Se nos murió el humor

A dónde ha ido a parar el sentido del humor del que los mexicanos tanto nos jactamos.  
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En la semana seguí con mucha atención el insólito caso de Álvaro Cueva y su teoría de la conspiración sobre el “falso Chapo Guzmán”. Según Álvaro —quien estaba de vena cuando escribió su artículo—, El Chapo era en realidad un actor de Televisa de apellido Goyeneche (¿producto del amor entre Sergio Goyri y Arturo Peniche, Álvaro?). La reacción de los lectores ante lo que era una evidente provocación —tan clara, maravillosamente falsa— es digna de estudio casi académico. A mí, al menos, me preocupa. Revela, creo, la permanencia de viejos vicios mexicanos que ahora parecen florecer con fuerza inusitada. Este es el México de la incredulidad crónica, pero también el de la falta absoluta de sentido del humor.

Pensemos en otro caso, el de Alfonso Cuarón, Emmanuel Lubezki y sus discursos al recibir el Oscar el domingo pasado. Dada la relevancia de los premios y la enorme audiencia que los sigue año con año, la ocasión parecía ideal para que alguno de los dos aprovechara el escenario para compartir algún pensamiento sobre México. Algunos esperaban que Cuarón le “dedicara” el Oscar al país. Otros, con menor afectación, se habrían conformado con un mensaje de aliento para un país que, quizá, lo necesita. En lo personal, me parece que el calibre del triunfo de Cuarón tal vez habría ameritado un guiño. Para nadie es un secreto que a México le hacen falta alegrías, aunque sean vicarias, simbólicas o pasajeras. Pero Cuarón no lo creyó así y está en todo su derecho. Sobra decir que no hay absolutamente nada que reclamarle. La relación de cada persona con su patria es tan íntima como la relación con su fe. Por eso me resultó tan sorprendente la reacción —mezcla de indignación y patriotería— de un buen número de personas que, presurosas, tacharon a Cuarón de “arrogante”, “soberbio” o “mal agradecido”. “Debió compartir su premio con México”, leí por ahí. “Le debe mucho a su país”, decía alguien más entre otras variaciones al tema de la obligación casi moral al chovinismo.

En la redacción de Letras Libres comenzaron a pensar cómo reaccionar ante la felpa de solemnidad ramplona. Alguien tuvo la idea de pedirle un texto a Román Cabeza, uno de nuestros más audaces colaboradores, profesor de cine y astuto observador cultural. A las pocas horas, Cabeza había mandado un texto fantástico en el que inventaba un escenario creíble pero claramente falso. De acuerdo con Cabeza, la desatención de Lubezki, Cuarón y la actriz mexikeniana Lupita Nyong’o no tenía ninguna importancia. Resulta, explicaba el texto, que Meryl Streep, la multiganadora del Oscar, tiene algo de mexicana y, como tal, nos pertenece un poco. Cabeza urdió una “investigación genealógica” al mismo tiempo verosímil y enteramente absurda. “El bisabuelo de Meryl Streep vivió en Pachuca como parte de un equipo de mineros que llegó a esa ciudad en 1902”, escribe Román Cabeza. “Se trataba de la hoy  difunta compañía Carston Miller y Asociados, una empresa pujante, especializada en yacimientos de cobre y cal, establecida en los albores del siglo XIX en el estado de California. Pues bien: Balthazar T. Streep pasó una década en Pachuca (…)” El texto sigue en este tenor por varias líneas más. Después, Cabeza tuvo la genial idea de “calcular” exactamente el porcentaje de Meryl —y, por lo tanto, de sus premios— que corresponde a México. “A partir de mis cálculos deduje que Streep es 25% mexicana y, por lo tanto, 25% de sus nominaciones y premios nos pertenecen legalmente. Tiene 18 nominaciones y tres Oscar, de modo que 4.5 nominaciones y .75 galardones son totalmente nuestros (…)”.

Ahora, querido lector, estará usted de acuerdo con que cualquiera con dos dedos de frente deduciría que cada palabra de lo escrito por Román es absolutamente falso. No solo eso: cualquiera con una mínima intuición de los mecanismos de la ironía sabría que el propósito del autor es ridiculizar a los que se rasgaron las vestiduras tricolores  tras la indiferencia de Cuarón. Pues bien, resulta que los lectores del blog de Letras Libres no lo entendieron así. Para el viernes por la tarde, el texto había sido compartido 4 mil veces en Facebook y recibido 136 comentarios. Una minoría virtuosa entendió tono e intención y celebró la simpatía de Román. Pero una mayoría se lo tomó en serio. ¡Muy en serio! No solo se les escapó la ironía; se les escapó el sentido del humor. Solo algunas de las perlas: “Retírate de la escena literaria porque nomás haces el ridículo”, “Este es uno de los artículos más estúpidos que se han escrito”, “Qué pena el nacionalismo barato y absurdo de este sujeto (el autor del texto). Ni Cuarón, ni Nyong’o, ni Streep, ni nadie le deben nada a México”, “¿Es neta? ¿como se pueden atribuir nominaciones y oscares de Meryl Streep a México? no por que tenga un abuelo nacido en nuestro país quiere decir que tenga sangre Mexicana”, “Como siempre, el mexicano queriéndose agarrar del éxito de alguien más”. Créame, lector: el etcétera es largo.

Cómo diría Héctor Suárez: ¿qué nos pasa? La combinación de nuestra inagotable devoción por las teorías conspiratorias y el extravío del sentido del humor es realmente peligrosa. Perder la capacidad de entender nuestras desgracias a través de la ironía, el sarcasmo y el simple y llano ejercicio del sentido del humor implica una suerte de gran derrota simbólica. La solemnidad no solo es hermana del melodrama, también lo es del desánimo crónico. Y aunque las dificultades por las que atraviesa México son innegables, no me parecen ni de lejos suficientes como para claudicar. Tal y como ocurrió con aquellas histéricas voces que exigían que se cancelaran los festejos del bicentenario porque “no había nada que festejar”, nos haría mucho bien comprender que nuestra era, los años que nos ha tocado vivir como mexicanos, no son excepcionales en sus aflicciones. Ceder al patetismo generacional es una mala receta.

Termino con una anécdota. En el proceso de defender el texto de Román Cabeza en las redes sociales me encontré con un interlocutor que me interpeló con la siguiente joya: “pues cómo quieres humor, ni que tuviéramos tu divertida vida de niño rico”. Pensé de inmediato en otros “niños ricos” del siglo pasado que apostaron por el humor y la más fina farsa para enfrentar su propia época de privaciones y dificultades. ¿Qué pensarían Cantinflas y Palillo si vieran el país ignorante y solemne en que nos hemos convertido? “Tanta carpa para nada”, dirían. “Tanta carpa para nada”.

(Publicado previamente en el periódico Milenio)

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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