“Bohemian Rhapsody”, disección de un éxito musical improbable

La fama de Queen como banda atrevida no radica, o no debería radicar, en los vistosos atuendos de Freddy Mercury. Así lo demuestra el sencillo más famoso de la banda, que desafió las convenciones de lo que "debe ser" un éxito.
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En 1975, Queen entró al estudio para grabar A night at the Opera, su cuarto álbum, uno de los más aclamados y el que les dio el estatus de superestrellas. Con una profusión de estilos musicales, el disco es una reconocida obra maestra. Freddy Mercury (voz y piano) y Brian May (guitarra) compusieron la mayoría de las canciones, aunque el disco incluye también sendas pistas de Roger Taylor (batería) y John Deacon (bajo). No hay más que escuchar los tres minutos de la parte central de “The prophet’s song” para entender que a la banda le gustaba tomar riesgos. El álbum tiene momentos magníficos: el collage sonoro con que abre “Death on two legs”, las guitarras al final de “Lazing on a Sunday afternoon”, la combinación de folk sicodélico de “39” o el puente instrumental de la vodevilesca “Seaside rendezvous”, que incluye un solo de kazoo, son algunos de ellos. Pero de entre una sucesión de buenas canciones, hay una que destaca.

“Bohemian rhapsody” es un hito del rock, probablemente el más singular de todos. Grabada a lo largo de tres semanas, durante las cuales se registraron, en cinco estudios, ciento ochenta pistas (trece años atrás, “Love me do” utilizó solamente dos) y se gastaron más libras que en ninguna producción hasta entonces, fue elegida como improbable sencillo por deseo de los integrantes del grupo, y muy a pesar de los ejecutivos de su disquera, quienes proponían lanzar una versión que prescindiera de la parte central para dejarla lo más “normal” posible.

Personas allegadas al grupo compartían el desconcierto: el mismo Elton John le preguntó a John Reid, manager de ambos, si acaso habían perdido la cabeza: El grupo estaba en una buena racha, pero ni mucho menos se había consagrado, y el sencillo tenía grandes posibilidades de fracasar. Afortunadamente, ocurrió lo contrario. “Bohemian rhapsody” desbancó a una canción anodina (“D.i.v.o.r.c.e.”, de Billy Connolly; de haber ocurrido una semana antes, habría sido “Space oddity”, de David Bowie, un rival mucho más digno), se coronó en el primer lugar de las listas de popularidad del Reino Unido durante nueve semanas, de octubre de 1975 a enero de 1976 –reemplazando en muchas casas a los villancicos navideños– y vendió más de un millón de copias en ese plazo… La banda se arriesgó, y ganó.

No es difícil comprender el terror de los ejecutivos ante la perspectiva de lanzar una canción así. La industria sabe que la clave del éxito de un sencillo, en gran medida, está en su capacidad para fijarse en la memoria, plantar un gusanito –el famoso earworm– que sea difícil de olvidar tras apenas dos o tres escuchas. La manera más evidente de hacer esto es por medio de la repetición, de ahí que la enorme mayoría de las canciones consistan en la fórmula verso – coro x 2.

Vista desde ese ángulo, “Bohemian rhapsody” era un claro despropósito: para empezar, ¡no tiene coro! Es, a todas luces, un animal distinto a los que lo rodean; uno más parecido al rock progresivo, que encontró un lugar predominante en la música inglesa durante los años 70, y cuyas piezas, con estructuras multiseccionales, contrastes de instrumentación y virtuosos solos, solían tener una duración bastante mayor que la que era habitual en el pop.

Según Wikipedia, “una rapsodia es una pieza musical de estructura libre y fluida, construida por episodios integrados entre sí, pero de ambientes, colores y tonalidades contrastantes. Suele tener un aire de espontaneidad e improvisación que le dan un carácter más libre que a una pieza que gira en torno a un tema y sus variaciones.” Esta forma se popularizó en el siglo XIX gracias a compositores como Brahms o Liszt. 

Años después del lanzamiento, Mercury recordaba que al momento de idear “Bohemian rhapsody” “estaba escribiendo tres canciones, y quería que fueran diferentes, y no podía terminarlas. Así que pensé, al demonio, las pondré todas juntas. Y entonces hizo erupción el llamado volcán”. El resultado, ese “volcán”, puede dividirse en seis partes: introducción, balada, solo de guitarra, ópera, rock y coda.

La introducción comienza con un coro formado por cinco capas del propio Mercury cantando en distintos registros. La textura a capella le confiere un halo distintivo y apoya el ambiente onírico propuesto en el verso inicial: “Is this the real life, is this just fantasy?” Unos compases más tarde entrará el piano de Freddy.

Hay detalles a resaltar. Están, primero, los cuatro acordes paralelos (“Because I’m easy come, easy go, a little high, little low”) que provocan un efecto fugaz de desequilibrio al salirse por un instante de la tonalidad, y que serán uno de los pocos hilos conductores, repitiéndose a lo largo de la pieza. También la correspondencia entre la frase “Look up to the skies and see” y el ascenso tonal evidente de las voces.

Es justo ahí donde entra otro hilo conductor, el más relevante en la pieza, que aparecerá conectando frases y articulando secciones, ya sea en su forma original o transportado a otros instrumentos, tocado más rápido o más lento, modificando su armonía, etc. (Al final de este texto pueden escucharse los distintos momentos en que este hilo aparece.)

Con la primera nota del bajo se anuncia el principio de la balada. La frase con la que abre, “Mama, just killed a man”, es tan célebre como críptica. La letra de “Bohemian rhapsody” se ha interpretado de distintas maneras: ya como una salida del clóset, ya como un pacto con el diablo (este artículo enlista otras, provenientes de la mitología urbana). Si los compañeros de banda de Mercury siempre fueron discretos respecto a su significado (Roger Taylor decía “Creo que se explica a sí misma, solo hay algo de sinsentido en medio”), amigos cercanos han asegurado que se trata de una confesión respecto a su homosexualidad y una premonición del tormento que tanto esconderla como revelarla supondría.

El acompañamiento del piano –que, dato curioso, es el mismo con el que Paul McCartney grabó “Hey Jude”– en esta sección es elegante y económico, a base de arpegios y acordes en bloque. Las dos notas descendentes al final de cada arpegio representan un gesto tremendamente efectivo, grabado en la memoria de todos los que conocemos la canción.

A partir de la segunda estrofa, May duplica en la guitarra esas dos notas del piano con armónicos (1:58), y luego (2:12) toca el extremo más tenso de las cuerdas para crear un sonido metálico que ilustra los escalofríos de los que canta Mercury. Unos segundos más tarde (2:28) escuchamos una tercera faceta de la guitarra, tres notas de su registro más grave, como apoyando la sentencia: “…face the truth”. Sin embargo, su aportación más memorable a la canción llega poco después.

Desde que practicaban la pieza, May pensó componer un solo que respondiera a la melodía cantada por Freddy por medio del contrapunto, es decir, el entretejido de dos o más voces simultáneas. Dado que la voz de Mercury y la guitarra de May no se escuchan simultáneamente, me di a la tarea de juntarlas y comprobar la efectividad de la teoría del guitarrista. El resultado es, a mi modo de ver, grandioso:

La sección “operística” es la que más se aleja de los cánones del rock. Se trata de una parodia de una ópera, con personajes de deleitosa pronunciación –Scaramouche, Galileo, Fígaro–, dramáticos juegos de contrastes –“Thunderbolt and lightning, very very fright’ning me!”–, y llamativas transiciones –“Magnifico”, “Let me go”–, todos enmarcando una especie de juicio grotesco, donde un chico pide por su vida – “Easy come, easy go, will you let me go?”– ante un jurado que, en el nombre de dios, no da su brazo a torcer –“Bismillah! We will not let you go”. Aparecen de nueva cuenta los acordes paralelos, acompañando aquí las súplicas de Freddy: “But I’m just a poor boy, nobody loves me”, y poco después, el ya mencionado “Easy come, easy go…”.

Este segmento es un ejemplo notable de la técnica del layering, que consiste en la superposición de múltiples pistas sonoras, un recurso que aquí emplea Queen de manera profusa: cien pistas vocales combinadas –con May en el registro grave, Mercury en el central y Taylor en el agudo– conforman los coros, una auténtica “pared de sonido”, describe Roger Taylor, haciendo referencia al sistema de grabación inventado por Phil Spector.

La sección entera es una proeza: en una época donde no existían los estudios digitales, que permiten al ingeniero de sonido ver las pistas a través de representaciones visuales de las ondas sonoras, la cinta magnética era como estar en la oscuridad. El acorde escalonado de “Magnifico-o-o-o-o” es la cereza del pastel, como el propio May explica aquí.

El genio detrás de todo es Mercury, quien, según recuerdan sus compañeros, tenía toda la estructura en su cabeza, señalándoles durante la grabación cuándo tenían que cantar o tocar, como un director de orquesta. La precisión de las entradas de las voces, su afinación y cohesión es extraordinaria.

Tras una larga construcción de poco más de cuatro minutos, llega la otra cara de Queen: la banda de rock. Es difícil mantener la cabeza quieta al escuchar la entrada del riff de guitarra (4:15), cuyo ritmo enérgico choca con el de la batería y el cual, como siempre ha aclarado May, fue compuesto por Mercury. El cantante presume de nuevo su gran potencia vocal y expresiva en las líneas “So you think you can stone me and spit in my eye?”.

Las fanfarrias estereofónicas de la guitarra dan un carácter majestuoso a la coda, a la vez que anticipan la despedida de Freddy: “Nothing really matters, anyone can see / Nothing really matters / Nothing really matters to me”. Tras la última aparición del hilo conductor, un golpe de gong anuncia el final.

“Bohemian rhapsody” es un verdadero tour de force composicional e interpretativo, que contra todo pronóstico se integró inmediatamente al imaginario cultural de una generación y ha impregnado a las que siguieron, demostrando que el gran público puede apreciar algo más elevado que el éxito del verano.

No eran los vistosos atuendos de Mercury los que le ganaron fama de atrevido –o, en cualquier caso, no deberían de serlo. La energía y convicción necesarias para componer, grabar, producir y comercializar una pieza así lograron persuadir a sus compañeros de banda, su productor y su manager; así como a Kenny Everett, programador de radio cómplice del grupo, quien transmitió la canción por primera vez, y luego otras trece veces en dos días, permitiendo que se insertara en los oídos y las memorias de unos pocos cientos de escuchas asombrados, que pronto fueron miles.  

Lo que no calcularon los ejecutivos, que habrían preferido un sencillo más ortodoxo, es que hay otras fórmulas para hacer un producto musical bueno: uno que equivale no a una golosina empalagosa, sino a una verdadera explosión de emociones: un volcán.

Escucho una vez más la pieza a todo volumen, tras haberla analizado de pies a cabeza durante el último mes, saboreando cada parte, y me emociono ante lo que escucho y lo que está por llegar: la interpretación vocal de Mercury, cada color y armonía de la guitarra, la precisión del acompañamiento, los solos, la extravagancia operística, la intrincada arquitectura de los coros, los contrastes y transiciones, de nuevo la voz. No importa que se trate de una fórmula improbable: Esa es la emoción que provoca un verdadero hit de rock.

 

Ahora, oigámosla completa:

Aquí se puede oír la pista instrumental, sin voz:

Y aquí, voz solista y coros:

 

Todas las ocasiones en las que aparece el hilo conductor:

 

 

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Compositor mexicano proclive a borrar las fronteras entre la música clásica y la popular. Ha compuesto cuatro óperas, así como música para teatro y cine. Es codirector de la compañía Ópera Portátil.


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