El taxi enfilaba una de las circunvalaciones madrileñas cuando el taxista encendió la radio. Era una madrugada de agosto. La princesa Diana de Gales, herida muy grave en un accidente de tráfico en París, dijo el locutor. Poco más recuerdo. A la mañana siguiente encendí de nuevo la radio antes de acudir a la piscina en la que trabajaba como socorrista aquel verano. La princesa de Gales ha fallecido esta noche, dijeron. Tenía 36 años. Yo, la mitad. En aquel momento una no sé da cuenta de lo que todavía permiten los 18 años a la hora de salir y dormir pocas horas. Lo que sí sabía era que había crecido toda mi vida con Lady Di: princesa del pueblo, reina del papel cuché, mujer afligida y cornuda (aunque esas vicisitudes amorosas todavía me daban bastante igual), madre de futuro rey, amante del hijo de un magnate… Y tampoco hacía falta estar enganchada a las revistas del corazón para tener todo este amplio conocimiento. Lo que, sin duda, no sabía era que Diana Spencer iba a morirse todos los veranos a partir de aquel 31 de agosto de 1997. Y que yo llegaría, un día, a ser mayor que ella cuando falleció.
Paradójicamente, el relato de la muerte de Lady Di ya ha superado al que tuvo en vida. Diana nació un 1 de julio de 1961 y saltó a la palestra mediática en 1981 cuando Carlos de Inglaterra le pidió matrimonio. Solo tenía 20 años. Quizá ella tampoco era demasiado consciente de que, desde aquel instante, toda su existencia, desde el nacimiento de sus hijos a sus traumas matrimoniales, su divorcio, sus supuestos amantes, su mala relación con la Casa Real británica, estaría bajo los focos. Que jamás daría un paso sin una cámara detrás, no solo en las ocasiones en las que a ella le gustaría, como sus labores humanitarias y su relación con Teresa de Calcuta, que curiosamente murió solo seis días después que ella, aunque eso sí, con una vida algo más larga, sino también en aquellas que hubiera deseado evitar, como sus paseos en barco por la Costa Azul. Sin embargo, esa vida ultramediática solo duró 16 años. Ya van dos décadas en las que el mundo no para de hablar de ella aunque esté bajo tierra.
El día de su muerte los medios no dudaron en abrir con la noticia. No solo era Diana de Gales. Era todo: un cochazo empotrado contra una columna del túnel del puente del Alma parisino después de una persecución, fallecimiento en el acto de su amante Dodi Al Fayed, hijo de Mohammed Al Fayed, dueño de los almacenes Harrods de Londres, y del conductor, jefe de seguridad del hotel Ritz, Henri Paul. El guardaespaldas, Trevor Rees-Jones, superviviente. Varios paparazis en la escena. Y a partir de ahí el comienzo de la gran teoría de la conspiración alentada por Al Fayed padre. Porque una mujer como Lady Di no podía morir de esa manera tan vulgar: de un golpe mortal en un coche. Como cualquiera que se hubiera pasado con el acelerador.
El siguiente lustro Diana revivió todos los veranos en los periódicos como víctima de un posible atentado. De ello se encargó Al Fayed, que manifestó en los tabloides que si estaba embarazada, que si la Casa Real británica no quería que el heredero tuviera un hermanastro musulmán, que si Felipe de Edimburgo estaba implicado, que si la reina Isabel II le había quitado la escolta real por algo… Al mismo tiempo, otros tantos hacían caja con la muerte: James Hewitt, amante de la princesa, publicaba el libro Love and War, donde contaba su relación con ella; el periodista y biógrafo Andrew Morton lanzaba Diana. Su verdadera historia, con testimonios recogidos de cintas grabadas de sus clases de oratoria que todavía darían carnaza periodística durante los años siguientes (y hasta el día de hoy); Trevor Rees-Jones, el superviviente, también llevaba a las librerías el libro en el que lo contaba todo (o así se vendía); Paul Burrell, mayordomo de Diana, publicaba A Royal Duty, en el que revelaba cartas privadas de la princesa y combustionaba la teoría de la conspiración con una posible declaración de Diana donde decía que tenía miedo de ser asesinada. Información muy golosa para el amarillismo británico, que no dudó en llevarla a primera plana durante todos estos primeros años.
Sin embargo, la investigación judicial francesa daba carpetazo al caso: en 2003 el juez Hervé Stephan concluía que la tragedia ocurrió porque el chófer conducía a gran velocidad y bajo la influencia del alcohol y medicamentos antidepresivos, al tiempo que exculpaba de cualquier responsabilidad a los fotógrafos. Ni embarazo ni asesinato.
Entre 2004 y 2010, mientras otros nos iniciábamos en la vida laboral más o menos con un contrato que no fuera de prácticas ni en piscinas y empezábamos a saber lo que eran los sufrimientos sentimentales de la princesa, las informaciones de los diarios que conmemoraban el accidente basculaban entre los tímidos brotes conspiranoicos (Al Fayed continuaba en sus trece), las –como se anunciaba– nunca vistas ni escuchadas grabaciones de la vida íntima de Diana (que prácticamente ya conocíamos todos: sí, Diana no soportaba los cuernos que Carlos le ponía con Camila y tenía una relación extraña con Isabel II), y las revelaciones de amigos – supongo que la princesa no los hubiera considerado así de seguir viva– sobre sus amantes, con un listado que incluye desde Bryan Adams a John John Kennedy y hasta el expresidente francés Giscard D’Estaing. Así, si se siguen las informaciones de entonces, una década después de su fallecimiento, Lady Di era poco menos que una mujer amargada, depresiva, histérica, bulímica, enamorada de un musulmán con el que hubiera tenido un hijo a las primeras de cambio, una loca en la familia real y una amante desbocada. Un cuadro.
También en esta época se cerraban dos investigaciones británicas que prácticamente concluían como la francesa. Solo el jurado señaló que además de la negligencia del conductor del coche también la presión de los paparazis que les perseguían tuvo que ver con el accidente. Pero el establishment no figuraba por ninguna parte, como Al Fayed hubiera deseado. Que no, que ni The Sun, ni el Daily Mirror ni todo el imperio Murdoch tenían nada que rascar.
A partir de entonces, el ánimo del magnate pareció calmarse. O la gente empezó a aburrirse. Incluso del propio mito de Diana. Cerraba la fundación que se creó tras su muerte, el museo en el que se depositaron sus vestidos, sus tiaras, sus joyas –después se trasladarían el Palacio de Kensington en el que ella vivió– y hasta su tumba estaba descuidada. El mundo estaba en plena crisis y Lady Di ya no nos importaba nada, ni cómo había vivido, ni cómo se había matado. Además había otras princesas, jóvenes y guapas, en las que centrarse, como la mujer del hijo de la princesa, Guillermo de Inglaterra. Kate Middleton hasta en la sopa porque Diana era cosa del pasado. Una mujer de los noventa. Y a los noventa nadie les hacía demasiado caso. El propio biopic protagonizado por Naomi Watts pasó sin pena ni gloria en 2013, y hasta la actriz lamentó haber participado en esta película.
Pero todo vuelve siempre. Y habitualmente edulcorado. Como la música de los noventa, en los últimos años, la imagen de Lady Di ha rebrotado, pero con su cara más almibarada. La explosión ha sido este verano en el que se cumplen los veinte años del fallecimiento. Pese a que se insiste en lo escabroso –otra vez las mismas aburridas grabaciones, esta vez emitidas por Channel 4–, sus hijos han decidido que ya estaba bien y han puesto en marcha la maquinaria para embellecer a la princesa del pueblo, como la llamó Tony Blair para reblandecer el corazón de Isabel II y que se diera cuenta de su potencial entre la opinión pública. Y lo han hecho tirando de las fotografías íntimas del álbum. Como las que tenemos todos en casa de nuestros padres: con mamá en el parque de atracciones, con mamá embarazada de uno de nosotros, con mamá en una fiesta de disfraces. ¿Y Dodi Al Fayed? ¿Quién es Dodi Al Fayed?
Hace dos décadas que Lady Di no cumple años, pero ha revivido todos estos veranos hasta alcanzar quizá la gloria del recuerdo nostálgico. Atrás quedaron las conspiraciones, aunque a alguien le interese sacarlas a pasear de vez en cuando. Como atrás quedaron los 18 años y solo queda el tierno recuerdo de la primera vez que escuchamos a Oasis o Blur cada vez que, a saber por qué razón, los buscamos en YouTube.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.