Escribir sobre la pandemia en esta ciudad es como pretender capturar una mariposa al vuelo. Las escenas que hoy describes quedan atrás irrelevantes, y las que imaginas venideras serán con toda seguridad rebasadas por la realidad. Precisamente, estos días han sido un tanto caóticos, con informaciones contradictorias y aparentes retrocesos. Ya se han decretado distintas medidas para el cese de actividades públicas y privadas, y aunque varían de estado a estado, en general tienden a restringir al máximo la movilidad.
El primer caso confirmado se registró el 25 de enero (casi un mes antes que el primer caso en México), y desde entonces el país ha cambiado de manera radical. Como sucedió en Asia y Europa, una de las primeras medidas fue prohibir el ingreso al país de viajeros provenientes de China. En aquellos días, la percepción social de la enfermedad no estuvo exenta de racismo, incluso en medios de comunicación.
Pero la incógnita pronto quedo despejada: no era cuestión de origen, sino de tiempo y transmisión. De cualquier manera, tuvieron que pasar cuarenta y pocos días para que finalmente se prohibiera el ingreso al país a todos los viajeros, excepto australianos y residentes permanentes. Hoy, los casos confirmados rebasan las seis mil personas. Y la mariposa parece haber escapado por la ventana.
Existe en el carácter australiano una vocación indómita que no se arredra fácil. Ahí están la ardua y cruel colonización de los territorios, también la gesta heroica y un poco inane de Galípoli. Un excepcionalismo silvestre, podría decirse, que en otras circunstancias resulta refrescante. No así cuando la transmisión silente e incontrolable de una enfermedad toma fuerza como incendio en pradera seca, y las playas se abarrotan de paseantes, parejas, infantes y familias cuyo desdén por la anormalidad los vuelve un poco estultos, en todo caso jamás inmunes.
Por eso, ahora la balanza busca el contrapeso de medidas civiles obligatorias de temporalidad indefinida y clarificación más bien laxa, que buscan detener el avance de la enfermedad. La cotidianeidad se ha ido encerrando en sí misma, hasta desaparecer por completo en el umbral de las casas. Los espacios públicos están ya fuera del alcance, tapiados por la ferocidad con que la vida doméstica se impone como último reducto. La resignación es un placebo, porque cualquier plan, cualquier proyección, se escribe sobre aire en movimiento.
Al menos, el gobierno no ha escatimado en apuntalar la economía. Ya están en marcha facilidades fiscales, seguros de desempleo, apoyos masivos a PYMES para evitar la suspensión de pagos a empleados y proveedores, pagos extraordinarios a pensionistas, inyecciones masivas de efectivo a sectores específicos (turismo, cadenas de exportación, etc.). Este paquete no es tímido: equivale casi al 10% del producto interno bruto australiano.
Tampoco ha faltado la solidaridad, ni las expresiones de comunidad. Son los actos diminutos de gente ordinaria los que mantienen la vida a flote, puesto que nadie se engaña anhelando que esto se resolverá pronto, fácil, sin pérdidas humanas ni costos onerosos.
Así como esta enfermedad ha desnudado el temple de las personas, igual ha puesto en evidencia las carencias sociales y económicas de este país tan próspero. Conforme se acentúan las medidas que buscan atenuar los contagios, emerge la precariedad del trabajo informal, la devastadora burbuja inmobiliaria y sus rentas impagables, el abuso de sustancias, el olvido con que se castiga a la población aborigen y, sobre todo, la soledad.
Pareciera una minucia, pero el tejido social es débil, a pesar de que sus integrantes sean ricos, y una vez que las turbulencias amainen muchas carencias serán más visibles. Por lo pronto, el rol de los mercados, la mano mágica que todo lo regula, emerge insuficiente para retos de esta magnitud. El afán por desregularizar y limitar las capacidades estatales tendrá que evaluarse bajo amenazas que, hasta ahora, solo han provocado peticiones de rescate de las corporaciones que ayer desafiaban al estado por anacrónico.
Pero la realidad impera. Los días se suceden vertiginosos: la danza de los números, los planes rotos, la incertidumbre que paraliza: todo lo que era extraordinario ahora es normal. Lo doméstico es casi asunto de seguridad nacional, y lo que era impensable es posible: la estampa del fin del verano es una playa vacía.
Cuando todo esto termine, el vuelo de una mariposa tendrá otra vigencia.
Es escritor. Reside actualmente en Sídney