Great expectations (primera parte)

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Se acaban de celebrar los 40 años de la primera caminata lunar. La recuerdo vivamente. En ese momento las portadas de revistas, las campañas publicitarias, todo se relacionaba con el evento. Recuerdo también que un novio de mi hermana mayor, para quedar bien conmigo, me trajo de Estados Unidos el juguete más sofisticado que habría de ver en años: un carísimo cohete cuya envoltura ilustraba cómo se alzaría por los cielos, emulando al Apolo en su mejor momento. Fue tal el asombro de todos en mi familia al ver el prodigioso obsequio que tíos y primos suplicaron ser invitados al momento del lanzamiento. La fecha llegó, fuimos al Parque de Chapultepec en la Ciudad de México, armamos todo tal como lo indicaba el instructivo, hicimos a coro la cuenta decreciente y el hermoso cohete se levantó dos o tres metros antes de caer extenuado, como si hubiese volado de ida y vuelta a Marte.

La expectativa ante aquel acontecimiento se asemeja a la que hoy hay con respecto a lo que se cree que hará la economía, una vez que haya tocado fondo. Con bombo y platillo, todos los medios informativos celebran el suceso. La economía estadounidense probablemente lo hará en la segunda mitad del año, para después deslumbrarnos con su prodigioso ascenso. Además, se glorifica que Europa sobrevivió a la hecatombe, que los mercados emergentes han sorprendido por su temple y que la economía china se ha consolidado como el nuevo propulsor del crecimiento mundial.

El inconveniente no está en la evolución de la natural y aceptable estabilización después del terremoto, sino en las maniáticas –e inalcanzables– expectativas que se han propagado en forma más rápida y más peligrosa que la influenza.

Como siempre, habrá una serie de fuerzas encontradas que acabarán definiendo el futuro. Hablemos primero de las positivas. Sin duda, el estímulo fiscal que se está inyectando no tiene precedentes. Sin considerar, por ahora, las consecuencias de largo plazo de éste, hemos visto que el resultado inmediato es el equivalente al que resultaría de aplicar un choque eléctrico con un desfibrilador en alguien que sufre un paro cardiaco. La descarga es suficiente para que el corazón vuelva a latir, pero no garantiza que la causa del infarto esté superada. Que el corazón siga o no latiendo a largo plazo dependerá de si las arterias están o no tapadas, de si la salud cardiovascular del paciente lo permite y de muchos otros elementos más. Usualmente, el paro es sólo un síntoma de uno o muchos otros problemas mayores. La pregunta clave es si se están confrontando esos problemas o si sólo se cruzan los dedos esperando que el choque eléctrico obre milagros.

Los mercados parecen celebrar que la pesadilla ha terminado y que la recuperación será duradera, que el resultado del choque eléctrico hará que la resucitación parezca el cotidiano despertar de una siesta. Un argumento positivo, ciertamente, es el hecho de que el gasto del titánico paquete de estímulo fiscal de la administración de Obama se ha retrasado, y será principalmente ejercido el año que viene. Ha sido sorprendente, también, la fortaleza mostrada por los reportes trimestrales de las empresas de tecnología y de algunos bancos, como Goldman Sachs.

Pero muchas señales de alarma están siendo ignoradas. La principal, y perdone mi insistencia, es el deterioro del empleo. No sólo hay más gente sin trabajo, sino que aquellos que lo tienen están trabajando menos horas por semana, y ganando menos por hora de trabajo. La semana laboral se ha recortado en alrededor de 45 minutos, como promedio nacional. Eso quiere decir que si los empleados estuviesen trabajando jornadas laborales como antes, el desempleo sería 11.5%, no 9.5%. La cifra es también engañosa debido a que no contabiliza a mucha gente que se ha dado por vencida y dejó de buscar empleo, o a aquellos que por no encontrar uno de tiempo completo trabajan medio tiempo. Como he dicho antes, en su definición más amplia, el desempleo rebasa el 16.5%.

Como ha ocurrido en recesiones anteriores, el desempleo seguirá creciendo cuando menos un año después de que la economía deje de decrecer. Se estima que se seguirá perdiendo más de medio millón de empleos en promedio cada mes por lo que resta del año. Las secuelas de ese fenómeno serán amplias, más por las características de esta crisis.

El primer y más obvio efecto será sobre el consumo. Éste no va a recuperarse pronto. El siguiente, el más dañino, sobre el crédito. El crecimiento en el impago de tarjetas de crédito, de todo tipo de crédito individual, del crédito al consumo, y de las hipotecas, seguirá carcomiendo el capital de los bancos. Esto ocurre mientras los bancos tienen que reducir su apalancamiento, por lo que la disponibilidad de crédito será mínima. La presión deflacionaria también resultará afectada. Se podrá pagar menos y menos por los trabajadores ansiosos por reemplearse y, aun con la economía creciendo, tomará mucho tiempo revertir el proceso. Por si fuera poco, la movilidad geográfica de los desempleados para ir de los lugares más golpeados a los que no lo han sido se verá limitada porque mudarse implicaría tomar fuertes pérdidas en el valor de sus viviendas al venderlas.

Cuando las empresas se empiecen a recuperar, empezarán por darles más horas por semana a los empleados que tienen, después emplearán de tiempo completo a quienes hoy trabajan medio tiempo y, hasta el último, buscarán empleados nuevos. Durante todo ese trayecto, las carteras de crédito de los bancos seguirán deteriorándose.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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