Carlos Santana. Foto: OCESA / Lulú Urdapilleta

Vive Latino: Muerte y resurrección del rock

El Vive Latino llegó a su vigésima edición en medio de la contradicción entre el espíritu antisistema que le dio origen y el enorme éxito comercial del que goza.
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Cuando asistí este fin de semana a la vigésima edición del Festival Vive Latino, temí que iba a constatar la muerte del rock mexicano. Pero noté que más bien está vivito y coleando –aunque algo avejentado–, e incluso ha encallado en la cultura popular como parte de los géneros que fluyen por el enorme mainstream musical de este país. Para algunos que vivimos o estudiamos el rock como una música contestataria, esto podría ser equivalente a firmar su acta de defunción. Pero cuando se escucha a 60 mil personas en el Autódromo coreando a todo pulmón las letras de las canciones que eran parte de la cultura alterna de la segunda mitad del siglo XX en México, resulta difícil firmar dicha acta. Lo mismo cuando abundan las consignas sociales y las críticas abiertas a Trump o al gobierno en turno. En el Vive estuvo presente esa vena contestataria que caracteriza al rock.

Aún así, con su diversidad de espacios culturales, zonas recreativas, actividades artísticas más allá de la música y público diverso, el festival es complejo, lleno de contradicciones: existen stands de algunas de las marcas más comerciales y es imposible salir de ahí sin tener en mente a buena parte de los patrocinadores. Pero junto a esos stands espectaculares se hallan los del Tianguis del Chopo o las disqueras independientes, todos con la misma avidez de arrancar un cacho del bolsillo de los consumidores. En el festival se respira la vibra antisistema y la consumista a la vez: el sábado por la noche, un minuto podía estar escuchando a la banda española anarquista, Ska-P, lanzando consignas contra la doble moral, el capitalismo salvaje y a favor de la diversidad sexual y la multiculturalidad, para después ser arrastrado por la corriente humana al escenario donde se presentaba el grupo de norteño pop Intocable que, desde una perspectiva musical e ideológica, podría considerarse la antítesis del anterior. Ahí, en un escenario desbordado, observé a varias personas con playeras antifascistas de Ska-P que antes habían escenificado un slam monumental gritando “¡viva la revolución!” y ahora cantaban a todo pulmón el popular estribillo “y todo para qué”, de Intocable. 

Durante años, el público del Vive se resistió a recibir a cualquier género alejado del rock, y manifestaba su inconformidad lanzando objetos y mentadas por igual: así lo sufrieron los españoles de Dover en 2000 y Amaral en 2006, así como Natalia Lafourcade (2003) y los puertorriqueños de Calle 13 (2007), cuyo sonido estaba demasiado cercano al reggaetón para el público de entonces. La brecha hacia la música tropical fue abierta por Celso Piña en 2010 y posteriormente por Los Ángeles Azules en 2013, aunque estas bandas, en buena medida gracias al productor Toy Hérnandez, habían tenido un acercamiento a la música alternativa. En una reciente charla que tuve con Pastor, percusionista de Rastrillos, él recordaba que el reggae mexicano también tuvo gran dificultad para integrarse al festival, dada la intolerancia del público. El hip-hop y la electrónica también pasaron por duros “rituales de iniciación” para consolidarse en los carteles del festival, pese a ser movimientos alternativos.

Ese purismo del rock se ha ido diluyendo, de tal forma que por el festival han desfilado bandas otrora consideradas antagónicas, como Bronco y, ahora, Intocable. Este año también hubo otros invitados que antes podrían haber sido impensables, aunque tienen más relación con el rock –como figuras influyentes– y ayudan a explicar cómo se ha incrustado en la cultura popular. La participación de Óscar Chávez tiene mucho sentido para los iniciados en el rock, aunque para el mismo cantautor quizá fue una sorpresa. Hace unos meses charlé con él y enfatizó su lejanía del rock. Él pertenece a una generación cuyos contemporáneos rockeros distaban de la crítica sociopolítica presente en la obra de Chávez. Pero las generaciones posteriores al Festival de Avándaro (1971) tenían otra visión más crítica. Eso lo hizo patente Dr. Shenka, cantante de Panteón Rococó, cuando subió al escenario a cantar con Óscar Chávez, en otro momento entrañable del festival, y le declaró sobre el escenario la admiración y respeto que tiene por él la comunidad rockera. El cantante octogenario subiría más tarde a cantar una pieza con Caifanes.

El domingo, la Orquesta de Pérez Prado abrió el escenario principal del festival. De nuevo pudo verse un acercamiento entre géneros contrarios. Aunque en los años cincuenta el mambo fue incluso apoyado por grandes consorcios televisivos para tratar de frenar el empuje de la “moda” del rock, la generación del boom del rock nacional (de fines de los ochenta e inicios de los noventa), y en particular Maldita Vecindad, adoptaría diversos elementos ligados a la cultura del mambo de esa época. Así, puede entenderse que Rubén Albarrán, cantante de Café Tacvba, y Pato, guitarrista de la Maldita, subieran al escenario con la orquesta, en otro momento memorable del festival.

También resultó curioso ver que junto al tercer escenario hubiera una zona llamada “El Parque”, para que los padres de familia llevaran a sus hijos; más adelante, una feria con rueda de la fortuna y sillas voladoras se erigía en el horizonte. Desde ahí los infantes seguramente habrán escuchado el hardcore latino de Machingon, o el repertorio de Fermín IV, veterano del hip-hop mexicano, quien aprovechó la ocasión para tocar algunos temas de Control Machete, banda que fundó y que fue pionera del género en México.

Ahí mismo se escucharía más tarde la cumbia psicodélica rockera de Sonido Gallo Negro, que traía de nuevo la frescura al festival. Días antes había platicado con Gabriel López, fundador del grupo, quien precisamente afirmaba que el rock ya no se centraba en un género o una instrumentación musical, sino en una visión artística y un estilo de vida. Él hallaba más actitud rockera en la “cumbia sonidera chilanga” que en varias bandas que tocan rock.

Hace tiempo, a raíz de una investigación, teoricé sobre un triángulo dialéctico del rock, que lo ayuda a renovarse: a partir de la misma visión contestataria de la cultura del rock, las nuevas generaciones se desmarcan de la anterior, planteando innovaciones al género. Los vértices del triángulo son la innovación, la búsqueda y la ruptura. El flujo constante y bidireccional entre las tres acciones es lo que mantenía al rock en cambio y movimiento permanente: transformaba su estilo, música y el discurso. Así se pasó del rock and roll al rock, de ahí al punk, posteriormente al heavy metal y más adelante al grunge. Cada generación denuesta a la anterior por haberse “vendido” al sistema. Ahora, ese triángulo dialéctico parece haberse roto y las innovaciones musicales ya no surgen del rock. Es eso lo que detectó Gabriel López cuando me dijo que había más actitud rockera –innovación y contracultura– en otros géneros.

Con esto regresamos al Vive Latino y la complejidad que enfrenta en la actualidad. El festival es, sin duda, un éxito indiscutible. ¿Acaso no deseamos desde la década de 1970 contar con un festival con ese nivel de producción y exaltación de los valores del rock, sin la censura que el género enfrentó en las décadas posteriores a Avándaro? Sí, y haber escuchado este fin de semana de nuevo a miles de personas cantar jubilosamente piezas como “Viento” (Caifanes), “El microbito” (Fobia), “El fin de la infancia” (Café Tacvba), “Triste canción” (El Tri) o “Duerme soñando” (El Gran Silencio), me erizó la piel. También disfruté la irreverencia de Alex Lora al frotarse una máscara de Trump en la entrepierna o pedir una rechifla al “pinche gobierno transa huachicolero”, así como la sátira, quizás involuntaria, que hizo el cantante de Café Tacvba al decir que había que pedir permiso a “Tezcatlipoca el negro” antes de tocar una canción. El concierto de Santana y su conexión visual con Woodstock –a través de los videos proyectados durante su presentación– cerró de manera excelsa el círculo contestatario. 

El problema principal es que el promedio de edad de los headliners se comienza a acercar peligrosamente al del gabinete presidencial actual y, aunque siempre es agradable escuchar a los clásicos, lo ideal es hacerlo en conjunto con una cantidad similar de propuestas más frescas. Deben apurarse a encontrar ese “rock” que ya no es rock, y que de hecho no está tan perdido: quizás un ojo al elenco que estuvo el pasado febrero en el festival Bahidorá pueda ayudar.

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Sociólogo, etnomusicólogo, periodista y DJ.


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