“Yeah baby, we made it!”. Una pareja de neozelandeses grita al unísono, con las manos entrelazadas y en alto, en señal de victoria, luego de recoger su equipaje en el área de llegadas de la terminal 5 del aeropuerto John F. Kennedy. El movimiento de pasajeros, tripulantes, guardias de seguridad, empleados y afanadores parece más frenético que de costumbre. “Fueron casi dos días de viaje pero estamos seguros de que valdrá la pena”, dice Joe, el mayor de ambos, sobre su periplo desde los Mares del Sur hasta la Gran Manzana para participar en las celebraciones en torno al World Pride, un evento organizado cada tres o cuatro años por el consorcio de promotores y productores conocido como InterPride con el propósito de dar visibilidad global a la agenda de derechos LGBT. “You bet!”, responde Will, el más joven, sin soltar de la mano a Joe, mientras se encamina hacia la fila de taxis con destino a Manhattan.
Justo enfrente, entre los luminosos espacios públicos del recién inaugurado hotel TWA, el movimiento de gente que entra, sale, come, bebe o simplemente pasea y hace tiempo es igual de abrumador. Como Joe y Will, muchos vinieron desde lejos para el World Pride: un grupo de quincuagenarios barbones con chalecos de cuero y gafas oscuras hablando en alemán bávaro, jóvenes francesas portando camisetas de la organización Act Up, una pareja de sexagenarias suecas y un británico de ascendencia paquistaní que viajó solo. El mundo, literalmente, se da cita en Nueva York para celebrar el “orgullo” de ser y de estar, en la ciudad que lo vio nacer como movimiento, como idea, como resistencia y como necesidad.
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“Era algo que teníamos que hacer en honor a los que empezaron esta lucha que ahora se ha convertido en celebración”, afirma Tom, uno de los cientos de organizadores que anualmente convocan a la marcha del orgullo en Nueva York y que hace tres años presentaron de forma conjunta la candidatura para que la ciudad albergase el World Pride. Nacido en Roma en el año 2000, el festival ha tenido cuatro ediciones: Jerusalén (2006), Londres (2012), Toronto (2014) y Madrid (2016); tras su edición neoyorquina, que reúne, a lo largo de una semana de eventos, fiestas, conferencias y actividades, a casi tres millones de participantes, llegará a Copenhague en el 2021. “Hoy para nosotros, aquí, se vuelve a hacer historia”, agrega Tom, ahora con micrófono y una empoderada voz desde el escenario erigido en el cruce de las calles de Waverly Place, Gay Street y Christopher Street, en el corazón del Greenwich Village y a escasos metros del afamado bar Stonewall Inn, reconocido ahora como monumento nacional. El rally de viernes por la tarde sirve de marco, contexto y memoria para conmemorar el medio siglo de los disturbios que dieron nacimiento al movimiento LGBT y de punto de partida al fin de semana culmen del World Pride, en el que ocurrirán el festival musical Pride Island en el Pier 97 y la gran marcha del orgullo del domingo 30 de junio.
El cuadrante ha sido cerrado a la circulación y es resguardado por un numeroso contingente del departamento de policía de la ciudad que, contra su costumbre, se amalgama perfectamente en el ambiente: ahí está el musculoso oficial afroamericano lleno de tatuajes que pasea su porte y belleza entre recién conversos admiradores y la joven y portentosa oficial originaria de Brooklyn que ostenta con garbo un pin con la bandera arcoíris en el uniforme.
Desde el estrado, Tom y los demás maestros de ceremonias invitan a políticos locales, como el alcalde de la ciudad Bill de Blasio y la senadora Kirsten Gillibrand, ambos precandidatos demócratas en la carrera por la Casa Blanca del próximo año; a líderes comunitarios; a patrocinadores y a algunos de los sobrevivientes de aquella noche de verano de 1969. Los oradores se intercalan con intervenciones musicales y con una batucada que recorre los cada vez más estrechos huecos entre la creciente audiencia. Hay un grupo de adolescentes, chicos, chicas y gender non conformingvenidos en tren desde la parte rural de Nueva Jersey; varios amigos venezolanos bebiendo ron en latas de Coca-Cola; un colectivo de lesbianas de la tercera edad; varios activistas denunciando la perenne indigencia de jóvenes negros LGBT; múltiples cámaras y presentadores de televisión, lo mismo de Japón que de Fox News, haciendo tiros en vivo en medio del rally; cientos de caras sonrientes en un sinfín de poses para lograr la selfieperfecta con el letrero neón del Stonewall y las omnipresentes banderas arcoiris. “Equal marriage is now the law of the land”, “bienvenidos a la ciudad con la población LGBT más grande del mundo”, “la lucha sigue”. Las intervenciones despiertan la emotividad, los aplausos y los gritos de los presentes, que, por cierto, cada vez son más.
“Para mí es muy personal, me alegra ser testigo de todo lo que hemos avanzado y a la vez me entristece la continua fragilidad de nuestros derechos”, me comparte un afable Paul mientras presencia a lo lejos el jolgorio y las arengas. A sus casi ochenta años ha venido desde Filadelfia, donde ahora reside, para participar en los eventos del fin de semana. “Todavía lo recuerdo como si fuera ayer”, agrega sobre la noche de hace cincuenta años cuando, con muchos otros, fue sorprendido en el Stonewall. “It was our happy place”, añade con una media sonrisa nostálgica.
Cuando la policía neoyorquina irrumpió la madrugada del 28 de junio de 1969 en el Stonewall Inn para realizar una más de las redadas con las que consuetudinariamente acechaba al recinto, poco imaginaba Nueva York el rol que le tocaría jugar en la historia del movimiento LGBT. Los enfrentamientos entre los patronos del bar, viandantes del Village y agentes en uniforme y de paisano de la brigada de moral pública de la NYPD, se extendieron hasta las cuatro de la mañana y culminaron con 13 arrestos, una docena de heridos, incluidos cuatro policías, e incluso un desaparecido: uno de los chicos que vivía en el pequeño parque frente al bar nunca volvió a ser visto. Sobre todo, ayudó a un colectivo heterogéneo y criminalizado por la ciudad y por la sociedad a expresar abierta y públicamente su conciencia de grupo mucho más allá de los muros del Stonewall Inn. Un colectivo al que unían los motes despectivos y los descalificativos fortuitos; obscenos, enfermos mentales, indecentes, pecadores, criminales, lujuriosos, degenerados, lascivos. Los días que siguieron a aquella madrugada de inicios de verano vieron enfrentamientos aún más agresivos y continuos entre las fuerzas del orden y la diversa pero empoderada geografía humana del Village. Homosexuales y lesbianas, travestis y bisexuales, y varios otros que escapaban y escapan a cualquier tipo de etiqueta se conformaron en un ejército que reclamó para siempre como propio ese característico rincón del bajo Manhattan.
“Happy Pride!”, anuncian desde el escenario a manera de colofón, recordando a todos la marcha del domingo. La fiesta, sin embargo, apenas empieza y las calles del derredor así lo atestiguan. Los afortunados lograron entrar al Stonewall Inn a tiempo, la fila para ingresar ahora es impensable. Qué mejor lugar para celebrar que aquel en donde todo pasó, la noche precisa en que todo inició.
Pero adentro no todo es fiesta. “Deberíamos llamar a la policía”, arremete uno de los presentes, sin pelos en la lengua, cuando pasada la una de la mañana una mujer trans afroamericana interrumpe el show, se hace con el micrófono de la presentadora y denuncia la hipocresía del festejo. “Cuando hay mujeres trans muriendo todos los días, no todo es celebrar, hay que luchar”, sus palabras resuenan en muchos oídos sordos, los gritos para acallarla y sacarla del bar aumentan. La mayoría de los clientes del Stonewall de esta noche, hombres homosexuales blancos, no difieren mucho de los de aquella otra noche de hace medio siglo. Lo inefable es que sean ellos ahora quienes quieran que la policía se apersone en el bar cuando una mujer negra trans toma el micrófono.
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Cruzando el East River, al interior de Queens, en el laberinto de olores, sudores, personas, comercios y coches que es la poco ilustre pero muy conocida avenida Roosevelt, se escucha un bullicio ensordecedor a las puertas del Club Evolution. Las “noches picantes” del club nocturno son el lugar de encuentro favorito entre la copiosa comunidad LGBT y afín de origen latinoamericano de Jackson Heights, más aún cuando se trata de la semana del World Pride. Los trenes que pasan por las vías elevadas de la Roosevelt son tan estruendosos como el público y las hostessdel lugar. “Estamos en casa, estamos de fiesta”, añade una sonriente Deisy Flores, “hay que celebrar”, conmina antes de mandar un beso apretando sus labios maquillados de rosa pálido a un grupo de conocidos que se acercan a hacerse una foto.
Deisy tiene razón, motivos para festejar hay muchos. Nacida niño en un remoto pueblo de El Salvador, fue abandonada por su familia al poco tiempo de nacer, por circunstancias que prefiere no recordar. A los quince años, tras presenciar el asesinato de tres amigos cercanos, con los que entonces vivía, decidió escapar de una muerte segura y emprender camino hasta la fronteriza ciudad mexicana de Tijuana para cruzar, de forma indocumentada, a los Estados Unidos. Así llegó hasta Nueva York, donde vive desde entonces. “Como menor de edad afeminado, sin saber hablar inglés y sin papeles, el inicio fue muy difícil”, reconoce la hoy activista a favor de los derechos LGBT. Con menos de un año en Nueva York, fue secuestrada por su expareja y forzada a prostituirse. Pasó dieciocho meses en la funesta prisión de Rikers antes de ser exonerada por un robo que no cometió. Vivió en la calle y sufrió vejaciones, pero con el tiempo y con el apoyo de organizaciones y de la misma administración pública de la ciudad, pudo finalmente levantar cabeza e iniciar su proceso de transición de género.
“Ha valido la pena”, dice la hoy treintañera, que participa en las marchas a favor de los derechos de las mujeres latinas transgénero que se celebran anualmente en Queens como parte del mes del orgullo gay. En cada edición suman más voces, desde oficiales de la policía hasta miembros de las comunidades guyanesa, afroamericana, caribeña y bangladeshí. Pero, de acuerdo con las estimaciones de la organización Make de Road, los ataques con martillos, motosierras o machetes contra mujeres trans en Jackson Heights se han triplicado a comparación del año inmediato anterior durante los últimos doce meses. “Ya basta de que nos digan tú no existes, tú no eres nadie”, denuncia enérgica la neoyorquina de El Salvador, antes de aceptar la invitación a bailar de un desconocido admirador mientras comienzan las primeras notas de una canción de Juan Gabriel, “Abrázame muy fuerte”.
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“Compramos las entradas hace cinco meses y estamos que no cabemos de la emoción”, afirma Jose en la fila para ingresar al festival musical Pride Island, cuyo cartel incluye a Madonna y a Grace Jones. Las localidades se agotaron hace semanas, pero algunas pueden encontrarse en el mercado de reventa por varios cientos de dólares encima de su valor original. Venido desde México con un grupo de tres amigos, Jose, como la gran mayoría de visitantes foráneos llegados al World Pride, dejará a su paso por la ciudad que nunca duerme una pequeña fortuna invertida en parafernalia alusiva y en boletos para las actividades del programa. “Ayer estuvimos en Horse Meat y mañana volvemos aquí para el cierre”, agrega el joven veinteañero con gran satisfacción.
La comercialización en torno a esta última semana de junio es omnipresente en una ciudad que no se intimida cuando de demostrar su potencial capitalista y de consumo se trata. Gimnasios, zapaterías, salones de belleza, restaurantes, bares, líneas aéreas, hoteles, tiendas departamentales, de ropa y de diseño, farmacias e incluso veterinarias están pintadas con banderas arcoíris y utilizan en su propaganda y eslóganes la palabra pride. Promociones y ofertas pululan y hacen irremediable pensar que el “orgullo”, en Nueva York se ha banalizado al grado que lo ha hecho la Navidad. En las calles, preparándose para la masiva marcha que está a punto de comenzar, vendedores de gorras, camisetas, brazaletes y banderas hacen su agosto a finales de junio.
Sin embargo, los cientos de miles que a lo largo del último día del mes y del World Pride se apersonan desde Times Square hasta el Village en cada cuadra y en cada esquina vestidos de felicidad, dan prueba de que el espíritu verdadero de esta fecha no podrá perderse nunca. Familias homoparentales y heteroparentales, abuelos y abuelas, jóvenes chavorrucos y adultos contemporáneos. Donatella Versace, Conchita Wurst, Shangela. En Nueva York, la fiesta y el orgullo, al menos hoy, son de todos. Ocho horas de reír, de gritar, de bailar, de andar, de celebrar, de recordar, de no olvidar. Media ciudad tomada por ese grupo que no se toma en serio y al que todavía, con demasiada frecuencia, no se toma en cuenta.
Al cerrar el día y caer la noche, habiendo culminado el World Pride y terminado la marcha, en el bar del barrio, una joven pareja se da un beso con la intensidad de la primera vez. Pasan desapercibidos. Love wins. Ídose el mundo siempre queda Nueva York.
(Ciudad de México, 1977) es diplomático, periodista y escritor; su libro más reciente es “África, radiografía de un continente” (Taurus, 2023).