Es difícil percibir cuáles son las motivaciones detrás de las decisiones de la administración Obama en materia del rescate de instituciones financieras y el uso de gasto público. Ahí hay tres fuerzas en clara contienda: el poderoso cabildeo del sector financiero, la presión política por cumplir con las promesas hechas en campaña y las voces que invitan a la cordura fiscal ante la posibilidad de crear una situación tan delicada que acabe traduciéndose en una débil y frágil recuperación económica después de la crisis.
En mi opinión, es en el tema fiscal donde se ha decidido tomar riesgos. Las medidas recientemente patrocinadas por la administración Obama buscan resolver crisis puntuales “a billetazos” y el costo será provocar menor crecimiento económico en el futuro. Desafortunadamente, parece confirmarse la decisión de que sea el contribuyente quien pague los platos rotos.
Más preocupante me parece que la aún flamante administración de Obama busque vías para asegurar el descomunal gasto sin tener que enfrentar al congreso, pues es el congreso, después de todo, el fundamento democrático. Si el contribuyente va a pagar, es su representante en el congreso quien tiene la capacidad de aprobar –o cuestionar– el gasto.
Como escribí antes en El Caballo de Troya de Obama, muchos de los elementos de las decisiones presupuestales pueden tener un contenido ideológico más profundo. Lo que empieza a estar fuera de duda, sin embargo, es la necesidad futura de impuestos nuevos para financiar el gigantesco gasto. Clive Crook (Financial Times, “The fiscal hole that must be filled”, 6 de Abril de 2009) dice que Obama tendrá que elegir entre la bancarrota y un impuesto nacional al valor agregado. Lejos de lo que creen las mentes “de izquierda”, es absurdo pensar que la solución está en crear simplemente más impuestos para los ricos. En Estados Unidos, 45% del impuesto sobre la renta se recauda del 10% más rico de la población; en Inglaterra se recauda 39%, en Francia 28% y en Suecia 27%. (Sin duda parte de esto se explica por una distribución del ingreso más desigual en Estados Unidos.)
Los nuevos impuestos siempre son inoportunos. Pero éstos lo serán aún más, pues llegarán cuando el consumo privado todavía esté deprimido. Las familias estadounidenses, antes que gastar, necesitan recuperar sus niveles básicos de ahorro, algo que puede tomar muchos años.
Como parte de la debacle fiscal, que ya incorpora déficits anuales de más de un millón de millones de dólares por la próxima década (sin considerar el déficit de 12% del PIB que será generado por el rescate), no sabemos cuánto dinero se requerirá para nuevos rescates en el sector financiero, en el automotriz y en todos los que el gobierno de Obama decida calificar como estratégicos. Éstos ocurrirán, sin duda, y no están dentro del presupuesto. Han salido a la luz pública los primeros y, para fondearlos, Obama, Geithner y Summers decidieron evitar la lucha con el congreso y mejor saquear a aquellas entidades que están bajo el control del ejecutivo, principalmente el Banco Central.
Es inquietante ver que las medidas propuestas por Obama le restarán transparencia a los mercados; esa transparencia es la condición necesaria para que el proceso de limpieza sea factible a largo plazo. Otra cosa sería si se dejara simplemente que los precios bajos –relativos al precio implícito– sedujeran por sí mismos a los inversionistas potenciales.
Las medidas adoptadas parecen asumir que la participación privada sólo puede darse amparada por la oferta de apuestas asimétricas donde el inversionista gana, si todo sale bien, pero no pierde si todo va en su contra.
Es columnista en el periódico Reforma.