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En una conferencia en la que estuve hace poco, la expositora preguntó al auditorio quiénes tenían más de cuarenta años, y luego, a quienes habíamos levantado la mano, si recordábamos cuánto tardaba el disco del teléfono en volver a su lugar después de que marcáramos el cero para hacer una llamada. Yo lo recordaba, por supuesto, aunque esos teléfonos siempre fueron para mí públicos o ajenos: cuando hubo uno en mi casa por primera vez ya tenía teclado (y yo tenía dieciocho años). Me sorprendió tomar conciencia de que llevan largos años siendo adultas personas que nunca giraron un disco con agujeritos para hacer una llamada.
Lo que la ponente quería destacar era que, si hoy en día tuviéramos que tardar tanto tiempo para hacer una llamada, acostumbrados como estamos a que nos baste con tocar dos botoncitos en el celular, nos pondríamos ansiosos. Nos sucede cuando una aplicación tarda un par de segundos de más en abrirse o una web en cargar, o cuando no nos responden de inmediato un mensaje, o cuando nos quedamos sin señal y no podemos consultar las noticias del último minuto. Qué digo minuto: de los últimos quince segundos.
No podemos perder tiempo, al parecer. Ni un solo instante. No siempre, desde luego, las cosas fueron de este modo.
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Hasta hace unos cuantos siglos, el mundo era tan vasto que las noticias de las regiones alejadas tardaban meses o años en llegar; acaso no llegaban nunca. Quizá quien mejor lo comprendió fue Kafka. En su relato “La edificación de la muralla china”, el narrador habita una aldea cuyos pobladores solo piensan en el Emperador. Pero “no en el Emperador actual; para ello tendríamos que saber quién es o algo determinado sobre él. Hemos tratado siempre (no tenemos otra curiosidad) de conseguir algún dato, pero, por raro que parezca, nos ha resultado casi imposible descubrir algo”.
“Además, aunque nos llegaran noticias, nos llegarían atrasadas, absurdas —añade el texto—. Emperadores muertos hace siglos suben al trono en nuestras aldeas y la proclamación de un emperador que solo perdura en las epopeyas fue leída frente al altar por un sacerdote”.
Para que la postergación sea infinita, como corresponde a Kafka, si “alguna rarísima vez” un funcionario imperial llegaba a la aldea y daba noticias del Emperador, los vecinos no le creían. “Ese emperador ha muerto hace tiempo —pensaban—, la dinastía se ha extinguido, el señor funcionario nos está gastando una broma”. Para no ofenderlo, no se daban por aludidos, pero seguían convencidos de que solo acatarían al Emperador actual, aunque su identidad y sus órdenes les fueran perfectamente desconocidas.
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No eran las enormes distancias, sin embargo, la única causa de estos desencuentros. También los cambios demasiado veloces sumen en la obsolescencia las noticias recientes. ¿Y en qué otras circunstancias los cambios son tan rápidos como en una batalla? Dejemos que nos lo describa Tolstói en Guerra y Paz:
“Desde el campo de batalla galopaban continuamente hacia Napoleón los ayudantes que él había mandado y oficiales de órdenes de sus mariscales, que le traían informes sobre la marcha de los acontecimientos. Informes que eran falsos en su totalidad, pues en plena batalla es imposible decir qué ocurre en un momento determinado, además de que muchos de aquellos ayudantes no llegaban al verdadero terreno del combate, sino que transmitían lo que habían oído a otros, y aparte de que, mientras recorrían los dos o tres kilómetros que los separaban de Napoleón, las circunstancias habían cambiado y la noticia que llevaban ya era falsa […] Guiándose por esos falsos informes, Napoleón daba órdenes que ya habían sido cumplidas antes de que él las hubiera dado o que no podían llevarse a cabo”.
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Se me ocurre un ejemplo actual, relacionado con algo que no tiene que ver con emperadores ni con batallas (o quizá sí): el fútbol. Existe en el fútbol una regla llamada fuera de juego, u offside; no la explicaremos aquí por falta de espacio, pero digamos que depende de la posición de algunos jugadores en un momento específico del juego: el instante en que otro jugador, a menudo alejado de los primeros, lanza el balón. Tal regla depara varios errores en cada partido, pese a que existen dos árbitros asistentes (los antes llamados jueces de línea) que están casi exclusivamente para su sanción.
El español Francisco Belda Maruenda, médico y entrenador de fútbol, lleva casi treinta años empeñado en que el fuera de juego deje de existir, ya que —afirma— su correcta aplicación es imposible. Ha publicado artículos en revistas científicas para demostrarlo. Lo que explica es básicamente lo siguiente: las acciones fisiológicas y neuronales que una persona debe efectuar para captar y procesar toda la información necesaria para determinar la existencia o no del offside requieren un mínimo de 140 milisegundos. Es decir, la séptima parte de un segundo.
Un séptimo de segundo es muy poco tiempo, está claro. Pero si un cuerpo se desplaza a unos 25 kilómetros por hora —una velocidad más o menos normal para un futbolista profesional— en un segundo avanza más de 7 metros. Por ende, en un séptimo de segundo se mueve más de un metro. Si dos jugadores corren a esa velocidad en sentido contrario, en un instante estarán en la misma línea (imaginaria); un séptimo de segundo después, cuando el juez por fin los ve, hay entre ambos más de dos metros de distancia. No es humanamente posible cobrar bien ese offside. Solo una máquina, como en los videojuegos, podría lograrlo. Todavía el famoso VAR no tiene tantas atribuciones.
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Todo esto recuerda el apartado de la física que habla de la relatividad de la simultaneidad: no se puede decir en sentido absoluto que dos acontecimientos hayan ocurrido al mismo tiempo en diferentes lugares, pues siempre depende del lugar y del movimiento del observador. También recuerda a Aquiles y la tortuga y la posibilidad de dividir el tiempo en fracciones cada vez más pequeñas, intrascendentes de tan fugaces en la vida cotidiana, pero que pueden tener su importancia en determinados contextos.
Pero también recuerda otra cosa, quizá la que más conviene tener en cuenta. Old Bailey es como se conoce en la actualidad al Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales, ubicado sobre la calle llamada así, en un escrupuloso barrio londinense; hace un cuarto de milenio funcionaba allí una famosa cárcel que Dickens, en Historia de dos ciudades, describió de esta forma:
“La prisión era un lugar infame, en el cual se desarrollaban las enfermedades con una facilidad pasmosa y, a veces, no solamente hacían presa de los encarcelados, sino que, incluso, se adueñaban del mismo presidente del Tribunal. Más de una vez el juez pronunciaba su propia sentencia y moría mucho antes que el pobre hombre a quien acababa de condenar a muerte”.
La sentencia del juez —como las noticias del Emperador chino, como las órdenes de Napoleón, como el banderín del juez de línea— llegaba tarde. Por otra causa, la más terrible de todas: como escribió Cortázar, allá en el fondo está la muerte. Conviene no olvidarlo. Aunque la tecnología nos acerque las noticias de los últimos quince segundos, aunque nuestra voz pueda llegar casi de inmediato hasta un aparatito que alguien tiene en el bolsillo en el otro extremo del mundo, allá en el fondo está la muerte. A mí, al menos, me viene bien recordarlo cada tanto. Me hace pensar en cómo aprovechar mejor el tiempo que gano al no tener que esperar que, después de marcar el cero, el disco del teléfono vuelva a su posición.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.