de adaptarse a nuevas sensibilidades.
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Es un día entre semana al final del verano y el Museo Británico es un enjambre de familias británicas y de turistas de todo el mundo. Se hacen selfis y fotografían las espaldas de otros que hacen fotos del Monumento de las Nereidas, una espléndida tumba licia en forma de templo que data del año 380 a. C. Desfilan delante de las momias egipcias, algunas de las cuales cuentan con más de cuatro milenios de edad. Se aglomeran alrededor de la piedra de Rosetta con su mensaje del rey Ptolomeo de Egipto grabado en jeroglíficos y textos tanto en lengua demótica como en griego antiguo que permitieron su desciframiento.

En el mundo del turismo masivo y globalizado de hoy, el Museo Británico es un éxito indudable, con seis millones de visitantes anuales, antes de la pandemia. A pesar de esas cifras, o tal vez en parte por eso, el museo, como muchos otros en Europa, está en crisis. Se reveló dramáticamente con la denuncia, hace unas semanas, de que durante años se habían robado objetos de sus depósitos. Despidieron a un curador y el director del museo desde 2016, Hartwig Fischer, dimitió. Reconoció que no se había tomado suficientemente en serio la denuncia de un comerciante de antigüedades danés, quien aseguraba que habían aparecido en venta objetos del museo en eBay. Posteriormente el museo admitió que habían desaparecido hasta dos mil objetos, entre los que se contaban pequeñas joyas y piezas de oro sumamente antiguas.

Detrás de este escándalo puede estar la codicia de un individuo. Pero también está la presión a la que están sometidos el museo y su personal. La colección total del Museo Británico ha aumentado de 5.5 millones de objetos en 1980 a 8 millones hoy. Recibe muchos artefactos de excavaciones arqueológicas y hay restricciones legales que le dificultan deshacerse de muchos de ellos. Solo tiene registrados digitalmente poco más de la mitad del total.

Su presupuesto también se enfrenta a otros problemas. La financiación anual del gobierno al museo, actualmente de 68 millones de libras (78 millones de euros), ha caído un 37% en términos reales desde 2009. La entrada gratuita a los grandes museos londinenses es un dogma para las clases medias liberales, lo que priva al británico de una fuente potencial de recursos. (Es mucho mejor el sistema del Museo del Prado, pues reserva la entrada gratuita solo para las dos últimas horas del día.) El resultado es que los curadores, mal pagados, escasean. La contradicción entre estos pobretones y el valor incalculable de lo que cuidan puede llevar a la alienación. En Corazón tan blanco Javier Marías describe de manera memorable a un curador ficticio del Prado que quiere prenderle fuego a un Rembrandt.

La importancia de estas pérdidas y descuidos va mucho más allá del dato concreto. El argumento principal que despliegan los grandes museos del norte global frente a las demandas de devolver los objetos más icónicos a sus países de origen es precisamente que son custodios seguros de estos tesoros. Si no lo son del todo, su credibilidad queda mermada.

La riqueza y alcance geográfico de la colección del Museo Británico se debe a que el Reino Unido era la potencia mundial preeminente en el siglo XIX. Si bien el museo insiste en que sus tesoros fueron adquiridos legítimamente, eso está cada vez más en entredicho. En algunos casos lo fue desde el inicio. “Nadie ha robado así”, exclamó Wilhelm von Humboldt, diplomático y educador prusiano (y hermano mayor de Alexander, el científico), cuando vio las esculturas del Partenón meses después de que fueran instaladas en el museo en 1816. Lord Elgin, que las sacó de la Acrópolis en Atenas, insistió en que tenía el permiso de las autoridades otomanas de la época, aunque los gobiernos griegos cuestionan desde hace mucho que eso sea relevante. Hay otros casos más flagrantes, como los bronces de Benín (Nigeria), que fueron saqueados por una expedición militar colonial.

El Museo Británico no es el único bajo escrutinio. Lo mismo se aplica al Louvre de París, varios museos alemanes y el Museo Real de África Central en Bélgica. Y qué decir del Tesoro Quimbaya, las preciosas figuras de oro en el Museo de América en Madrid. Sí, fue donado libremente por un presidente de Colombia en 1892, pero muchos colombianos de hoy dirían que no debía haber tenido la autoridad para enajenar el patrimonio histórico nacional.

El Museo Británico afirma que el valor de su colección es su “amplitud y profundidad, que permiten a millones de visitantes comprender las culturas del mundo y cómo se interrelacionan”. Es un argumento válido. Además, la historia no puede deshacerse. Fue lo que fue y el resultado es lo que es.

Sin embargo, el clima intelectual en torno a estos asuntos está cambiando muy deprisa. En Francia, el presidente Macron se ha comprometido a devolver artículos sustraídos de África. El Museo Horniman, en el sur de Londres, ya donó su colección de bronces a Nigeria. Hace unas semanas el Museo Nacional de Escocia entregó su tótem de once metros de altura al pueblo nisga’a de Columbia Británica, en Canadá. Aun el Museo Británico, muy renuente, está negociando el préstamo a Grecia de algunas esculturas del Partenón.

La mejor política en este campo minado es ser selectivo y pragmático. No se trata de vaciar grandes museos que sí difunden y promueven otras culturas. Además, hay artículos que son demasiados frágiles para moverse, como el penacho de Moctezuma en Viena, como bien sabe el presidente Andrés Manuel López Obrador (aunque eso no le ha impedido exigir su devolución). Y si empiezan las devoluciones, ¿dónde pararían? Dicho eso, es moralmente insostenible negarse a devolver artículos que forman parte esencial de una cultura nacional o religiosa y que fueron sustraídos en circunstancias coercitivas. Cualquiera que haya visitado el magnífico museo de la Acrópolis en Atenas sabe que es ahí donde deben estar las esculturas que hoy están en Londres. El Museo Británico también debe devolver los bronces de Benín y sus dos moáis, esculturas sagradas que exigen las autoridades de Rapa Nui (la Isla de Pascua). Todavía le quedaría una colección inmensa y fascinante, que merece ser mejor cuidada. Y ganaría mucha benevolencia en todo el mundo. ~

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Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.


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