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Qué hacer con la angustia por todos los libros que no vamos a leer

“Hay algo profundamente melancólico en ir a una biblioteca o librería llena de libros que no leeremos jamás”, escribió Gabriel Zaid. En este artículo, un repaso de esa suerte de angustia y algunas propuestas sobre qué hacer con ella.
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Al entrar en una biblioteca o una librería, sobre todo en una de las grandes, los amantes de la lectura solemos experimentar —además de todas las sensaciones positivas que nos genera el hecho de estar rodeados de libros— una reacción negativa. Una reacción cuya intensidad es directamente proporcional al número de volúmenes albergados allí: la angustia por todos los libros que no vamos a leer.

Cuando somos niños o muy jóvenes nos domina el sentimiento inconsciente de que tenemos por delante todo el tiempo del mundo, una ilusión de eternidad. Pero llega un punto en la vida en que comprendemos (tal vez en eso consiste dejar de ser muy joven) que nuestro tiempo no es ilimitado y que, incluso aunque pusiéramos todo nuestro empeño en la labor, no lograríamos leerlo todo. Como lamenta la frase atribuida a Frank Zappa: So many books, so little time. Tantos libros, tan poco tiempo.

No solo no podríamos leer en el lapso de nuestra vida todos los libros que ya existen en este momento, sino que la tarea se hace cada vez más imposible día a día, pues siguen publicándose nuevos libros. Hagamos un cálculo rápido. En México se publican unos 7.500 títulos nuevos cada año, en Argentina unos 28 mil, unos 44 mil en España. Supongamos que solo una décima parte de ellos son literatura: sumarían casi 8 mil. Habría que leer 22 por día para dar cuenta de todos. Alguien que se dedicara a tiempo completo nada más que a leer (pensemos en jornadas diarias de ocho horas de lectura, sin parar los fines de semana, a un ritmo inhumano de tres horas por libro) necesitaría más de ocho años para leer lo producido en uno. Una persona normal, en cambio —como afirma Jesús Marchamalo en Tocar los libros, publicado en 2010—, lee en toda su vida “lo que el mercado editorial produce en menos de ocho horas”.

 

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En su clásico Los demasiados libros, publicado originalmente en 1972, Gabriel Zaid habla de la cuestión. El texto introductorio lleva por título “Malthusiana”, en alusión a Thomas Malthus, el pensador británico que, a finales del siglo XVIII, publicó su famoso Ensayo sobre el principio de la población, en el que preveía un problema irresoluble entre el aumento en proporción geométrica de la población y el crecimiento aritmético de la producción de alimentos. Es decir, estaba convencido de que llegaría un punto en que la comida disponible sería insuficiente para todas las personas (lo que Malthus no vislumbró fue que la industria alimenticia, en virtud del desarrollo tecnológico, crecería también de forma exponencial).

Con los libros sucede algo parecido: aumentan en proporción geométrica los títulos y los ejemplares editados, pero el incremento en el número de lectores se produce solo de manera aritmética. “De no frenarse la pasión de publicar, vamos hacia un mundo con más autores que lectores”, escribe Zaid, una afirmación que hace inevitable el recuerdo del exfutbolista italiano Antonio Cassano, quien, tras la publicación de su segundo libro, confesó: “Ya he escrito más libros que los que he leído”. De hecho, se ha acuñado la expresión Autorgedón, un juego de palabras que refiere al día en que haya más autores que lectores. Según una estadística citada por el propio Zaid, en Estados Unidos habrá en 2052 unos 148 millones de autores y apenas 129 millones de lectores (personas que lean al menos un libro por año).

 

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Hace poco tomé de mi biblioteca un libro que ya había leído y me puse a releerlo, saltando entre mis subrayados y mis notas al margen, redescubriendo así las delicias del texto. Lo conté en Twitter, y añadí: “¿Cómo releen quienes no subrayan ni apuntan nada en los libros? ¿Leen todo de nuevo?”. Alguien me contestó: “No releemos, hay muchos otros libros esperándonos”. La respuesta me dejó pensando. Me sonó a carrera contra el tiempo. Como si, en el afán de aliviar la angustia por todo lo que no vamos a leer, la lectura desenfrenada fuera una solución: cuanto más, mejor. Está claro que cada quien lee como le da la gana, pero claramente lo de leer a lo loco, solo porque hay mucho por leer, no es mi estilo.

El alemán Rolf Engelsing, especialista en historia de la lectura, planteó una dicotomía entre una lectura intensiva y otra extensiva. “El lector intensivo era enfrentado a un conjunto limitado de textos, leídos y releídos, memorizados y recitados, transmitidos de generación en generación. Tal manera de leer estaba fuertemente impregnada de sacralidad, y sometía al lector a la autoridad del texto”, reseña Roger Chartier en su ensayo Inscribir y borrar: cultura escrita y literatura (siglos XI-XVIII).

“El lector extensivo, que aparece en la segunda mitad del siglo XVIII —sigue explicando Chartier—, es muy diferente: lee numerosos impresos, nuevos, efímeros, los consume con avidez y rapidez. Su mirada es distanciada y crítica. Así, una relación comunitaria y respetuosa con el escrito sería reemplazada por una lectura irreverente y desenvuelta”.

Nosotros, lectores del siglo XXI, habitantes de un mundo superpoblado de libros, habituados a saltar de archivos PDF a e-books y a que la lectura de una novela sea interrumpida por memes de Facebook o cadenas de WhatsApp, hemos llevado ese carácter irreverente y desenvuelto del acto de leer muchos pasos más allá. Y esto sin duda es algo positivo, como señala Jorge Carrión en su ensayo Librerías, de 2013, pues equivale a “emanciparse de las autoridades que constriñen las lecturas, desacralizar una actividad que a estas alturas de la evolución humana ya debería ser casi natural: leer es como caminar, como respirar, algo que hacemos sin que sea preciso pensarlo antes”.

Sin embargo, me sigue pareciendo muy valioso, en ciertos casos, practicar la lectura intensiva: retornar una y otra vez a ciertas páginas en que hemos sido dichosos y que son garantía de nueva felicidad. Olvidarse un poco de todo lo que hay por leer, y también del consejo del poeta Félix Grande: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás”; en todo caso, podemos responder, con Heráclito, que nunca nos bañaremos dos veces en la misma página. Por eso, ante la cuestión de qué hacer con la angustia por todos los libros que no vamos a leer, se me ocurre una primera respuesta: pensar menos en eso y más en los libros que sí hemos leído, que son las habitaciones en las que elegimos vivir y en los cuales sabemos que la felicidad siempre nos estará esperando.

 

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Por lo demás, la vastedad de lo por leer representa el mejor estímulo para abandonar sin culpa los libros malos, que no nos gusten o que no hayan sido escritos para nosotros (al menos, para la versión actual de nosotros). Cuando entendemos que el tiempo que le dedicamos a algo es irrecuperable y que se lo estamos quitando a todo lo demás, resulta mucho más sencillo despojarse de lecturas insustanciales. Nuestro sentido de la finitud es el mejor antídoto contra el derroche del tiempo, que es la sustancia de la que estamos hechos.

De todos modos, “sí, hay algo profundamente melancólico en ir a una biblioteca o librería llena de libros que no leeremos jamás —escribe Gabriel Zaid en Los demasiados libros—. Algo que trae a la memoria aquellos versos de Borges:

Hay un espejo que me ha visto por última vez.

Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)

hay algunos que ya nunca abriré”.

Trae a la memoria, también, un pasaje de la novela El cielo protector, de Paul Bowles:

La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren solo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizás veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.

¿Cuántas veces más leerás una página que te emocione, que te estremezca, que te cale hasta lo más hondo, que te haga sentir que esos destellos de epifanía son el motivo por el cual has recorrido y has de recorrer miles de páginas más? “En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, solo se puede releer, leer de otro modo”, afirma Ricardo Piglia en El último lector. Y para cerrar con el bueno de Zaid y su hermoso libro, quizás el planteo más importante de todos:

¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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