Uno de los aspectos interesantes de The Mind and the Market. Capitalism in Western Thought (2002), el libro del profesor de la Catholic University of America Jerry Z. Muller sobre los defensores y detractores del capitalismo, es que da perspectiva sobre algunos debates actuales y recuerda que algunas discusiones que a veces parecen nuevas llevan desarrollándose varios siglos. Es un libro de historia de las ideas, que en algunos aspectos podría emparentarse con Los filósofos terrenales, de Robert L. Heilbroner. Muller sigue a un puñado de autores. Entre ellos hay algunas figuras que aparecen en muchos libros de economía; también hay otros que son menos frecuentes, como Edmund Burke, Matthew Arnold o Hegel. A algunos de estos autores les dedica un capítulo; en ocasiones, une a dos o tres. La mayoría de ellos pertenecen a los ámbitos de la lengua alemana o inglesa. Hay un húngaro, Lukács, y un francés, Voltaire, el primer autor en un volumen que sigue una ordenación cronológica, con una introducción y una conclusión. El autor más reciente es Hayek. Todos los pensadores analizados son hombres nacidos en Europa. Quizá la mayor originalidad del libro está en su enfoque, interdisciplinar y al mismo tiempo estrecho. Aunque aparecen muchos de los temas importantes de la economía, también hay muchos que no salen. El centro del libro son las valoraciones del mercado y del capitalismo en el mundo occidental.
Muller emplea una definición de capitalismo que es económica, política y legal: “Un sistema en el que la producción y distribución de bienes es sobre todo confiada al mecanismo del mercado, basado en la propiedad privada y en el intercambio entre individuos legalmente libres”. Todos los pensadores del libro destacan el aumento de riqueza que genera el mercado. Pero había también valoraciones muy distintas. Muller rastrea la tradición de odio al mercado y el lujo en el pensamiento cristiano y durante la Edad Media: la idea de que había algo pernicioso en el beneficio, o en que el dinero generase dinero.
El desarrollo del capitalismo es inseparable de la Ilustración y coincide con el ascenso de la opinión pública. Voltaire, que como explica en el interesante capítulo que le dedica Muller fue un hombre de negocios de éxito y más de una vez inescrupuloso y desleal, creía que el comercio incrementaba la tolerancia. Elogiaba el Royal Exchange de Londres (donde tuvo que exiliarse) en esa línea: allí, explicaba, negociaban el musulmán, el cristiano y el judío, y el único infiel era quien se declaraba en bancarrota, y reivindicaba al artesano y el comerciante frente al aristócrata. (El mercado era también un argumento a favor de la igualdad ante la ley.)
También es brillante -aunque no muy novedoso- Muller cuando habla de Adam Smith: une su pensamiento económico a su trabajo sobre los sentimientos morales, explica la teoría de los beneficios colectivos de la búsqueda del propio interés (“el mercado era el mecanismo institucional más eficiente para canalizar el interés propio hacia la riqueza de la nación, y para promover el bienestar de la masa de sus ciudadanos”), pero también los peligros de los frenos que ponen los órganos intermedios y compañías privadas que tienden a conspirar para promover sus experiencias sobrepasando el libre mercado, o la importancia del bien común y de la “ciencia del legislador”. Aunque la división del trabajo presentaba muchas ventajas -como el aumento de la productividad-, tenía el efecto pernicioso de crear tareas simples y repetitivas, que podían ser empobrecedoras para las virtudes “intelectuales, sociales y materiales”. Esto afectaría al gran cuerpo de la gente, “a menos que el gobierno se tome la molestia de evitarlo”. Smith proponía un antídoto contra esa moderna degradación (uno de los temas del libro): la educación pública.
Una de las críticas más comunes al capitalismo es la idea de que destruye los viejos vínculos, las antiguas alianzas, las estructuras jerárquicas de comunidades y valores: acaba con la particularidad. Fomenta el individualismo y el desarraigo, y quiebra las lealtades. Esta idea, que va variando y renovándose con el tiempo, serpentea a lo largo del libro. Si Voltaire había insistido en la tolerancia que aportaba el mercado, y Smith había propuesto una visión cosmopolita y pacífica donde el libre comercio enriquecería a los países, el jurista Justus Möser (1720-1794), autor de Patriotische Phantasien, sería uno de los primeros en formular esta crítica. Muller lo presenta como uno de los más tempranos críticos de la globalización. Le gustaba que distintos pueblos tuvieran leyes distintas (y se oponía a los intentos de centralización burocrática), era partidario de una idea medieval de la producción no privada ni pública, sino vinculada al poder del señor del territorio, que podía restringir el movimiento de los siervos que allí vivían. Su concepto de la propiedad incluía el poder y la responsabilidad y debía frenar los procesos legales y económicos que privatizaban la propiedad y la hacían independiente del poder político. En el memorablemente titulado “Sobre la decreciente deshonra de las putas y sus hijos en nuestra época”, defendía la exclusión de las prostitutas para proteger al matrimonio: era prudente que el Estado creara incentivos para el matrimonio y contra la soltería y el sexo ilícito. La igualdad legal de los hijos naturales contravenía esta tendencia. La abolición de la servidumbre causaba problemas económicos y demográficos. Möser criticaba a los vendedores ambulantes, que solían ser judíos, y vendían productos de fuera a las amas de casa. El mercado destruía la cultura local, amenazaba a los trabajadores de la región y creaba nuevas necesidades.
Edmund Burke es especialmente conocido por sus Reflexiones sobre la revolución en Francia. Es un referente del pensamiento conservador; frente a la idea de la ruptura y del nuevo comienzo, de la libertad, enfatizaba una trama informal de familia, costumbres y vínculos, que no era inmóvil ni debía ser regresiva. Defendía las virtudes del mercado, y creía que el intelectual debía combatir los prejuicios populares en economía. Había en su pensamiento un cierto escepticismo hacia la razón humana, y hacia la idea de que podía crear de la nada un orden nuevo: escribió con desdén de los philosophes franceses. Aunque estas ideas se suelen observar desde el punto de vista de la política, aquí Muller las relaciona con la economía, subraya la conciencia de la importancia de la opinión pública por parte de Burke y cuenta sus intentos de reforma en el parlamento y sobre todo su larga lucha contra la rapacidad de la Compañía de las Indias Orientales, cuyos directivos subían los impuestos a la población nativa para pagar sus malas inversiones. Según Muller, Burke ayudó a que la compañía rindiera cuentas por su tratamiento de la población india y a poner fin a sus exacciones. Si su visión de la aristocracia y de la iglesia parece idealizada, para Muller sus advertencias sobre los límites de la mentalidad comercial y sus prevenciones ante la noción de la libertad de la elección como un fin en sí mismo son útiles.
En Burke aparecen dos temas que son muy importantes en el libro: el papel de las instituciones y el de los intelectuales. Muller también estudia la importancia que daba a esos dos aspectos Hegel, un defensor del mercado que reivindicaba la necesidad del Estado (el modelo era Prusia: un Estado protestante de origen pero secularizado) y su papel de mediación, a través de sus instituciones y de un servicio de funcionarios, y de generación de un patriotismo racional. Creía que el mundo moderno tenía una naturaleza ética, encarnada en sus instituciones: a esto lo llamaba Sittlichkeit, que tiene que ver con Sitte (costumbre) y se oponía a la Heiligkeit católica: una ética de la sociedad en general frente a una ética monástica. La propiedad privada, para él, significa que poseer algo no te daba poder sobre otros individuos (es interesante compararlo con Möser). Su importancia reside en las posibilidades para la expresión de nuestra individualidad.
Algunas de las críticas más célebres -acompañadas de un reconocimiento de su capacidad transformadora- al capitalismo y la burguesía parten de Karl Marx: “Expresaba el descontento de aquellos que, sin estar materialmente empobrecidos por el capitalismo, sentían angustia ante la necesidad de encajar en los canales vocacionales de la economía de mercado, de volcarse para encajar en un nicho profesional particular”. Muller, que no muestra simpatía por el personaje (aunque reproduce una queja que el propio Marx atribuía a su madre: ¡Si hubiera hecho algo de capital en vez de escribir sobre él!), apunta que lo más importante de Marx y Engels está en El manifiesto comunista; otras obras son un desarrollo de las ideas principales. Apunta un elemento psicológico: venir de una minoría religiosa y étnica fue importante para que propusiera una sociedad donde se borraran las diferencias nacionales y religiosas y donde se aboliera la ganancia de dinero. El romanticismo, con la idea del hombre como creador de la realidad, también le influyó, y contrastaba con la importancia de las instituciones para Hegel: Marx era más crítico con su actuación. En Marx y Engels hay un componente moral, y a juicio de Müller en su pensamiento se observa una reversión a un tiempo anterior, previo a la Ilustración. Al describir la confrontación entre capital y labor, resucitaron la crítica tradicional de la usura (la novedad, dice Muller, fue unirla a la división del trabajo, cuyo efecto fue el trabajo alienado). Un problema grave de la teoría económica -además de que a veces lo que presentaba como evidencia era muckracking y sensacionalismo- de Marx es su dependencia del concepto valor-trabajo: desmontar esa idea socava los conceptos de plusvalía y explotación. Que Marx estuviera al corriente de la refutación de las teorías ricardianas que empleaba fue, dice Muller -como Escohotado- uno de los motivos de que no terminara los capítulos sobre el asunto, editados por Engels póstumamente (el propio Engels diría que la teoría del valor-trabajo explicaba el precapitalismo, no el capitalismo).
Otros dos temores que ha generado la expansión del capitalismo son la preocupación por la desigualdad -que tiene menos importancia en este libro que en un libro que se hubiera escrito ahora- y por una cierta vulgarización, por el desarrollo del filisteísmo. Matthew Arnold es uno de los autores preocupados por el segundo efecto. Como otros de los pensadores de este libro, es alguien que sin haber nacido en la élite logró integrarse en ella, a través de las instituciones modernas. Una de las peculiaridades de este autor, que es célebre sobre todo como crítico cultural, es su defensa filosófica pero también práctica -fue inspector en colegios- de la educación.
“Comunidad, individualidad y racionalidad” es un capítulo protagonizado por tres pensadores alemanes: Weber, Simmel y Sombart. La cuestión que lo estimula es de otro, Ferdinand Tönnies, que se preguntaba en Comunidad y sociedad por el tipo de persona que es generada por el capitalismo moderno. De Weber Muller destaca su nacionalismo liberal, su afán pedagógico. Creía que era el sistema más eficiente y más racional, pero era ambivalente sobre sus efectos culturales. Comparaba los sistemas organizativos burocráticos en la empresa y el Estado. Simmel explicaba en La filosofía del dinero que la economía de mercado creaba nuevas posibilidades de la individualidad. Es, dice Muller, uno de los pensadores sobre el mercado que ahora nos parecen más modernos, porque prestaba atención a aspectos que han sido determinantes para el capitalismo tardío. La economía de mercado a su juicio creaba una mentalidad más abstracta, más calculadora, más numérica; en ella aumentan las distancias entre fines y medios; está menos preocupada por lo que hacen los demás en términos de salvación o perfección. Señalaba que poseer dinero podía ser más satisfactorio que poseer cosas: tiene más posibilidades. La economía de mercado también producía nuevos conflictos de individualidad; analizaba los efectos sobre las mujeres de distintas clases sociales. El resultado era una sociedad fragmentada, a diferencia de las sociedades antiguas. Sombart tenía una visión más negativa: urbanita que detestaba la urbanización y la nueva sociedad, consideraba que el capitalismo se parecía a la mentalidad judía: ambos compartían una visión egoísta, interesada y abstracta. Tomaba una línea en algunos aspectos parecida a Simmel pero le daba una interpretación antisemita.
El siguiente capítulo está dedicado a dos pensadores que tomaron caminos divergentes: Georg Lukács y Hans Freyer. Su análisis de los efectos culturales del capitalismo les llevó a rechazar el liberalismo, el primero a favor del comunismo, el segundo por el nacionalsocialismo. Lukács, dice Muller, actualizó el análisis de la alienación de Marx, pero también explicó con ingenio por qué la clase obrera no se había rebelado contra el capitalismo. Subrayaba los efectos físicos del capitalismo en los trabajadores: el capitalismo engendraba una actitud pasiva hacia el mundo, e imposibilitaba imaginar su transformación. Si la crítica de Lukács derivaba de Marx, la de Freyer tenía que ver con la de Möser. En vez de defender como Möser el particularismo local, Freyer defendía el nacionalismo étnico, donde el Volk era la base última de la identidad. Frente a la disgregación, creía en la necesidad de un objetivo colectivo. Nada era más efectivo para eso que la guerra, que en su opinión era la esencia de la política. Un movimiento revolucionario de derechas podía surgir a través del rechazo del interés económico como motivo principal de la acción política. Aunque se distanció de los nazis, y estuvo cerca de quienes planearon asesinar a Hitler en julio del 1944, siguió convencido de que el capitalismo no podía dar sentido. Después de la guerra, pensaba que, en vez del Volk, debían aportarlo la familia, las religiones, la identidad profesional. Aunque Lukács vivió en la URSS del terror, su primera mujer desapareció en el gulag y su hijastro pasó años en el campo, hasta el final dijo que el “peor socialismo es mejor que el mejor capitalismo” (Kolakowski respondió una vez: sí, las ventajas de Albania sobre Suecia son evidentes).
Otro de los capítulos más interesantes del libro es el que dedica a Joseph Schumpeter, que “desde el principio de su carrera pensó que la creatividad, la evolución y los individuos superiores son asuntos centrales de la explicación económica”. Rastrea algunas de sus influencias, como Nietzsche, y el colapso del imperio austrohúngaro: “La idea de que lo que parece racional a la opinión ‘ilustrada’ puede estar profundamente equivocado se convertiría en un estribillo frecuente en la obra posterior de Schumpeter”. Muller habla de la idea del emprendedor -de su importancia y del rechazo que generaba- en este autor, de la relevancia que concedía a la idea del resentimiento y de su prolongado interés por el socialismo. Propone una lectura irónica de buena parte de su obra, y también de su libro más célebre, Capitalismo, socialismo y democracia. Mostraba la distancia entre las intenciones de los políticos y los intelectuales y las consecuencias de sus acciones. Pero, explicaba, esa demostración racional de las consecuencias negativas no deseadas de los planes no evitaría que los actores intentaran realizarlas, porque obedecían a impulsos no racionales. Pretendía mostrar que “uno se encamina al desastre pero es incapaz de decidir algo distinto”. A su juicio, la socialización era atractiva políticamente, pero era absurda y conduciría a la desaparición de la vida privada culta y al empeoramiento de las condiciones económicas. Paradójicamente, el desarrollo económico capitalista conduciría a la larga hacia el socialismo. Racionaliza la economía y hace “el trabajo preliminar del socialismo”. Eso a la larga socavaría el papel del emprendedor; las acciones sustituirían cada vez más a las propiedades familiares y la idea de propiedad privada se debilitaría. La política sensata de un socialista, explicaba, sería impulsar el capitalismo. Pero eso sería imposible, porque el socialista tiene “una fe mística, religiosa o sustituta de la religión, irracional, en el socialismo, que no puede superar ningún argumento, prueba o dato”. En una faceta conservadora de su pensamiento, creía que el capitalismo podía ser víctima de su éxito, que extendería la racionalidad y una visión orientada a los medios, destruyendo la idea del sentido y la búsqueda de objetivos más elevados.
Resulta un poco sorprendente que Muller una en un solo capítulo a Keynes y a Marcuse. La influencia del primero (“personificación del intelectual como funcionario que Smith, Hegel y Arnold habían querido crear”) parece más duradera y marcada que la del segundo. Aunque para Muller Keynes no ofreció una visión coherente de la moralidad y la cultura y el mercado, sí aportó reflexiones valiosas. De él destaca su antipatía a la gratificación diferida, que influiría su pensamiento económico. Era un liberal, aunque defendiera la necesidad de controles centrales. Su Teoría general era un ataque a la reducción de la economía clásica al dogma del laissez-faire, explica Muller. Señala las raíces europeas del pensamiento de Marcuse, cuya idea más importante a su juicio es la distinción entre necesidades falsas y necesidades verdaderas. En su obra presentaba “una imagen pesimista de una sociedad tan autosatisfecha, un populacho tan obsesionado por deseos controlados y una cultura tan carente de oposición intelectual efectiva que el cambio transformador es imposible”. Muller también habla de las posiciones políticas de Marcuse -cuya igualación de antifascismo con antiamericanismo lo llevaba a defender al Viet Cong- y de su legado: si parte de su teoría, que defendía un trabajo expresivo sin división del trabajo (y que requería una planificación centralizada) se convirtió en un elemento de la educación y la cultura de la clase empresarial, no tenía nada que decir sobre la organización política y buena parte de su prestigio se desvaneció rápidamente.
Uno de los defensores más claros del mercado es Friedrich Hayek, un “liberal inoportuno” que, a juicio de Muller, combinaba la perspicacia con la exageración: “tenía la visión cristalina de un tuerto”. Marcado también por el fin del imperio austrohúngaro (defendido al final por un “liberalismo paria” de outsiders partidarios de la apertura cultural y el individualismo sobre las comunidades cerradas étnicas o económicas) y por el ascenso del totalitarismo, extendería la prevención contra los excesos del Estado a contextos diferentes. Había para Hayek un claro vínculo entre antisemitismo y anticapitalismo. Hablaba del papel de los innovadores que producían el avance histórico; aunque tenía beneficios generales, perjudicaba a grupos sociales establecidos. A su juicio, el nazismo era un colectivismo de las clases medias, una respuesta al resentimiento de clases medias bajas angustiadas por la inflación y excluidas de la negociación entre las empresas y el movimiento obrero. “Donde no hay mercado libre, no hay mecanismo de precios”, decía un autor que le influyó profundamente, Mises, y sin ese mecanismo no había forma de calcular la forma de buscar un objetivo económico particular. Además, Hayek destacaba que el mercado no solo aportaba información sino que producía nuevo conocimiento. El efecto más valioso de la competición es que “sus resultados son impredecibles y en general totalmente distintos a aquellos que alguien haya, o podría haber, buscado de manera deliberada”. El mercado competitivo no solo trataba del intercambio de información; generaba nuevo conocimiento sobre el uso competitivo de los recursos. El capitalismo, para Hayek, era dinámico, y ese dinamismo se trasladaba de la economía a las esferas social y económica. Para él la libertad era “un estado en el que cada uno puede utilizar su conocimiento para sus objetivos”. La sociedad capitalista moderna se caracterizaba por la ausencia de una unidad de objetivo. Preocupado por las tensiones entre la libertad y el Estado de bienestar, aunque aprobaba algunos de los objetivos de este último, era contrario a la monopolización gubernamental de los servicios sociales, médicos y educativos, porque eso eliminaba la competición y las nuevas formas de conocimiento. Desconfiaba de las legislaturas democráticas: creía que podían destruir el liberalismo, y que decidir las cuestiones económicas por un voto mayoritario era una receta para el estancamiento. Una de sus propuestas era desnacionalizar el dinero.
Cuando las recetas keynesianas fallaron en los setenta, y se produjo la combinación de alto desempleo y elevada inflación, algunas de sus ideas fueron adoptadas por intelectuales y políticos (es célebre la admiración de Thatcher por La constitución de la libertad): los ochenta y los noventa, escribe Muller, fueron “un momento hayekiano”. A su juicio su influencia se vería en la búsqueda de equilibrios fiscales en Estados Unidos o la limitación del déficit al 3% en la UE, en la independencia de la Reserva Federal, en los países latinoamericanos que utilizaban el dólar como moneda legal o en la adopción del euro. Los gobiernos electos se ataban las manos y evitaban el aumento del gasto público y de la inflación. Esto se combinaría, en casos como el británico, con la pérdida de poder de los sindicatos o el rechazo a soluciones keynesianas como el aumento de la cantidad de dinero en circulación y la bajada de impuestos. La transformación del paisaje político en Reino Unido sería brutal. También despertaría una nueva oleada de críticas, muchas de las cuales Muller emparenta con las anteriores críticas. Ahí se notan los años del libro: está escrito antes de la crisis de 2007-2008, y antes de que el descontento con la globalización -que ha permitido la mejora económica de muchas partes del mundo- contribuyera a una reacción antiliberal y nacionalista en numerosos países occidentales.
The Mind and the Market es una obra interesante, informativa y discutible. Los perfiles de cada autor incluyen una breve biografía, con ciertas anécdotas personales, antes de una discusión de sus ideas. Hay también explicaciones de contexto histórico, económico y cultural. Muchos de los temas recorren el libro y adoptan nuevas formas a medida que el capitalismo avanza: el funcionamiento del mercado, el temor por su carácter fragmentador que erosiona las costumbres, el miedo al empobrecimiento cultural, las bondades del interés propio y los desmanes de la rapiña, la relación con el Estado, el papel de los intelectuales (no solo el filósofo, sino también el funcionario, el legislador, el experto, el educador). En cierta manera es un libro sobre el asco y el gusto por el mercado: muchas reflexiones tienen que ver con una idea de la pureza. Un subtema del libro es la relación del capitalismo y los judíos: numerosos autores empleaban representaciones estereotípicas de los judíos, otros eran directamente antisemitas.
El autor manifiesta antipatía hacia algunos autores; tiene talento para la anécdota, pero no llega a la capacidad narrativa de Sylvia Nasar, autora de La gran búsqueda: una historia de la economía. Aunque el volumen es extenso, llama la atención que no aparezcan otros pensadores, tanto filósofos como economistas, tanto defensores como críticos, o que no dedique más atención a otras reflexiones vinculadas al mercado y sus consecuencias, al debilitamiento de la idea de racionalidad o al desarrollo del Estado de bienestar. Es muy interesante cuando habla de autores menos conocidos pero extraña, por ejemplo, que no hable más en el romanticismo alemán, que realiza una crítica del mercado que influye en muchos de los pensadores del libro. Se limita a un par de tradiciones. No siempre sus diagnósticos son fáciles de compartir por completo (por ejemplo, seguramente responsabiliza en exceso a los sindicatos de la estanflación de los setenta: parecen el único factor). La conclusión quiere ser equilibrada y es inteligente aunque poco arriesgada. El libro muestra que muchas de las críticas al capitalismo son básicamente las mismas desde hace mucho tiempo: aporta una perspectiva valiosa en ese sentido. Sin caer en la obsesión por el presente, creo que en estos años han sucedido cosas en el mundo que han cambiado bastante el relato. Quizá ahora seríamos más críticos con los fallos del neoliberalismo, la globalización se ha desarrollado más, provocando grandes beneficios y antagonismos poderosos, y en algunas cosas el tiempo ha reivindicado a Keynes. La escala de la globalización ha transformado viejos conflictos y se echa en falta una alusión a esos nuevos desafíos y a las maneras de abordarlos.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).