Foto: Rodrigo Moya, Hombre solitario, 1959. / Cortesía Centro de la Imagen

Rodrigo Moya: Relatos fotográficos

En dos exposiciones distintas queda manifiesto el valor histórico y testimonial de las fotografías de Rodrigo Moya, las cuales trascienden toda apreciación estética para revelar acontecimientos de un pasado que no ha quedado al margen de lo cotidiano.
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En un salón de clase de una escuela rural, una maestra imparte una lección. Dos paredes de ladrillo gris dan soporte a un pequeño espacio cúbico donde varios niños –todos varones– atienden a lo que está en el pizarrón: “Los niños deben ser amables”. “La pobreza no es vergüenza”. “La niña se llama Rosa”. A primera vista, parece ser una clase de sintaxis, pero si se observa la fotografía con detenimiento, la lección no se reduce a simples nombres y adjetivos sino que revela una condición de profunda desigualdad histórica, económica y social. Una situación ordinaria y periférica, que, por un instante, se convierte en nuestro centro de atención.

La fotografía como documento de archivo tiene el poder de revelar acontecimientos que, por su valor histórico, se estudian y preservan en el tiempo. Como relato testimonial, ésta puede manifestar instantes de una realidad histórica olvidada o nunca antes vista. El trabajo del fotoperiodista y fotodocumentalista nacionalizado mexicano, Rodrigo Moya (Medellín, 1934), preserva ambas cualidades.

A los veinte años Moya abandonó la carrera en Ingeniería Civil para empezar a documentar las condiciones políticas, culturales y sociales de su tiempo. De 1955 a 1967 elaboró fotorreportajes para revistas ilustradas como Impacto, Hoy y Mañana, Siempre!, Zócalo, Sucesos para todos, entre otras. Por más de 10 años, se dedicó a la fotografía de prensa. Pero a lo largo de su vida ha mantenido su interés en observar de cerca las distintas problemáticas sociales y vivencias humanas invisibles a los ojos de muchas personas. Como declaró en 2014, más allá de fotografiar por cumplir con un trabajo, ha buscado la manera de “captar aquello que instruye a una conciencia alerta y rebelde”. Es ahí donde reside el poder testimonial de sus fotografías, como imágenes que cuentan historias.

Parte de su trayectoria se recopila en la muestra Rodrigo Moya – México / Periferias, del Centro de la Imagen, en colaboración con el Museo Amparo. La exposición se distribuye en tres conjuntos fotográficos –Ciudad / Periferia, El campo y Conmoción social– que reúnen tanto los trabajos que realizó por comisiones de prensa como sus retratos personales.

El enfoque de este archivo fotográfico se sitúa, principalmente, en las problemáticas sociales resultantes de las fallas estructurales del “desarrollo estabilizador”, un modelo económico implementado en México de 1954 a 1970 cuyo objetivo era abatir la pobreza incorporando a la población de escasos recursos a la clase media. Pero la aceleración del crecimiento urbano en la capital terminó por desplazar a las clases más populares fuera del centro. Periferias toma como base las fisuras de ese sistema económico que, a lo largo de los años cincuenta y sesenta, acentuaron las conmociones sociales, la marginación y la desigualdad en el país.

Visualmente hablando, muchas de estas imágenes son impactantes. Ejemplo de ello es “Monumento a la Revolución” (1958), en la que Moya retrata un camión en pleno incendio, justo debajo del monumento, mientras que un hombre a cierta distancia atestigua el incidente y un humo intenso abarca poco a poco el centro de la imagen, creando un efecto tridimensional. La fotografía, que ocupa toda una pared de una de las salas del Centro de la Imagen, es el registro de una movilización estudiantil, donde también participaron camioneros, normalistas y maestros que durante dos semanas secuestraron y quemaron autobuses de transporte público para exigir mejores condiciones académicas y laborales al gobierno del entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines.

 

El valor histórico y testimonial de estas series fotográficas trasciende toda apreciación estética para revelar acontecimientos de un pasado que no ha quedado al margen de lo cotidiano. Hoy, esos eventos se preservan y actualizan a través de las distintas miradas que dan testimonio de ellas.

Esto se evidencia en la serie “Los ixtleros”, un reportaje testimonio para la revista Sucesos para todos. Su trabajo revela la precariedad del sector agrícola que a mediados de los años cincuenta se vio afectado por la decadencia económica en el país. En una de las fotografías que la integra, “La vida no es bella” (1965), se ven en primer plano las manos de un campesino recolector de ixtle, sosteniendo un manojo de esta fibra vegetal. Estas son, en palabras de Moya, unas manos en las que “está escrita una historia que no necesita palabras”. En sus ojos se percibe la expectativa de un futuro tan certero, que es agobiante: “Cortar y acarrear ixtle todos los días de su vida. Para él y miles como él, la vida no tiene nada de bella”.

 

A la par, el Museo del Palacio de Bellas Artes montó otra muestra fotográfica en su honor: Rodrigo Moya – México / Escenas. Esta exposición se compone de tres partes. La serie Ciudad / Persona revela los contrastes arquitectónicos entre una ciudad colonial y moderna que va abstrayéndose poco a poco de los individuos (sensibles) que la habitan. Conservación / Destrucción reconstruye los fragmentos de una historia patrimonial que se transforma con el paso del tiempo. Cultura muestra los trabajos de producción y creación artística –en el teatro, el cine y la danza– de un pequeño sector de la sociedad mexicana a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta.

Es curioso notar cómo el tiempo se preserva y transforma distinto en estas “escenas”. En la ciudad es más fácil percibir el paso del tiempo, a diferencia del campo, donde el futuro parece estar prescrito. La horizontalidad (infinita) del campo también contrasta con la verticalidad (finita) de la ciudad. Moya la retrata de forma literal en imágenes como “Limpiavidrios” (1960), en la que no se alcanza a dimensionar la altura del edificio de donde penden dos hombres que son, desde nuestra perspectiva, diminutos. Una ciudad que, a medida que crece y se desarrolla verticalmente, deshumaniza a sus habitantes.

Sus fotografías son también una muestra evidente de la permanencia e impermanencia de lo material. En la ciudad hay construcción pero también hay ruina, como se ve claramente en las fotografías de la Catedral: antes, “Con la luz del poniente” (1963), y después del incendio que la devastó la noche del 16 de enero, “Incendio en la Catedral” (1967).

La temporalidad es aún más compleja en otras imágenes que rescatan eventos del mundo de la cultura y las artes como “Galería, Museo de San Carlos” (1965) en la que Moya retrata a una mujer que observa detenidamente uno de los cuadros. Es la muestra dentro de la muestra: una especie de fractal donde somos espectadores de un mismo acto que tuvo lugar años atrás y del que Moya nos vuelve cómplices al reconocer que hoy también tenemos el tiempo y las condiciones para detenernos a observar. En otras fotografías, es Moya quien juega con la temporalidad de las imágenes fijas en movimiento, ejemplos de su trabajo fotográfico en cine, donde colaboró con directores como José Luis Ibáñez en Las dos Elenas (1965), Juan José Gurrola en Tajimara (1965) y Manuel Barbachano en Lola de mi vida (1965).

Ambas muestras fotográficas son complementarias, en tanto cuentan una misma historia llena de contrastes. Vemos, por un lado, las periferias en la marginación urbana, la pobreza extrema, la labor del campo, la rebeldía de las clases trabajadoras, y por otro, las escenas del desarrollo urbano, arquitectónico, artístico y cultural predominantes. En conjunto: una serie de choques ideológicos, políticos, sociales y económicos distintivos de un país como México.

La lente de Moya actúa como un filtro para revelar esos instantes que se destacan de un sinnúmero de acontecimientos y que hoy atestiguamos como breves relatos. Como dice en relación con una de sus fotografías: “La historia es una constante tormenta de polvo sobre el mundo y sólo la fotografía puede apresar una partícula infinitesimal de esa infinita polvareda”.

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es filósofa y coeditora digital de Letras Libres.


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