Una de las propuestas que han adquirido protagonismo en el debate público durante estos tiempos de confinamiento ha sido el anuncio por el Gobierno de un “ingreso mínimo vital”, una prestación económica de competencia estatal dirigida a personas en situación estructural de carencia de ingresos con el fin de que puedan garantizar las necesidades básicas de sus hogares.
Aunque se plantea como una política estable y de carácter permanente, su puesta en marcha se habría adelantado para dar respuesta a la situación de todas las personas en situación de desempleo y carencia de ingresos durante la actual crisis sanitaria de la Covid-19.
Muchos expertos han señalado cómo, sin negar la oportunidad de una prestación de esta naturaleza con vocación de permanencia, en estos momentos la prioridad debería ser articular una ayuda que llegue de manera ágil y rápida a personas que carecen de una fuente de ingresos y a las que no se les puede exigir, ni técnica ni moralmente, que busquen una mientras dure el confinamiento. En esta línea se han pronunciado, con distintas propuestas, personas tan dispares como Luis de Guindos, Toni Roldán, José Ignacio Conde-Ruiz, Sara de la Rica y Lucía Gorjón, entre muchos otros.
Pese a ello, parece que el Gobierno habría descartado la posibilidad de esta ayuda extraordinaria, optando en su lugar por adelantar los trabajos de la propuesta de ingreso mínimo vital que figuraba en su acuerdo de coalición. Esta alternativa presenta, a mi juicio, algunos inconvenientes. Para entenderlos se debe considerar en primer lugar que ambas medidas responden a necesidades diferentes. Mientras que una ayuda extraordinaria busca ofrecer una respuesta rápida a quienes carecen de medios y no pueden procurárselos durante la pandemia, el ingreso mínimo vital pretende asegurar esos mismos medios a personas que, aun trabajando, y con independencia de las restricciones de la pandemia, se encuentran en una situación de riesgo de exclusión social o de privación material severa.
Siendo así, tratar de cubrir esas dos necesidades diferentes con una única prestación plantea importantes limitaciones. Una ayuda extraordinaria circunscrita a la emergencia sanitaria de la Covid-19 permite ser algo menos exigente en cuanto a los requisitos para su concesión, priorizando la celeridad, y minimizar los posibles efectos negativos sobre los incentivos al empleo. Sin embargo, una prestación estructural, como el ingreso mínimo vital, requiere de un diseño mucho más cuidadoso para asegurar su eficacia.
En cualquier caso, visto que el Gobierno se ha decantado finalmente por adelantar este ingreso mínimo vital, queda debatir qué características debería cumplir esta prestación. Aunque todavía se desconocen los detalles sobre su diseño, de la información que se ha avanzado se puede desprender que se tratará de una prestación no contributiva dentro del sistema de la Seguridad Social, que complementará de algún modo las actuales rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas, que será compatible con trabajar, que su cuantía variará en función de la tipología del hogar (p.ej. número de menores a cargo, si se trata o no de un hogar monoparental, etc.) y que beneficiará en torno a un millón de hogares. Estas características, al menos a primera vista, recuerdan al modelo de prestación propuesto por la AIReF en 2019.
También se ha valorado la posibilidad de que para su reconocimiento se tuviese en cuenta, además de los ingresos, el patrimonio del beneficiario y que su concesión implicase la obligación de realizar la declaración de la renta o permitir algún tipo de control por parte de la Agencia Tributaria. No obstante, parece que se estaría estudiando que, al menos en una primera fase, para su reconocimiento bastase con presentar una declaración responsable, previsiblemente a fin de permitir que la prestación pueda responder a las necesidades de los ya afectados por la pandemia de la Covid-19.
Una de las cuestiones que más preocupan en torno a este tipo de programas es cómo ajustar el diseño de la prestación para que su percepción no desincentive la búsqueda de empleo. Con esa pregunta en mente, Sara de la Rica y Lucía Gorjón analizan el impacto de la Renta de Garantía de Ingresos (RGI) del País Vasco. Sus resultados parecen descartar la posibilidad de que la RGI influya negativamente en las probabilidades de incorporarse a un empleo, gracias a las particularidades del diseño de esta prestación.
Primero, la compatibilidad con el trabajo, que evita que la renta actúe como barrera para el empleo. Segundo, el estímulo que supone la forma en que complementa los ingresos laborales. Así, la cuantía de la prestación se va reduciendo a medida que aumentan los ingresos por trabajo del beneficiario, pero en una proporción menor, asegurando que, mientras se mantiene esta compatibilidad, los ingresos totales del beneficiario son siempre mayores trabajando que solo cobrando la prestación.
Otro de los elementos que protagonizan el debate es la condicionalidad de esta ayuda, esto es, qué contrapartidas se piden a sus beneficiarios. En el caso de las rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas, es habitual que para su reconocimiento se exija la suscripción de algún tipo de compromiso de participación en acciones para mejorar su potencial de inserción, adaptadas a sus circunstancias específicas y a sus condiciones de vulnerabilidad.
No obstante, en el caso del ingreso mínimo vital, al tratarse de una prestación de gestión estatal, resulta más complicado asegurar el cumplimiento de esta condicionalidad, ya que las competencias relativas al diseño, ejecución y supervisión de las acciones de inserción de los beneficiarios corresponden en exclusiva a las Comunidades Autónomas. De este modo, aunque el Estado pague, el desarrollo de estas acciones requiere necesariamente del concurso de las administraciones autonómicas. Y sin estas acciones de inserción, cualquier prestación de esta naturaleza no será otra cosa que una mera subvención, que permitirá que todos sus beneficiarios puedan cubrir las necesidades básicas de su hogar, sí, pero que será ineficaz para contribuir a que esos mismos beneficiarios adquieran las condiciones básicas para vivir con libertad y autonomía.
Por último, un aspecto crucial para asegurar tanto la eficacia como, sobre todo, la viabilidad de una prestación de estas características es su encaje con otros recursos existentes, en particular con las citadas rentas mínimas de inserción autonómicas, que, pese a las notables diferencias que presentan entre sí, tienen una naturaleza y una finalidad análogas a las del ingreso mínimo vital propuesto por el Gobierno.
¿Qué sería de ellas, de ponerse en marcha este ingreso mínimo vital? No está nada claro. Desde el Gobierno se ha señalado que la prestación estatal complementaría estas rentas autonómicas, pero sin ofrecer detalles sobre cómo sucedería. ¿Quiere decir esto que el ingreso mínimo vital será compatible con percibir una renta de inserción autonómica, o que dicho ingreso se concederá como complemento a quienes ya perciban una de estas rentas, buscando armonizar las prestaciones de las distintas Comunidades Autónomas?
En este segundo caso, ¿cómo se evitaría el incentivo perverso de las CCAA a reducir directa o indirectamente unas rentas que en cualquier caso serán complementadas por el Estado? Estas preguntas todavía están pendientes de respuesta, pero lo que está claro es que cualquier solución satisfactoria a este reto requiere de un esfuerzo de negociación y una voluntad de acuerdo, sobre todo por parte de las CCAA, que quizá resulten muy difíciles de alcanzar en el contexto de la actual crisis sanitaria.
Ramón Mateo es economista.